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rebelión

Cómo no gritar

El Gobierno huye de la pandemia que, si en algún momento le dio rédito ahora lo desnuda.

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Indicio. | Pablo Temes

Un hombre pasa con un pan al hombro/ ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?// Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo/ ¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?// Un cojo pasa dando el brazo a un niño/ ¿Voy, después, a leer a André Bretón?// Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre/ ¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?// Otro busca en el fango huesos, cáscaras/ ¿Cómo escribir, después del infinito?// Un paria duerme con el pie a la espalda/ ¿Hablar, después, a nadie de Picasso?// Alguien va en un entierro sollozando/ ¿Cómo luego ingresar a la Academia? Alguien pasa contando con sus dedos/ ¿Cómo hablar del no-yo sin dar un grito?”

Este verso pertenece al peruano César Vallejo, un poeta único por su originalidad, tributario de las vanguardias del siglo XX, con un rasgo distintivo:  concilia lo universal con lo autóctono, lo humano con una prosa literaria que rompe las convenciones.

Pero no se trata de hacer un análisis de su obra. Se trata de otra cosa: tal vez sea aleccionador e incómodo escuchar este poema, extraño y conmovedor, en tiempos de pandemia. Escucharlo cuando, entre tantos fenómenos novedosas, percibimos uno que está generando una lamentable fisura: la sociedad se bifurca entre una parte que sufre y otra que se desentiende.

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De un lado, los enfermos terminales, las familias de los que se contagian y mueren, las médicas, los médicos y sus auxiliares; los que perdieron el trabajo, los que no pudieron sostener su pequeña empresa y se arruinaron, los pobres y los hambrientos. Del otro lado, aquellos que quieren disfrutar de la vida o seguir con sus actividades y negocios mirando para otro lado, como si nada hubiera ocurrido.

Antes que los irresponsables que desprecian los cuidados y no les importa contagiarse y contagiar, lo que subleva es la actitud de las élites: poco a poco se desprenden de la tragedia, retoman la defensa de sus intereses corporativos, se embarcan en peleas abstractas. Intelectuales, militantes y periodistas cavan otra vez la grieta, vuelven a ponerse el atuendo de republicanos o populistas para seguir representando una obra teatral que si antes era vana ahora es absurda.

La política nunca resignó ingresos como gesto simbólico de solidaridad. Nadie en las altas esferas se recortó el sueldo. Y el Gobierno, que al principio adoptó medidas elogiables, huye de la pandemia, que si en algún momento le dio rédito ahora lo desnuda. Mejor acomodar la Justicia a los intereses propios, romper puentes con la oposición, sacarle una tajada al amigo devenido en amenaza. Mejor disimular la falta de estrategia prolongando la cuarentena hipócrita e interminable.

El grito expresa la rabia. El grito es un recurso agónico, cuando la palabra, aún enfática, no es escuchada.

Todo esto se vuelve banal al entrar a un hospital público. Las crónicas periodísticas describen con veracidad la situación que se vive allí. Noches en que hay tres o cuatro fallecidos por Covid. Pacientes que llegan con dificultad para respirar, mueren a las pocas horas y no puden ser despedidos por sus familiares. Los pondrán dentro de dos bolsas de plástico negras, selladas y rociadas con un poderoso desinfectante; de allí a la morgue y el ataúd en absoluto anonimato y asilamiento.

Pero hay más. Enfermeras que trabajan en dos lugares catorce horas al día y duermen apenas cuatro, médicos y médicas que se enferman o viven aislados de su familia por temor a contagiarla. La mayoría de estos trabajadores de la salud ganan sueldos irrisorios que los obligan al pluriempleo. Para tener una idea, un médico de guardia de hospital público obtiene 50 mil pesos por mes. Sería una chicana, que evitaremos, comparar esos ingresos con los de los políticos. Pero hay algo que no cierra en una sociedad que retribuye en forma tan desigual a sus profesionales.

En el afán de hablar, cuando la situación aconseja un prudente silencio, el Presidente se permitió exponer un argumento que desató la controversia: nos hicieron creer que el desarrollo dependía del mérito, pero no es así. La prueba es, según él, que el más tonto de los ricos tiene más probabilidades de progresar que el más inteligente de los pobres. Muchos liberales se rasgaron las vestiduras defendiendo la meritocracia, sin advertir las razones de Alberto Fernández.

Para comprobarlo, basta ver a los médicos proletarizados: están entre los más inteligentes de los pobres, pero no podrán progresar.

Lo que permanece en la opacidad, es quiénes son los más tontos de los ricos. O, mejor: quiénes son los ricos. Los ricos, responderá la sociología, son los que conforman las élites de las esferas políticas, empresariales, sindicales y mediáticas.

Muchos de ellos obtienen impunidad y favores de los gobiernos, consiguiendo la movilidad social ascendente que a los médicos les está negada. Al hablar, acaso el Presidente no tomó en cuenta esta realidad, que lo hace responsable aunque él no posea riquezas.

Con estos elementos podríamos actualizar el poema de Vallejo. Podríamos escribir por ejemplo: “Una enfermera agotada entuba a un moribundo/ ¿Voy a defender después a la república? //Otra, mal equipada, contagia a su familia/ ¿Voy a gritar vivas a Cristina?// Un hijo no puede despedirse de su madre/ ¿Cabe especular con la divisa?// La gente se queda sin trabajo/ ¿Puedo planear mis vacaciones? //La mitad de los niños cayeron en la pobreza/ ¿Cómo confiar en mi país sin dar un grito?”.

Cómo no gritar ante una brecha tan injusta, que provoca rebelión. El grito expresa la rabia, como el llanto la tristeza. El grito es un reclamo agónico, cuando la palabra, aun enfática, no es escuchada. Lo que la élite del poder no quiso ver la pandemia lo tornó audible. No solo ocurre acá: los médicos ingleses protestan frente a Downing Street repitiendo: “¡Boris Johnson, escuchanos gritar! ¡Paganos lo que se debe o andate!

Los de arriba están otra vez descolocados ante la debacle. Las clases populares atraviesan momentos dramáticos, manipuladas por mafias y apenas contenidas por subsidios y movimientos sociales desbordados. Las clases medias, aunque no puedan hacerlo, sueñan con irse. Las desilusiona el país, escapan del peso, no logran vencer la frustración. Y muchos de los más acomodados huyen a Uruguay.

La cuarentena que ya no existe acaba de extenderse. El anuncio, a través de un video, fue breve y despersonalizado, mientras que hace poco era un acontecimiento presidido por la más alta autoridad, que suscitaba la atención de la sociedad y otorgaba confianza.

La sustracción del liderazgo lleva fatalmente al desamparo. En el peor momento, cuando pareciera que las palabras empiezan a terminarse.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.