El lunes 2 de mayo se realizó en la ciudad de Buenos Aires la primera Mesa Nacional sobre Minería Abierta a la Comunidad (Memac), promocionada por el Gobierno como “un espacio para el diálogo público, constructivo y federal sobre minería”.
Al otro día, el martes 3 de mayo, la Policía de Catamarca reprimió a asambleístas reunidos en Choya, en la localidad de Andalgalá. Hubo varias personas heridas trasladadas al hospital zonal y una vecina manifestante fue detenida (Karina Orquera) y liberada al día siguiente.
La minería es una de las actividades que mayor controversia genera en todo el continente. Tanto que encabeza el ranking continental de conflictividad socioambiental en América Latina y el Caribe, con 324 conflictos, casi el 35 por ciento de un total de 937 relevados (datos de diciembre de 2020). Los riesgos ambientales y la distribución de beneficios y perjuicios son parte de las denuncias de organizaciones especializadas y movilizan a las comunidades afectadas.
En muchas ocasiones los conflictos se producen tras la instalación del emprendimiento, ante hechos consumados, que quienes impulsaban la empresa, o sus expertos consultores, negaban enfáticamente que pudieran ocurrir. Es el caso del derrame de cianuro en Veladero, en la provincia de San Juan, que sacudió a la Argentina en 2015 y se ha convertido en emblemático.
La experiencia de la consulta. En la Argentina son numerosas las situaciones de conflicto socioambiental producidas por la megaminería, y las comunidades de distintos puntos del país -así como las organizaciones ambientales- acreditan una larga experiencia que se enriquece con cada nuevo conflicto. No obstante, desde los referendos de Esquel (hace casi veinte años) y de Loncopué (del que se cumplirán diez años el próximo 3 de junio), el poder político y los sectores empresariales no parecen haber aprendido demasiado.
En esos dos casos, la movilización social logró arrancar a los poderes públicos un proceso virtuoso de “licencia social”. ¿Por qué digo “virtuoso”? Porque el reclamo vecinal logró que se llevara adelante un mecanismo secuencial que proporciona los rasgos fundamentales de un proceso de licencia social:
◆ primero, la disposición de toda la información al alcance de la ciudadanía posiblemente afectada;
◆ segundo, la deliberación de la ciudadanía con participación de técnicos, científicos, juristas y demás personas expertas para esclarecer las diferentes posiciones confrontadas;
◆ tercero, tras un plazo razonable, una consulta popular o referéndum, para que la ciudadanía se exprese por “sí” o por “no” respecto del emprendimiento;
◆ cuarto, el poder político debe convalidar la decisión ciudadana y actuar en consecuencia.
En ambos casos la población rechazó los proyectos mineros por mayorías abrumadoras. En Esquel, con el 81 por ciento y en Loncopué, con el 82 por ciento de los votos. Algo parecido ha ocurrido con procesos similares en todo el continente: en los últimos veinte años se realizaron cerca de cien consultas populares sobre minería metálica en diferentes países de América Latina. Todas dijeron “no”. Todas. Los emprendimientos mineros no han ganado una sola. Esa es la razón por la que los poderes reales no quieren “licencia social”: cuando deben explicar a las comunidades con sencillez lo que quieren hacer, parece que no hay modo de convencerlas. Aun en condiciones socioeconómicas complicadas (como Esquel por aquellos años) las poblaciones no se muestran proclives a permitir el avance de proyectos que amenazan con la destrucción del ambiente.
Hechos consumados. Sin embargo, pese a los tratados internacionales que el país ha firmado en el medio, los poderes políticos de la Argentina no han hecho nada por convertir esos compromisos en normas jurídicas. Al contrario: la política sigue siendo la de hechos consumados. Por eso los conflictos continúan, y lo seguirán haciendo.
El más reciente tuvo como epicentro (todavía irresuelto) la provincia de Chubut, que se vio sacudida por el cambio de rumbo de un gobernador que en campaña se oponía a la “minería contaminante” y ya en funciones cambió brutalmente su posición para impulsar un proyecto que generó rechazo en sectores sociales, ambientales y académicos.
Pero lo que ocurrió la semana pasada fue de alto simbolismo: apenas un día después de lanzar las “Memac” en la ciudad de Buenos Aires, presentadas como “encuentros federales en donde todos los actores involucrados en la minería pueden debatir en base a información fidedigna” (y cuyo objetivo declamado es “potenciar una minería que cuida el ambiente, genera puestos de trabajo, mejora las comunidades donde se inserta y es clave para el desarrollo productivo nacional”), en Catamarca fueron reprimidas y encarceladas por unas horas personas que se oponen a la minería y cuyas voces no son incluidas en ninguna de esas mesas.
Fue en Andalgalá, donde asambleístas de la comuna de Choya -que tiene menos de 500 habitantes- denunciaron que fueron víctimas de una represión policial destinada a desalojarlos cuando protestaban e impedían el paso de camiones con maquinaria y combustible para el proyecto minero de exploración de la empresa Agua-Rica.
Preguntas y respuestas. ¿Esas mesas –las Memac– pueden ser el mecanismo que explore un diálogo social que apunte a una minería sustentable? La respuesta es negativa. Las mesas impulsadas por el gobierno (al menos la del lanzamiento, lo cual es ilustrativo del espíritu que las anima) no prevén la presencia de personas expertas del lado “crítico” de la experticia, es decir aquellas que fundamentan por qué la minería no puede ser sustentable. Tampoco incluyen a las comunidades que se verían afectadas al ser en sus territorios donde se llevarán a cabo los proyectos anunciados.
