De golpe, un montón de gente corre gritando “¡Un atentado! ¡Un atentado!” “¡Pusieron una bomba en la AMIA!”. Gente que ni sabe qué es la AMIA trata de ayudar a sacar gente, colabora con los bomberos. Son las 9.55 horas del 18 de julio de 1994. Una explosión sacude la tranquilidad del barrio donde se encuentra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), con sede en la calle Pasteur 633 de la ciudad de Buenos Aires.
En un santiamén, bomberos, policías, médicos y enfermeros, jóvenes de la AMIA y Defensa Civil están en el escenario del horror. Con abnegación y espíritu de equipo, entre lágrimas y rabia, se mueven sin descanso entre los escombros, piden medicamentos, sacan gente.
Inaugurada en 1945, allí funcionaba un teatro, un salón de conferencias, un departamento de Acción Social, otro de Cultura y Juventud, un seminario de Maestros, un archivo sobre temas del judaísmo en la Argentina, una biblioteca y un museo. Además, contaba con otros departamentos y secciones de una asociación de ayuda, asistencia y promoción de las actividades de la comunidad judía en la Argentina. En esa tragedia, 85 inocentes pierden la vida y varios centenares resultan heridos.
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Numerosas organizaciones civiles, religiosas y sindicales, gobernadores provinciales, convencionales constituyentes y dirigentes de partidos políticos de todo el país, manifiestan su enérgico repudio al ataque. Los miembros de la Asamblea Constituyente hacen un minuto de silencio en homenaje a las víctimas. “No hay palabras para definir este criminal atentado”. “Fue un día Negro”.
Tres días después, el jueves 21 de julio, 150 mil personas se reúnen en repudio al atentado constituyendo una de las más grandes de los que se tenga memoria desde el regreso a la democracia. Es una respuesta valiente y civilizada, pero a la vez enérgica contra el terrorismo. “El terror, con su lógica criminal, tiende a instalarse en aquellas sociedades donde el orden jurídico parece más endeble, donde los sistemas de prevención y castigo no lucen como eficientes y eficaces”, dijo en su discurso, el presidente de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), Rubén Beraja.
La palabra antisemitismo, acuñada en Europa a fines del siglo XIX para expresar los sentimientos específicamente antijudíos, es una palabra ajena cuando los inmigrantes llegan en la tercera clase de los barcos en medio siglo y fundan la Argentina Moderna. Árabes y judíos crecieron juntos y se entremezclaron fraternalmente en las aulas de los Colegios Nacionales y las universidades del Estado.
Esta convivencia hizo a nuestra patria pluralista y con una fuerte inclinación a la tolerancia, a pesar de que tuvo que afrontar manifestaciones racistas, xenófobas o discriminatorias. En la Semana Trágica (Buenos Aires, enero, 1919) se culpa a los ciudadanos judíos, en su mayoría de Rusia, acusados de impulsar un movimiento pro-comunista: “Oí que estaban incendiando el barrio judío -diría un testigo-. El ruido de muebles y cajones violentamente arrojados a la calle, se mezclaban con gritos de “Mueran los judíos, mueran los maximalistas. El disturbio por el ataque a los negocios y hogares hebreos se había propagado a varias manzanas a la redonda.”
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El golpe de Estado de 1930 demuestra inequívocamente la predilección por el pensamiento nazi expresados en la necesidad de un hombre fuerte al frente de la nación, el desprecio por la democracia y el liberalismo, el saludo nazi, pidiendo no permitir a los judíos ocupar cargos públicos, reclamando su expulsión del país y hasta su muerte, demandas compartidas por sectores importantes de la sociedad civil argentina.
Trece años después, otro golpe de Estado de militares nacionalistas se conserva neutral en la Segunda Guerra Mundial y hace la vista gorda ante los crímenes hitleristas. Terminada la contienda bélica, Argentina es refugio de genocidas que fueron secuaces de Hitler. Entre ellos cabe citar a los tristemente célebres Josef Menguele, Klaus Barbie, Adolf Eichmann y Eric Priebke.
Durante las décadas del 50 y 60, los muchachos del Movimiento Nacionalista Tacuara, al grito de “Viva Cristo Rey”, “Abajo los bolches, mueran los judíos”, atacan clubes y escuelas judías, irrumpen con violencia en clases y asambleas universitarias, pintan svásticas en calles y sinagogas, profanan cementerios judíos.
En la reciente dictadura militar (1976-1983) existen declaraciones y testimonios de la mayor ferocidad de los captores con los judíos que iban a parar a los centros de tortura y desaparición de personas –como los mencionados en el “Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas”–, no por su origen, sino por su militancia política, producto del antisemitismo tradicional existente en ciertos ámbitos de las fuerzas policiales y de seguridad.
“Si la vida en el campo era una pesadilla para cualquier detenido, la situación se agravaba para los judíos, que eran objeto de palizas permanentes y otras agresiones, a tal punto que muchos preferían ocultar su origen, diciendo por ejemplo que eran polacos católicos”. (Elena Alfaro, detenida en el Centro Clandestino de Detención El Vesubio).
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Aunque resulta difícil hacerse cualquier tipo de preguntas sin tener en cuenta la situación en Medio Oriente luego de que los muyahidines afganos expulsaran de Kabul a las fuerzas soviéticas y los Estados Unidos entraran en guerra contra Irak, ¿por qué el terrorismo eligió Argentina para este atentado? ¿Por qué Buenos Aires otra vez? Es cierto que dos años antes se había producido un ataque a una embajada extranjera, la embajada de Israel, pero ahora se trata de un edificio perteneciente a una institución nacional. Todas las explicaciones parecen tener algo de verdad: uno, represalia de la organización extremista chiíta libanesa Hezbollah -que cuenta con el apoyo de la embajada de Irán en Buenos Aires- ante un duro revés militar sufrido ante los israelíes; dos, castigar a un Estado encabezado por un árabe (Menem) que, a su juicio, al enviar naves al golfo Pérsico se sometió a los dictados judeo-norteamericanos; tres, una señal contra los judíos y árabes que quieren la paz en el Oriente Medio; cuatro, en Argentina es más fácil hacerlo por debilidad del sistema de prevención y castigo; cinco, los rastros de antisemitismo y racismo que aún perviven en nuestra cultura.
“El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y reconstruir lo despedazado.” (Walter Benjamin)
Hoy es un día de duelo nacional decretado por el presidente Mauricio Macri. Pasaron 25 años, y el ataque terrorista a la sede judía permanece vivo en la sociedad argentina.
En el caso de la AMIA -una institución cultural, educativa y asistencial- ésta continúa presente en cada momento de la vida judía. Atiende familias sin recursos, ofrece espacios de recreación y acompañamiento para adultos mayores, brinda apoyo a las escuelas de la red judía, integra y coordina una red de centros a los que asisten personas con capacidades especiales. En el caso de muchos argentinos, éstos han comprendido la necesidad de revisar a fondo los rastros de antisemitismo y racismo que aún permanecen en nuestra cultura, así como luchar contra la pobreza, mejorar el nivel de vida y promover el compromiso de las nuevas generaciones con la tolerancia. Todo esto no cubre lugares que van a quedar vacíos para siempre, pero anima y mucho en perseverar en la esperanza.