OPINIóN
“Argentina, 1985” (I)

Una estética narrativa minimalista

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Repercusiones. “Me emocioné, aplaudí y recomiendo verla”, dice el autor de la columna. | shutterstock

En estos días, antes y después de ver la película, leí diversos comentarios, la mayoría de los cuales reducen el campo de posibles recepciones críticas a una elección excluyente entre las perspectivas de la política y las del arte. Por mi parte me interesa la superposición e imbricación de esas dimensiones; no su separación. Pongámonos en la situación de quien se propone narrar fílmicamente uno de los acontecimientos más significativos de nuestra historia reciente, indiscutible catalizador positivo de la recuperación y el afianzamiento de la democracia. No dejaría de sorprendernos ser pioneros, cuando ya pasaron casi cuarenta años de aquellos días. La historia oficial, por ejemplo, inició su filmación aun antes del fin de la dictadura y se estrenó en 1985, precisamente. Entonces, ¿cómo es que tardamos tanto?

Por otra parte, querríamos llegar al conjunto de los espectadores en su total diversidad: contarles la historia a quienes aún no habían nacido, a quienes la vivieron con distintos grados de lejanía o cercanía y a quienes la sufrieron en carne propia –incluso quizá a quienes fueron negacionistas, colaboradores o aun perpetradores de los horrores genocidas–. En otro sentido, aspiraríamos también a trascender la tan mentada grieta en estos tiempos, para que nadie se sienta excluido por razones de identificaciones políticas partidarias. Que hablen la historia y sus protagonistas; que ellos conmuevan, no nuestras propias gesticulaciones.

Y bien, creo que todo eso está logrado en Argentina, 1985 especialmente en virtud de su estética minimalista. No digo que a lo Ernest Hemingway o a lo Raymond Carver, pero en su realismo, su discreción y hasta en la recreación de una peculiar mezcla de ingenuidad e incredulidad en la mirada de los fiscales y su entorno familiar y judicial, hay un acertado minimalismo. Claro que estos aciertos comportan, por ellos mismos, el riesgo de algunas injusticias históricas a las que la película no logra sustraerse. Veamos. En la ficción, Luis Moreno Ocampo, Julio César Strassera y unos pocos funcionarios judiciales más, comparten una sensación de orfandad. Quizá así en efecto se sintieron y pensaron respecto de una buena parte de la familia judicial y sectores de la sociedad dentro y fuera del Estado. ¿Pero no debía mostrar la película que, a pesar de ese sentimiento y esas realidades, de ningún modo fue tan así? ¿Que, por el contrario, la mayor parte del pueblo argentino, al votar a Raúl Alfonsín, votó justamente por eso, porque se haga justicia?

Por otra parte, la total ausencia de referencia al trabajo de la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, creada desde la Presidencia) no cuenta como “lo que está bajo el iceberg, y sin embargo, se deja ver”. Aquí la omisión es un agujero en el iceberg. Recuerdo muy bien la Subsecretaría de Derechos Humanos, conducida por Eduardo Rabossi, quien había integrado la Comisión. Rabossi fue mi director de tesis y de beca en los comienzos de mi trabajo como investigador en filosofía, y para discutir mis informes o artículos no podía atenderme sino en sus oficinas, en medio de lo cual hablaba por teléfono con Antonio Tróccoli, ministro del cual dependía el organismo, o me echaba porque tenía que recibir a las Madres de Plaza de Mayo. (Incluso el papel de Tróccoli quizá fue adrede más ambiguo que como lo muestra la película, por razones políticas –una complejidad que aun una estética minimalista puede expresar–).

Que Alfonsín sea una voz detrás de una puerta que se cierra, en cambio, termino por pensar que es un acierto de ese minimalismo, pero ese gesto que dice tanto, no alcanza sin embargo, a denotar la decisión política de un gobierno que cumplió, hasta cierto punto, con uno de los compromisos más difíciles que había asumido en su contrato explícito con la ciudadanía; darle un lugar destacado en el relato no habría desplazado del primer plano al juicio y al trabajo de los fiscales.

Más allá de estos claroscuros seguramente opinables, me emocioné, aplaudí y recomiendo verla. Salí cantando Inconsciente colectivo de Charly García, canción con la que cierra la peli: una gran elección, porque todos sentimos que “el juicio a las juntas”, como suele describírselo, sintetizado y simbolizado en el Nunca más con el que finalizó su alegato Strassera, es parte de nuestro inconsciente colectivo. Es una libertad que siempre llevaremos con nosotros, como canta Charly, pero también sigue siendo esa canción que debemos cantar siempre una vez más.

*Ex senador, filósofo.