OPINIóN
Nueva normalidad

Tiempo y espacio para repensar la escuela luego del temporal

Algo que nos dejó todo este tiempo de “quedarnos en casa” en plena pandemia mientras nos “quedábamos sin escuelas” es que no puede haber escuela sin copresencialidad.

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Costo. Fue muy alto el de haber perdido aquello de la vieja escuela que era indispensable y que hoy parece ser la palabra mágica que está en boca de todos: presencialidad. | cedoc

Hasta 2019, quienes cotidianamente hacemos y pensamos la educación veníamos afirmando que la escuela necesitaba un cambio. No dudábamos de que el modo en el que, en la segunda mitad del siglo XIX, había sido pensada, fundada y puesta en marcha exigía una transformación. No venían siendo pocos los especialistas que se dedican a pensarla, y también muchos de quienes la hacemos cotidianamente, que afirmábamos y constatábamos que, al menos algunas de aquellas principales prácticas escolares estaban agotadas y debían, de modo perentorio, cambiarse.

Hasta que llegó 2020 y con él la pandemia –pero sobre todo la cuarentena– que, de modo casi brutal, nos dejó casi sin escuela. O en el mejor de los casos, nos obligó a una adaptación igual de brutal al tiempo que nos impuso “garantizar la continuidad pedagógica”. 

Muchas veces desde aquel 19 de marzo de 2020 me encontré afirmando que, más allá de algunas cosas que la pandemia trajo como novedad, lo que mejor hizo fue poner, una vez más de modo brutal, las cosas “en blanco sobre negro”. Así ocurrió con muchas expresiones que nos definen como país, y entre ellas la educación argentina no podía ser la excepción. 

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Y en esa adaptación, como era previsible en el ya de por sí heterogéneo mundo de las escuelas, hubo “continuidades pedagógicas” de los más variados tipos. Y también con los más variados resultados. Aunque con una conclusión incontrastable que también se nos impuso: el precio de haber cerrado las escuelas, de haber perdido, justamente, aquello de la vieja escuela que seguía siendo indispensable y que hoy parece haberse convertido en la palabra mágica que está en boca de todos: la “presencialidad”.

Adaptación. Y aquí nos encontramos, en 2021, cursando una nueva adaptación e intentando ver cómo, a la manera de un work in progress, pensamos, diseñamos e implementamos, todo a la vez, este ciclo lectivo bajo la égida de la llamada “nueva normalidad”. Y lo peor de todo: sin saber si esa “nueva normalidad” vino para quedarse al menos por el tiempo mínimo necesario para adaptarnos a ella o como un fugaz intervalo entre lo que fue y lo que no sabemos qué va a ser.

¿Y entonces? Entonces, además de seguir actuando como verdaderos gestores de las incertidumbres ajenas, quienes tenemos el compromiso de hacer educación tenemos al menos una responsabilidad indelegable: la de visualizar este conjunto de turbulencias y el modo en el que todos hemos sabido pilotearlas, como la gran oportunidad para capitalizarlas y comenzar a rediseñar aquello que existía en las escuelas antes de la pandemia, pero que la pandemia, como dije antes, vino a poner en “blanco sobre negro”.   

Para eso, aun en medio de la tormenta (porque seguimos y seguiremos en medio de la tormenta) algunas cosas nos han quedado claras de la vigencia de aquella escuela que encontró su fragua al mismo tiempo que el país buscaba la suya. Una es “las aulas son esenciales”. Y cuando decimos “las aulas”, no decimos sus techos, sus pisos o aun sus pizarrones. Porque eso implicaría pasar de ese conjunto de acciones con el fin de garantizar mecánicamente “la continuidad pedagógica” de 2020 a otro conjunto igual de mecánico, aunque esta vez con el fin de garantizar el “mínimo indispensable de presencialidad”. Preferiría, en todo caso, hablar más que de recuperar la presencialidad, de reconquistar la copresencialidad, ya que ese prefijo le da a la mera presencia el indispensable componente dinámico, intersubjetivo, que el “otro” ocupa en el proceso educativo. Y no solo nos dimos cuenta de que esto, que también estaba en la matriz fundante de la escuela del siglo XIX, sigue plenamente vigente, sino de lo indispensable que resultaba.

Ahora bien, cuando dejemos atrás la tormenta, no se tratará de perder de vista que los nubarrones que vimos antes del temporal eran un mero espejismo o, peor aún, que comparado con las ráfagas, truenos y relámpagos que vinieron luego se trataba tan solo de algunos vapores en el cielo. Debemos volver a echar mano a aquellas cosas que sentimos que debíamos modificar, que debíamos refundar y que en este tiempo tan especial se tornaron más indisimulables.  

Sarmiento. Frente a este escenario, se vuelve indispensable alguna hoja de ruta, alguna pista por donde navegar por cielos algo más despejados.

En 1849, cuando Sarmiento volcó con pelos y señales, en su famoso libro De la educación popular, todos y cada uno de los componentes que a su juicio debían tener las escuelas que en breve debían comenzar a fundarse (desde la formación de las maestras a las características físicas que debían tener las aulas), tuvo presente dos dimensiones que todavía hoy atraviesan la vida de las escuelas de un modo decisivo: el espacio y el tiempo. 

Si algo trajo aparejado la pandemia para las escuelas, fue una radical puesta en cuestión, en muchos casos para rectificarlas; en otros, afortunadamente, para ratificarlas, de las principales manifestaciones del “espacio” y del “tiempo” escolares.   

Entre tantas cosas que nos dejó el “quedarnos en casa” mientras nos “quedábamos sin escuelas”, se destaca que no puede haber escuela sin copresencialidad. En esta “vuelta a clases” que ahora sí nadie parece animarse a discutir, resulta decisivo, en función de la dura pero desafiante experiencia reciente, repensar la escuela repensando sus tiempos y sus espacios. 

Una vez más, volver a las fuentes y abrevar en ellas es siempre muy útil. Si se trata de Sarmiento, mucho mejor.

*Sociólogo especializado en temas culturales. Rector Instituto Educativo Moruli (Sección Secundaria).