En toda la historia del cine, Luces de la ciudad es tal vez el ejemplo más puro de un filme que, por así decirlo, apuesta todo a su escena final -la totalidad del filme solo sirve, en última instancia, para prepararnos para el momento final, concluyente, y cuando este momento llega, cuando (para usar la frase final del “Seminario sobre ‘La carta robada’”, de Lacan) “la carta llega a su destino”, el filme puede terminar enseguida. Este está, entonces, estructurado de una manera estrictamente teleológica, todos sus elementos apuntan hacia el momento final, la largamente esperada culminación; razón por la cual también podríamos utilizarlo para cuestionar el procedimiento habitual de la deconstrucción de la teleología: tal vez anuncia un tipo de movimiento hacia el desenlace final que escapa a la economía teleológica según se la pinta (uno se siente incluso tentado a decir: se la reconstruye) en las lecturas deconstruccionistas.
Luces de la ciudad es la historia del amor de un vagabundo por una muchacha ciega que vende flores en una transitada calle y que lo confunde con un hombre rico. A través de una serie de aventuras con un millonario excéntrico que, cuando está borracho, trata al vagabundo con extrema amabilidad pero que, cuando está sobrio, ni siquiera logra reconocerlo (¿fue aquí donde Brecht halló la idea para su Herr Puntilla y su sirviente Matti?), este pone sus manos en el dinero necesario para la operación que permita a la pobre muchacha recuperar la vista; por lo cual es arrestado por robo y sentenciado a prisión. Después de cumplir su condena, vagabundea por la ciudad, solitario y desolado; repentinamente, se topa con una florería donde ve a la muchacha. Esta, después de superar con éxito la operación, maneja un próspero negocio, pero aún aguarda al Príncipe Encantado de sus sueños, cuyo caballeresco obsequio permitió que recuperara la vista. Cada vez que un joven cliente bien parecido entra a su tienda, se colma de esperanzas; y una y otra vez se decepciona al escuchar la voz. El vagabundo la reconoce de inmediato, mientras que ella no lo hace, dado que todo lo que conoce de él es su voz y el contacto de su mano: lo único que ve a través de la vidriera (que los separa como una pantalla) es la ridícula figura de un vagabundo, un paria social. No obstante, al verlo perder su rosa (un recuerdo de ella), siente piedad por él y su mirada apasionada y desesperada despierta su compasión; de modo que, sin saber quién o qué la espera y, sin embargo, con un talante alegre e irónico (en el negocio, le comenta a su madre: ¡He hecho una conquista!), sale a la calle, le da otra rosa y deposita una moneda en su mano. En este preciso momento, cuando sus manos se encuentran, lo reconoce por el contacto. Inmediatamente se serena y le pregunta: ¿Tú?. El vagabundo asiente con la cabeza y, señalando sus ojos, la interroga: ¿Puedes ver ahora?. La muchacha contesta: Sí, ahora puedo ver; hay entonces un corte a un primer plano medio del vagabundo, sus ojos llenos de temor y esperanza, sonriendo con timidez, sin saber cuál va a ser la reacción de la muchacha, satisfecho y al mismo tiempo inseguro por estar tan totalmente expuesto ante ella; y así termina la película.
En el nivel más elemental, el efecto poético de esta escena se basa en el doble significado del diálogo final: Ahora puedo ver se refiere a la vista física recuperada tanto como al hecho de que la muchacha ve ahora a su Príncipe Encantado en lo que realmente es, un vagabundo miserable. Este segundo significado nos sitúa en el corazón mismo del problema lacaniano: concierne a la relación entre la identificación simbólica y el resto: el residuo, el objeto-excremento que escapa a ella. Podríamos decir que el filme pone en escena lo que Lacan, en sus Cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, denomina la separación, a saber, la separación entre el Ideal del Yo, la identificación simbólica del sujeto, y el objeto: el distanciamiento, la segregación del objeto del orden simbólico.
