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Sin diálogo, no hay rumbo

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Preocupante. El 58% de los niños es pobre en la Argentina. | cedoc

El triunfo de Joe Biden en Estados Unidos, la dificultad de Jair Bolsonaro por mantener el poder en las elecciones presidenciales a celebrarse en Brasil en 2022, la imposibilidad de Rafael Correa por impulsar a Andrés Arauz en las últimas presidenciales de Ecuador podrían ser muestras de un mundo que empieza a rechazar los populismos. Sin embargo, el porrazo de Podemos en una elección madrileña que se ha nacionalizado, la escasa participación en las elecciones peruanas, la duda acerca de si el Partido Demócrata Cristiano podrá mantener el poder en Alemania y otros ejemplos parecen indicar algo más profundo: el virus tampoco discrimina en la política. Son muy escasos los casos donde haya salido fortalecido el oficialismo. 

En ese contexto hay que entender la política económica actual. Un gabinete económico que tiene que exagerar al límite una sensación de “alivio” en un país donde el balance entre salud y economía no cierra para la mayoría del electorado. La racionalidad no se puede exigir cuando el calendario electoral condiciona la política económica. La pregunta de fondo es cuánto nos va a costar llegar al día posterior a las elecciones, y eso se puede evaluar mirando el punto de partida que encontrará el país el día después de los comicios. 

Asumiendo que el atraso del tipo de cambio y las tarifas son efectivos para desacelerar la inflación a un 2% mensual durante el segundo semestre, un escenario optimista, la inflación será superior al 40%. Sobre ese piso luego hay que montar las correcciones del rumbo actual. Actualizar alrededor de 30% las tarifas y recuperar 10 puntos de tipo de cambio real con una nominalidad en un escalón más alto. Ese el mejor escenario que se puede pensar para los próximos años. 

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Sobre esto hay que sumar otros factores poco alentadores: reservas netas en niveles mínimos históricos y más de una base monetaria en pasivos remunerados del BCRA. El frente fiscal imposible de cuantificar porque aún se está discutiendo la política fiscal, pero que si triunfa “la ortodoxia” (cumplir con la Ley de Presupuesto), implica un desborde monetario de mínimo $ 2 mil millones adicionales. La actividad podría recuperar menos de la mitad de lo perdido en 2020. 

No hay posibilidad de tramitar las correcciones sin dificultades en el lado real y financiero en los próximos cinco años. Mientras más “enamoramiento” haya de este plan de corto plazo, solo aumentarán esas dificultades. 

Mirando al lugar incorrecto. Los posibles motores son apenas salvavidas. El primero es el precio de los granos, que le aporta al país un bono de alrededor de US$ 7 mil millones. Esto compara con una merma de US$ 20 mil millones en las exportaciones de Manufacturas de Origen Industrial y Combustibles en los últimos diez años. 

El segundo es el aumento del gasto público, la innovadora medida que se agotó en el país. Entre 2009 y 2017 el gasto público consolidado creció 78% y el PBI 10%, un multiplicador que no cuadra.

Estos salvavidas de corto plazo son la agenda hoy en día. Por detrás se le suman problemas estructurales. La Argentina está apenas invirtiendo en capital físico la mitad de lo necesario para asegurarse una tasa de crecimiento del 3,5%. El capital humano busca huir del país y la pobreza infantil en 58% genera transmisión intergeneracional de la misma. La escasez de divisas hace que detengamos la incorporación de energía, bienes de capital y piezas necesarias para recuperar la merma mencionada de las exportaciones. 

Estos problemas afectan a la tasa de crecimiento potencial que puede aspirar el país. Es ridículo pensar que se puede acordar con el FMI algo serio a largo plazo bajo estos cimientos endebles y estas malas perspectivas. 

Pensando algunos senderos. El país solo pudo generar dos períodos de crecimiento vía competitividad. Uno luego de las hiperinflaciones de fines de los 80 y principios de los 90, y otro entre 2003 y 2007. El primero se corresponde con una fuerte reducción de la inflación, una reorganización de la actividad y un ordenamiento distinto del Estado. El segundo con una competitividad ganada vía precio, con un tipo de cambio elevado. Lo que dificulta recurrir a la segunda estrategia es que el resultado es un crecimiento que en términos relativos al resto del mundo, empobrece.  

Dada la presión tributaria, el Tipo de cambio real multilateral debería ubicarse un 40% por encima del nivel actual para tener un nivel razonable de competitividad que haga pensar en un tirón de demanda vía exportaciones. Pensar en ese escenario implica una corrección real en un contexto inflacionario que torna necesariamente traumático lograr ese objetivo. Llegar a ese punto de competitividad es con conflicto. 

Resta la posibilidad de pensar si el Estado puede reorganizarse de otra manera para permitir reducir la carga tributaria que obliga a tener que convivir con un tipo de cambio cada vez más elevado para sostener la competitividad. La posibilidad de lograr ello se debería resolver en la política. En un escenario de poco diálogo, importa poco quién gane estas elecciones.

Sin un buen diagnóstico no se puede aplicar una buena receta. En cada uno de los lados de la ya agotadora grieta se piensa que la economía ya está sobre diagnosticada pero que “el otro lado” no deja poner en marcha las reformas necesarias: unos son “neoliberales”, los otros son “chavistas”. 

En esa tónica es imposible pensar en construir un diagnóstico compartido, alcanzar los consensos necesarios y luego emprender el rumbo. Si los partidos que pueden tener protagonismo apuestan a acudir en forma radicalizada, es imposible ser optimista en un plazo no tan largo.

 

Director Ejecutivo LCG.