Tal es el llamativo diálogo que proponen, al que (más llamativamente) califican como “federal”, término remarcado en dos ocasiones. Pero ¿cómo se puede hablar de “diálogo federal” y no incluir a las comunidades que recibirán el impacto de los emprendimientos que se impulsan? ¿En qué pensarán las autoridades del Ministerio de Desarrollo Productivo cuando usan la palabra “federal” en este contexto, cuando ni siquiera se les ocurre que las comunidades deberían formar parte de ese diálogo?
En cambio, sí invitaron a participar a un par de organizaciones ambientales. Para muchos sectores del movimiento ambiental fue una sorpresa desagradable encontrar sentadas allí a dos organizaciones como Eco House y Jóvenes por el Clima, agrupaciones juveniles con una trayectoria de lucha destacada y valiosa, y con posiciones definidas en contra de la megaminería.
Miradas contrapuestas. Ambas organizaciones comenzaron a recibir durísimas críticas (algunas de ellas muy injustas) por haber sido parte del lanzamiento de las Memac. Y cuando un día después llegó la noticia de la represión en Catamarca (primero por Whatsapp y redes sociales, y luego con algún módico impacto nacional) las dos entidades juveniles salieron públicamente a difundir su postura en una suerte de doloroso descargo.
Es que el movimiento ambiental, como cualquier otro campo de actividad humana, no es homogéneo: conviven en él matices y posiciones contrapuestas, y a veces las discusiones son duras y afiladas. También en el ambientalismo se observa con frecuencia la conducta que caracteriza a sectarismos de otros ámbitos: a la primera divergencia se cancela, o se condena “ad hominem”. Desde “traidores”, “alcahuetes” y “colaboracionistas” hasta “ingenuos”, les dijeron de todo.
Jóvenes por el Clima emitió un comunicado titulado “Dijeron diálogo, eligieron represión”. Allí explicaron que asistieron a la Mesa porque “creemos fundamental avanzar en la construcción de políticas activas que integren los reclamos de la sociedad civil, la juventud y las comunidades afectadas por la actividad minera”. Pero aclararon que esa tarea “está muy lejos de ser una realidad”. Algo similar dijo Eco House en sus redes.
También se quejaron de que las coberturas de los medios no reflejaron sus exposiciones, en las que marcaron “la inconsistencia en la constitución de la mesa, que jamás será posible sin esas voces” (las de las comunidades afectadas). Tienen razón: la difusión del encuentro reveló la intención de utilizarlos como una presencia legitimadora, al no hacer referencia a las exposiciones de las dos organizaciones juveniles, lo que significó nafta al fuego de las diferencias internas en el campo ambiental.
Para despejar dudas, Jóvenes por el Clima remarcó que “un día después del evento, el pueblo de Andalgalá recibe garrotes policiales y violencia institucional como respuesta a sus reclamos”. Y apuntaron hacia el ministro: “Matías Kulfas publicó una foto reivindicando al responsable de la represión en Catamarca burlándose de las comunidades abiertamente”.
Quizás hubo ingenuidad en las organizaciones juveniles al asistir o en su demora en difundir el discurso con el que participaron del diálogo: ambas dejaron claro allí mismo que no estaban en representación de las comunidades, que estas debían ser incluidas en las mesas de diálogo, y expresaron su rechazo a la megaminería.
¿Qué dice el Acuerdo de Escazú? Un detalle que es preciso enfatizar: iniciativas como la Mesa impulsada por el ministro Kulfas -y avalada por el Ministerio de Ambiente- desoyen el Acuerdo de Escazú, que fue ratificado por el Congreso de la Argentina a fines de 2020.
Ese Acuerdo (cuyo nombre formal es “Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe”) establece en su artículo 7° “el derecho de la ciudadanía a participar en la toma de decisiones ambientales cuando existan acciones que puedan tener un impacto sobre el medio ambiente o la salud de la población”. Ese artículo consta de 17 incisos con un nivel de detalle inédito acerca de las formas en que se debe garantizar esa participación, ya sea a través de “consulta o audiencia pública”.
Adoptado en Escazú, Costa Rica, el 4 de marzo de 2018, es el primer acuerdo regional ambiental de América Latina y el Caribe y fue firmado por 24 de los 33 países de la región. Y como desde la reforma constitucional de 1994 los acuerdos en materia de derechos humanos que la Argentina firma tienen jerarquía constitucional, el de Escazú tiene la misma validez que cualquier otra disposición de la Constitución Nacional.
En otras palabras, cada proyecto minero (o de cualquier otro tipo que pueda tener “impacto en el ambiente o la salud de la población”) que no consulte a la comunidad potencialmente afectada, es inconstitucional. Y no hay mesa de diálogo (amplia o no, sincera o no) que pueda reemplazar ese derecho ni disimular esa violación a la máxima ley argentina. Va siendo hora de entenderlo, de enterarse, de empezar a exigirlo.
Ese principio (la obligación de consultar a las comunidades que se puedan ver afectadas) se llama “licencia social”. Y mientras no haya licencia social, como dicen las banderas ambientales desde hace años, no habrá paz social. En minería, o en cualquier otro asunto que involucre el ambiente o la salud de las comunidades.
*Licenciado en Filosofía y periodista. Integra la cooperativa periodística y cultural El Miércoles, de Entre Ríos.