Como lo señaló Michel Chion en su brillante interpretación de Luces de la ciudad, el rasgo fundamental de la figura del vagabundo es su interposición: siempre se interpone entre una mirada y su objeto propio, fijando en sí mismo una mirada destinada a otro, punto u objeto ideal: una mancha que perturba la comunicación directa entre la mirada y su objeto propio, desviando la mirada recta, convirtiéndola en una especie de bizquera. La estrategia cómica de Chaplin consiste en variaciones de este motivo fundamental: el vagabundo ocupa accidentalmente un lugar que no le corresponde, que no está destinado a él: lo confunden con un hombre rico o un huésped distinguido; al escapar de sus perseguidores, acaba por encontrarse sobre un escenario, donde es de repente el centro de la atención de numerosas miradas En sus filmes podemos incluso encontrar una especie de teoría salvaje de los orígenes de la comedia a partir de la ceguera del público, esto es, de una división tal provocada por la mirada equivocada: en El circo, por ejemplo, el vagabundo, al escapar de la policía, termina sobre una cuerda en la cima de la carpa del circo; comienza a gesticular salvajemente, tratando de conservar el equilibrio, mientras el público ríe y aplaude, confundiendo su desesperada lucha por sobrevivir con el virtuosismo de un comediante; el origen de la comedia debe buscarse precisamente en esa ceguera cruel, la incomprensión de la realidad trágica de una situación.
Ya en la primera escena de Luces de la ciudad el vagabundo asume ese papel de mancha en el cuadro: frente a un numeroso público, el alcalde de la ciudad descubre un nuevo monumento; cuando tira del manto blanco que lo cubre, el sorprendido público descubre al vagabundo, que duerme tranquilamente en el regazo de la gigantesca estatua; despertado por el ruido, consciente de que es el foco inesperado de miles de ojos, intenta descender lo más rápido posible de la estatua, provocando con sus torpes esfuerzos estallidos de risa El vagabundo es, de este modo, el objeto de una mirada apuntada a algo o alguien distinto: lo confunden con otro y lo aceptan como tal, o bien, tan pronto como el público descubre el error, se convierte en una molesta mancha de la que uno trata de librarse lo más rápido posible. Su aspiración básica (que también sirve como pista para la escena final de Luces de la ciudad) es, así, ser aceptado finalmente como él mismo, no como el sustituto de otro, y, como veremos, el momento en que el vagabundo se expone a la mirada del otro, ofreciéndose sin ningún sostén en la identificación ideal, reducido a su existencia desnuda de residuo objetal, es mucho más ambiguo y riesgoso de lo que puede parecer.
El accidente que, en Luces de la ciudad, provoca la identificación errónea, ocurre poco después del comienzo. Al escapar de la policía, el vagabundo cruza la calle pasando a través de los autos que la bloquean en un embotellamiento del tránsito; cuando sale del último y cierra de un golpe la puerta trasera, la muchacha asocia automáticamente este sonido, el portazo, con él; esto y la paga excesiva, sus últimas monedas, que el vagabundo le da por una rosa, crean en ella la imagen de un benévolo y rico propietario de un auto de lujo. Aquí queda sugerida automáticamente una homología con el no menos famoso malentendido inicial de Intriga internacional, de Hitchcock, esto es, la escena en que, debido a una coincidencia fortuita, Roger O. Thornhill es erróneamente identificado como el misterioso agente americano George Kaplan (hace un gesto al empleado del hotel exactamente en el momento en que este entra al bar y exclama: ¡Llamada telefónica para el señor Kaplan!): también aquí, el sujeto se encuentra accidentalmente ocupando cierto lugar en la red simbólica. Sin embargo, el paralelo puede llevarse aun más allá: como es bien sabido, la paradoja básica de la trama de Intriga internacional consiste en que Thornhill no es simplemente confundido con otra persona; se lo confunde con alguien que no existe en absoluto, un agente ficticio fraguado por la CIA para distraer la atención respecto de su agente real; en otras palabras, Thornhill se descubre ocupando, llenando, cierto lugar vacío de la estructura. Y este fue también el problema que provocó tantas demoras cuando Chaplin estaba filmando la escena de la identificación errónea: la filmación se extendió durante meses y meses. El resultado no satisfacía sus exigencias, habida cuenta de que tanto insistía en pintar al hombre rico con el que es confundido el vagabundo como una persona real, como otro sujeto en la realidad diegética del filme; la solución apareció cuando Chaplin comprendió, en una iluminación súbita, que no era necesario en absoluto que el hombre rico existiera, que bastaba con que fuera la formación fantasmática de la pobre muchacha, es decir que, en la realidad, una persona (el vagabundo) era suficiente. Este es también uno de los insights elementales del psicoanálisis. En la red de relaciones intersubjetivas, cada uno de nosotros es identificado con y atribuido a cierto lugar fantasmático en la estructura simbólica del otro. El psicoanálisis sostiene aquí exactamente lo contrario de la opinión habitual del sentido común, de acuerdo con la cual las figuras fantasmáticas no son sino distorsiones, combinaciones u otro tipo de elaboraciones de sus modelos reales, de personas de carne y hueso con las que nos encontramos en nuestra experiencia. Podemos relacionarnos con estas personas de carne y hueso solo en la medida en que podemos identificarlas con cierto lugar en nuestro espacio fantasmático simbólico o, para decirlo de un modo más patético, solo en la medida en que llenan un lugar preestablecido en nuestro sueño: nos enamoramos de una mujer siempre que sus rasgos coincidan con nuestra figura fantasmática de la Mujer, el padre real es un individuo miserable obligado a cargar con el peso del Nombre-del-Padre, nunca plenamente adecuado a su mandato simbólico, etcétera.
