Con el 100% de las actas contabilizadas por el organismo electoral, es posible afirmar que Pedro Castillo es el virtual presidente del Perú. El resultado –todavía no proclamado oficialmente– presagia un simbólico alineamiento del país andino con los países progresistas de la región, ya que se espera que el profesor rural, de origen humilde y trayectoria sindical, cambie el modelo económico neoliberal imperante por uno de corte socialista, tal como prometió en su campaña. Pero el ascenso de Castillo, lejos de significar el fin de la tortuosa inestabilidad política que caracteriza al país desde las últimas décadas, y de propiciar consensos que permitan encontrar soluciones a la suma de crisis que lo agobian, es un hecho que divide a la sociedad peruana y sumerge a sus políticos, medios de comunicación e instituciones en una espiral de acusaciones mutuas y campañas de desinformación.
Pese a que la elección se desarrolló con normalidad y fue avalada por observadores internacionales, Keiko Fujimori se niega a reconocer su derrota y ha empañado el proceso a través de recursos de nulidad y llamados a la movilización, los cuales apuntan a suprimir los votos que recibió Castillo en regiones donde ganó por una abrumadora mayoría. Los reclamos de Fujimori repiten el guion de Donald Trump en los Estados Unidos, y se basan en conjeturas que han sido desestimadas. Un total de 135 solicitudes de nulidad interpuestas por su partido denunciaban errores materiales en el conteo de los votos, firmas falsas en las actas y una presunta colusión entre parientes que conformaban mesas de votación. Sin embargo, estas fueron prontamente desmentidas públicamente y resueltas por los Jurados Especiales Electorales, que emitieron fallos con absoluta transparencia, que incluso fueron parcialmente televisados.
No obstante, 810 pedidos de anulación, que ingresaron fuera del plazo establecido, y por tanto fueron rechazados, son la fuente de las sospechas que levanta Fujimori respecto a un presunto fraude. Como han advertido analistas políticos, los números muestran que la victoria de Castillo está estadísticamente consumada. Pero la candidata ha logrado instalar la idea de que los votos comprendidos en aquellas actas podrían revertir el resultado de la elección, sin mayor fundamento que la conjetura de una manipulación sistemática del proceso por parte de su rival. Entre los argumentos que cita su comité de campaña está el no haber obtenido ni un solo voto en algunas mesas electorales, resultado que adjudican a una presunta colusión entre organismos públicos e intereses extranjeros, antes que a la inmensa desafección que los ciudadanos sienten frente al legado fujimorista, principalmente en el sur.
Los esfuerzos de los organismos electorales por desmontar estos argumentos han sido estériles. Como explica el filósofo Lee McIntyre, la posverdad, más que al imperio de la mentira, remite a una situación en que los hechos son opacados por las emociones. En este caso, emociones que despierta un personaje que encarna los peores temores de una sociedad nerviosa ante el cambio económico y social: el fantasma del comunismo.
La propagación de las medias verdades no sería posible sin la complicidad de medios de comunicación y personajes alineados con la narrativa que impone Keiko Fujimori. Entre los primeros se cuentan émulos de Fox News y tabloides, pero también medios tradicionales de alcance nacional, como el grupo El Comercio, que posee una posición dominante en la prensa escrita y televisiva peruana. Los recientes cambios en la dirección periodística del principal canal de señal abierta, controlado por el grupo, llevaron a la renuncia de una decena de reporteros en protesta a las presiones por respaldar a la candidata Fujimori.
Personalidades políticas afines a la derecha en el exterior han hecho eco de esta campaña de desinformación, principalmente el escritor y premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa y el ex presidente colombiano Andrés Pastrana; el último, quien señaló sin pruebas la existencia de infiltrados de nacionalidad venezolana en el manejo de la información y el software del tribunal electoral del Perú, fue desmentido directamente por el organismo en sus redes sociales. Mientras tanto, desde las calles, una porción de la clase alta capitalina –pequeña en números, pero notoriamente influyente– se resiste férreamente al nombramiento, y ha salido a apoyar los reclamos de Fujimori. Personalidades representativas de este movimiento, como el congresista electo y almirante en retiro Jorge Montoya, han hecho llamados a desconocer el resultado final y la legitimidad del virtual presidente, que lindan con la sedición.
Más allá del posible desenlace de los eventos, la obstinación de los opositores de Castillo hace presagiar un gobierno signado por la turbulencia. En 2016, Fujimori perdió por un estrecho margen de 40 mil votos contra Pedro Pablo Kuczynki, lo cual la llevó a instigar una confrontación abierta entre los congresistas de su partido y el gobierno electo, que derivó en la sucesiva caída de gabinetes ministeriales y la promoción de la vacancia presidencial. En esta ocasión, habiendo perdido por una diferencia similar, las primeras alocuciones de Fujimori han dado a entender que la pelea no cesará. Si bien no cuenta con una bancada mayoritaria, las alianzas que viene forjando con otras fuerzas de derecha amenazan con bloquear las iniciativas del gobierno de Castillo y, de darse la oportunidad, apresurar su salida del cargo.
¿Qué esperar de un eventual gobierno de Pedro Castillo? La plataforma que lo llevó al gobierno es sumamente precaria. Los radicalismos presentes en su discurso fueron atenuados en la última etapa de la elección, en gran medida gracias a la incorporación de tecnócratas de izquierda, los cuales “bajaron a tierra” parte de sus propuestas elaborando un nuevo plan de gobierno y corrigiendo los puntos que despertaban los mayores temores en los inversionistas. Pero nada descarta que una escalada de la confrontación lleve a Castillo a abrazar nuevamente posiciones extremistas.
¿Qué esperar de sus adversarios? En el año del bicentenario de su independencia, Perú ingresa de este modo fatídico a la era de la posverdad. En tiempos de engaño universal –sostenía George Orwell– decir la verdad se convierte en un acto revolucionario.
*Politólogo peruano.