Somos los mejores del mundo. Cuántas veces escuchamos esta frase, cuántas veces nos aferramos a ella como a un talismán. Y cuántas la repetimos con sorna en la hora de la desilusión, evocando la impostura de una sociedad que se niega a aceptar la verdad. Que elude la certeza lacerante de su incapacidad. Un país que nos engaña porque necesitamos dejarnos engañar.
Observando la evolución de la pandemia, una testigo sagaz reflexionaba, entre dolida e irónica, acerca de una costumbre que nos retrata: con el coronavirus nos está sucediendo lo mismo que con las Malvinas y los mundiales de fútbol. Al principio humillamos a los ingleses y los desafiamos: que vengan, los estamos esperando, gritamos con la convicción del vencedor. En los últimos Mundiales, ante una jugada genial de Messi, estábamos seguros de que nos alzaríamos con la copa. Tenemos al mejor del mundo, no pueden ganarnos.
Hasta que nos topamos con la triste realidad. Con el Covid, como con las Malvinas, descubrirla es enfrentarse con la tragedia y el bochorno. La Argentina, que había empezado con pocos contagiados y muertos, y se jactaba de estar entre las mejores naciones del mundo, entró ahora en el top ten de las que más contagiados tienen y está entre las veinte con mayor cantidad de fallecidos, que la próxima semana alcanzarán los 10 mil. La progresión de defunciones es impresionante: desde el primer día del invierno se multiplicaron por diez, y de seguir duplicándose cada veinte días llegarían a valores espantosos a fin de año.
Este año tendremos el mismo PBI per cápita que en 1974 y multiplicamos varias veces la pobreza
Pero la debacle no termina allí. Es angustiante comprobar las condiciones de trabajo del personal sanitario. La Sociedad Argentina de Terapia Intensiva las describe en estos términos: “Los trabajadores de terapia intensiva no pueden multiplicarse. Ya éramos pocos antes de la pandemia y hoy nos encontramos al límite de nuestras fuerzas, raleados por la enfermedad, exhaustos por el trabajo continuo e intenso, atendiendo cada vez más pacientes”. Y revelan: “Ganamos sueldos increíblemente bajos que dejan estupefactos a quienes escuchan cuál es nuestro salario”. Concluyen con desesperación: “No podemos más, nos están dejando solos”.
Ante esta desolación, ¿qué quedó del orgullo nacional de los primeros días, de aquellas comparaciones que nos ponían en un lugar privilegiado? Poco y nada. Así como nunca tuvimos menos pobres que Alemania, tampoco tendremos menos muertos que Suecia, al que nuestros gobernantes subestimaron. Ni menos contagiados que Chile, al que ningunearon. Eso no significa sin embargo que todo haya sido una parodia. No puede atribuirse mala intención al Gobierno y los expertos, pero sí mal cálculo. Algo falló. Comenzamos al modo argentino, siendo los mejores. Estamos terminando mal. ¿Perderemos otra vez la guerra?
Hagamos un rodeo. En la célebre canción La argentinidad al palo, La Bersuit proclama que la Argentina es un lugar santo y profano a la vez. No constituye una originalidad: es la versión vernácula de la Iglesia “santa y pecadora” de San Ambrosio. Lo que sí es novedoso es el estribillo: “al palo”, una alegoría del pene erecto en lenguaje coloquial. Tenemos las mujeres más lindas del mundo, inventamos el dulce de leche y la birome; Gardel, el Che y Maradona, los number one, nos pertenecen, celebra la banda. Sin embargo, cuestiona: hay hambre en el granero del mundo, habitado por una manga de garcas y ladrones. Somos buenos y malos: esa “mixtura combustible” nos distingue, aunque siempre erguidos. Al palo, lejos de cualquier castración. Ambiguos, desconfiables, drogados por nuestra argentinidad. Qué nos vamos a contagiar.
Si confrontamos La argentinidad al palo con Cambalache, acaso advirtamos el tránsito desde una versión realista y depresiva de la Argentina a otra alucinada y prepotente. Discépolo abreva en El Eclesiastés, sumándole el toque taciturno del tango argentino. “¡Todo es igual!/ ¡Nada es mejor!/ Lo mismo un burro que un gran profesor”, escribe, evocando al sabio del libro sagrado, quien reconoce con escepticismo: “El que ha trabajado/ con sabiduría, con ciencia y eficacia, tiene que dejar su parte/ a otro que no hizo ningún esfuerzo”. No es la Biblia junto al calefón. Es la aceptación bíblica del calefón, esa metáfora criolla de la igualación hacia abajo.
Discépolo lo intuía: la falta de reconocimiento es la consecuencia del fracaso de la ley. Cuando ella se quiebra “no hay aplazaos ni escalafón”, desacoplándose el mérito del destino. Por eso abandonamos al personal de salud. Vale más Messi y su franela con el Barcelona que un trabajador de terapia intensiva. No obstante, aunque lo queramos ocultar, el mito de la argentinidad al palo cae al visitar un hospital. Tal vez convenga enmudecer, abandonar las comparaciones, deshacerse de los ídolos. Y asumir nuestra impotencia, aunque avergüence.
La argentinidad no está al palo. Apenas está al palito. El sentimiento patrio va encogiéndose. Si alguna vez soñamos con un nacionalismo fálico, deberemos reconocer el desfallecimiento. Este año tendremos el mismo PBI per cápita que en 1974, en las últimas décadas multiplicamos varias veces la pobreza, registramos una inflación record que destruyó la moneda. Seguimos soñando con dólares, que se evaporan de las manos. Nos aqueja la desdichada levedad de aquel personaje de un cuento que terminó disolviéndose en el aire.
Felizmente, muchos compatriotas no se reconocerán en este retrato sombrío y mitológico de la Argentina. Responderán que no tiene nada que ver con ellos, con sus esperanzas y desvelos. No formamos parte de ese país banal, se defenderán. Nos cuidamos de la plaga, somos solidarios con los que sufren, reconocemos a los médicos, deseamos que ellos y nosotros vivamos mejor.
Es cierto lo que sienten. Y son millones. Representan las voces femeninas y masculinas de una fuerza civil que no se deja doblegar. Que está sola y espera. Que protestará cada vez que las élites quieran abusarla. Es la porción de la sociedad que premia a los moderados y rechaza a los violentos. Será mejor escucharla a tiempo en lugar de buscar la impunidad al borde del abismo.
La pospandemia mostrará la insondable endeblez del país, que muchos no quisieron ver y ahora deberán atravesar. Quizá la reconstrucción dependa de un realismo del que huimos, creyendo que éramos los mejores. Por eso, no nos midamos más con los otros en un estúpido torneo machista. Pongámonos humildemente a trabajar. Tal vez superemos así nuestra indisimulable pequeñez.
*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.