De este modo, la función del vagabundo es, literalmente, la de un intercesor, corredor, proveedor: una especie de mediador, mensajero del amor, intermediario entre sí mismo (esto es, su propia figura ideal: la fantasmática del rico Príncipe Encantado en la imaginación de la muchacha) y la muchacha. O bien, en la medida en que el hombre rico es encarnado irónicamente por el millonario excéntrico, el vagabundo media entre él y la muchacha: su función es, en última instancia, transferir el dinero del millonario a la joven (que es la razón por la cual es necesario, desde el punto de vista de la estructura, que estos nunca se conozcan). Como lo demostró Chion, esta función intermediaria del vagabundo puede detectarse a través de la interconexión metafórica de dos escenas consecutivas que no tienen nada en común en el nivel diegético. La primera tiene lugar en el restaurante adonde el vagabundo es invitado por el millonario: come tallarines a su propio modo, y cuando un rollo de serpentinas cae sobre su plato lo confunde con aquellos y lo traga sin parar, levantándose y poniéndose en puntas de pie (las serpentinas cuelgan del techo como una especie de maná celestial), hasta que el millonario lo corta; de este modo, se pone en escena un guion edípico elemental: la cinta de serpentinas es un cordón umbilical metafórico que une al vagabundo con el cuerpo materno, y el millonario actúa como un padre sustituto, cortando sus vínculos con la madre. En la escena siguiente, vemos al vagabundo en la casa de la muchacha, donde ella le pide que sostenga la lana para poder hacer un ovillo; a causa de su ceguera, toma accidentalmente la punta de la camiseta de lana de él, que asoma fuera de su saco, y comienza a deshacerla tirando del hilo y enrollándolo. La conexión entre las dos escenas es, así, clara: lo que el vagabundo recibió del millonario, el alimento ingerido, la interminable cinta de tallarines, ahora lo secreta de su vientre y lo entrega a la muchacha.
Y, en esto consiste nuestra tesis, por esa razón, en Luces de la ciudad, la carta llega dos veces a su destino o, para expresarlo de otra manera, el cartero llama dos veces: primero, cuando el vagabundo logra entregar a la muchacha el dinero del hombre rico, es decir, cuando cumple exitosamente su misión de intermediario; y segundo, cuando la muchacha reconoce en su ridículo aspecto al benefactor que hizo posible su operación. La carta llega definitivamente a su destino cuando ya no podemos legitimarnos como meros mediadores, proveedores de los mensajes del gran Otro, cuando dejamos de ocupar el lugar del Ideal del Yo en el espacio fantasmático del otro, cuando se alcanza una separación entre el punto de identificación ideal y el peso masivo de nuestra presencia fuera de la representación simbólica, cuando dejamos de actuar como dueños de casa del Ideal para la mirada del otro; en síntesis, cuando el otro se ve confrontado con el residuo que queda después de que nosotros hayamos perdido nuestro sostén simbólico. La carta llega a su destino cuando ya no somos los ocupantes de los lugares vacíos de la estructura fantasmática de otro, esto es, cuando el otro finalmente abre los ojos y comprende que la carta real no es el mensaje que supuestamente traemos sino nuestro ser en sí, el objeto que en nosotros se resiste a la simbolización. Y es precisamente esta separación la que tiene lugar en la escena final de Luces de la ciudad.
*Filósofo esloveno. Fragmento de su libro Goza tu síntoma (Ediciones Godot).