Como si despertara de un sueño de psicotrópicos, o como si un misterioso viaje en la máquina del tiempo imaginada hace más de un siglo por el escritor e historiador inglés H.G. Wells lo hubiera devuelto de épocas remotas o inexistentes, Alberto Fernández protagonizó su último stand up al filo de la medianoche dominical. Allí festejó (fuera de tiempo y lugar) 12 millones de vacunados y omitió los más de 100 mil muertos debidos en buena parte a la mala praxis, los negociados y la manipulación política del gobierno que él ejerce por delegación de la vicepresidenta. Como esos prisioneros de grupos terroristas que hablan rodeados de sus captores en videos que los muestran minutos antes de ser ejecutados, prometía que en los próximos dos meses ocurrirá todo lo que se omitió grosera y obscenamente en los últimos dos años. Se escucharán las necesidades de la gente, dijo, se harán entraderas militantes en casa de los votantes para convencerlos que cambiar su elección y, en fin, habrá felicidad para todos.
Es difícil, incluso para los creyentes en el dogma oficialista, confiar en quien no ha hecho más que prometer sin cumplir y decir y desdecirse hasta dilapidar toda autoridad, toda confiabilidad, toda dignidad
Es difícil, incluso para los creyentes en el dogma oficialista, confiar en quien no ha hecho más que prometer sin cumplir y decir y desdecirse hasta dilapidar toda autoridad, toda confiabilidad, toda dignidad. Pero, patético como se muestra, él es solo el mascarón de proa de un proyecto que tenía como puerto la impunidad de la capitana del barco, quien acostumbra a dejarlo a la deriva cuando arrecian las tormentas producto de sus pésimas elecciones de mandaderos (pasó con el otro Fernández, con el actual gobernador de la provincia de Buenos Aires, con el vicepresidente que truchaba autos y se apropiaba de casas de la moneda, y pasa ahora con el anfitrión de las fiestas en la quinta de Olivos). Todo podría ser risueño visto desde otro país u otro planeta, pero no lo es cuando se vive aquí, se tienen sueños, familia, proyectos aquí, cuando se pierden seres queridos, bienes, trabajo y futuro aquí, y cuando quedan por delante dos años de oscura incertidumbre, dos años de la vida que no queremos, que nadie puede querer a menos que lucre con esa vida y que se beneficie con ella a costa del sufrimiento de los demás. En el escenario donde pronunció el discurso que sonaba como un delirio con toques psicóticos (circular, repetitivo y ajeno a la realidad) él hablaba, pero todos los que callaban a su alrededor no eran, no son inocentes.