OPINIóN
sobre un texto de eduardo fidanza

Un encanto anómalo

Los médicos de terapia intensiva están al límite de sus fuerzas por el coronavirus.
Terapia intensiva | Télam

Admirable. Como una nostálgica canción clásica. Como Unforgetable por Nat King Cole; o Spell, de Marie Digby; o Shattered, con los Rolling Stones.

El artículo “Cómo no gritar” de Eduardo Fidanza (PERFIL 20/09/20), nos deja –terminada la lectura– la profunda gratitud que sentimos por alguien que nos permitió ver, sin limitarse a reproducir lo que ha visto, sino subrayando lo que encontró en lo que vio. Por alguien que se entrega desde el registro del arte.

Lo peor de la decadencia es que nos vamos habituando a ella. Acaso por eso, fuimos naturalizando a los indignados que profesan la oralidad sin enseñanza; a los enfáticos sin mensaje; a las Casandras sin credibilidad, el castigo de Apolo. Como de eso vamos haciéndonos, de eso terminamos por estar hechos.

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La nota de Fidanza, precedida por los versos de Vallejo (“… otro busca en el fango huesos, cáscaras/ ¿Cómo escribir, después, del infinito?”), nos arrastra sin brusquedad al bajo fondo de los que sufren y de los que se desentienden.

Alguien, desde la ciénaga de la pandemia, los llamó “coronians” y “covidians”, los que no se contagiaron y los ya inmunes. Los hundidos y los salvados, de Primo Levi. Los condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, y los Beverly ricos de la televisión ¿Se pueden pasar por alto los pensamientos de Fidanza? Theodor Adorno planteó: ¿se puede escribir poesía después de Auschwitz, sin sentir que es un acto de barbarie?

En algún sentido, agradecemos lo que nos conmueve y lo que nos hace pensar porque, al experimentar sentimientos emotivos, permitimos que nuestra alma abra sus ventanas a la luz, y al reflexionar, que nuestro sistema de valores se sacuda y haga lugar a perspectivas de las que no disponíamos.

Los que podemos comer y leer estamos hipersensibles a fuerza de traspiés

Como toda obra delicadamente artística, el texto celebra –en lugar de manipularlas– las mejores virtudes de nuestra condición; las que subrayaba William Faulkner: compasión, sacrificio y resistencia. Las que nos hacen libres.

El ensimismamiento de nuestras clases medias urbanas conduce hacia un individualismo y una exasperación dañinos, en primer lugar, para los individualistas y para los exasperados. Ponerse en los zapatos del otro, obliga a no pasarse la vida sin vivir en lo más mínimo, para perder nuestra vida en un instante. Dar es la piedad del espíritu. Por eso Fidanza se coloca en los lugares de los demás: porque en realidad “da” su mirada, al mirado y a los que podemos leerlo. A través de este texto, entrega y se entrega.

Cómo no gritar, el escrito dominical, conmueve, porque Fidanza está conmovido. Se lo escucha, porque él ha escuchado con inteligencia. Se le cree porque está convencido. El autor lastima porque está herido. Es lapidario porque ha visto lapidados: “Todo esto se vuelve banal al entrar a un hospital público”.

Nos ahorra el sarcasmo, porque no es herramienta del sinceramente afligido. Hace justicia, al hablar de los que no la reciben: “Para tener una idea, un médico de guardia de un hospital público obtiene 50 mil pesos por mes”. Ensordece, aunque susurre: “Lo que la élite del poder no quiso ver la pandemia lo tornó audible. Señala que “pareciera que las palabras empiezan a terminarse”, en el mayor punto de su elocuencia. Admirables párrafos.

Los argentinos que podemos comer y leer nos hemos vuelto hipersensibles a fuerza de traspiés. Muchos no son culpables y es posible entenderlos y hasta justificarlos; algunos son responsables, pero eso no los ha vuelto mesurados.

Es posible que por ello nos vayamos transformando en virtuosos en el arte artero de la descalificación y la injuria. Pareciéramos tener la constante idea fija de que los demás argentinos son los culpables de habernos dañado, y entonces practicamos el juego que mejor jugamos y más nos gusta: hacernos daño. Pagamos con la moneda del ultraje al que pensamos que nos ha ultrajado. Y dado que creemos que todos lo han hecho, a todos ultrajamos. Nos dañamos los unos a los otros. La era del odio, la llama Rodrigo Lloret.

El artículo de Eduardo Fidanza elige el camino opuesto: prefiere comprender a condenar, mostrar a refregar, hacerse cargo en lugar de cargar. En esa dimensión son elogiables su discurso y la mirada que exhibe: joyas infrecuentes en nuestro cofre andrajoso, donde solemos guardar frustraciones y enojos.

La gratitud es una virtud bien modesta, porque no impide el florecimiento de ninguna otra. ¿Cómo no estar agradecido, entonces, con Fidanza y sus paisajes crepusculares, que manifiestan con cada frase la madurez de la mirada, y ofrecen reflexiones sobre la luz? Son evocadores, invocadores y convocantes, capaces de provocar emociones, de conmover y llevar a la reflexión.

Eximio, el texto –en su seca robustez– nos sumerge en el dolor, pero no esconde la proximidad de la superficie, fundiéndola en la distancia para producir los efectos perseguidos o intuidos. Eduardo Fidanza ha hecho algo más que citar a Vallejo: también él, como el poeta en su obra, concilió lo universal con lo autóctono, lo humano con nuestro destino último.

De nosotros, ¿de quién más?, depende que lo último no sea el fin.

 

*Embajador en Chile.