En cierta ocasión, fui testigo de la siguiente escena: un niño de unos dos años le recitaba a su padre los colores primarios con gran precisión. Orgulloso, el progenitor le preguntó con entusiasmo: ¿dónde aprendiste todo eso, en el jardín de infantes? Pero el pequeño respondió con gran soltura: “no papá, me lo enseñó Mickey en el celular”.
Durante décadas, la escuela fue sinónimo de la educación en el mundo. Organizada a partir de las revoluciones decimonónicas, esta institución cobró forma contemporánea y se instaló en las sociedades modernas como la vía más natural de acceso al conocimiento de las cosas. El inconsciente colectivo aprobó la dinámica: para saber, había que ir al colegio. Durante décadas se cimentó el concepto y el estado brindó la estructura formal legal-administrativa para otorgar validez a todo lo que se podría aprender en el colegio.
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Hijos, padres, y abuelos vieron repetir el mismo concepto: para progresar hay que estudiar. ¿Y dónde se estudia? La respuesta era una obviedad: en la institución educativa. De alguna forma, esta linealidad resultaba tranquilizadora. La educación formal era el motor de la movilidad social, y de alguna forma ese espacio era reconocible. Pero un día, la tecnología digital lo cambió todo.
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Exceso y defecto
Ya era posible intercambiar información entre cualquier persona o grupo en el mundo. El acceso y difusión del conocimiento ya no era privativo de un grupo. Los datos fluían en el marco de la nueva democratización digital (para el que tuviera acceso a ella, por supuesto). Sin dudas, un cambio radical en el paradigma, que fue bautizado: “sociedad de la información y el conocimiento”.
En este marco, la escuela empezó a transitar su propio laberinto: el conocimiento se adquiría también en otros lugares,. Esta idea trastocó el concepto fundamental del colegio y generó una crisis hacia el interior de la institución: ¿cuál era ya la función de la escuela, si todo el conocimiento estaba al alcance de un click?
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Durante años la educación se debatió en una relación de amor-odio con la tecnología: intentó integrarla al aula docente, pero con éxitos parciales. Y con una gran limitación para comprender el potencial verdadero de esa relación. Hasta se pensó que instalar computadoras era símbolo de educación digitalizada… Hasta que llegó la pandemia y ya no hubo excusas: había que amigarse con ella y comprender su correcta utilización.
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El nuevo desafío de la educación formal, ya no se ubica en esta discusión. La nueva frontera es la creatividad; parar incentivar y atraer nuevamente a los chicos al colegio. Y posiblemente esto tenga que ver con volver a cultivar algo que la vieja escuela hacía muy bien: la curiosidad. Que la escuela use la tecnología para que podamos aprender a emprender. A emprender para entender y aprender como enfrentar un mundo que ofrecerá mucho menos oportunidades de trabajo, menos recursos naturales y mucha más personas habitando un mismo lugar. A tal efecto se hacen necesarias: innovación, creatividad, inteligencia emocional y la voluntad de darle un nuevo marco a esa maravillosa profesión que es la de ser maestro.
* Mg Maximo Paz. Decano Facultad de Ciencias de la Educación y Comunicación Social, USAL.