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Ficciones, mitos y verdades: en qué cree Jaime Duran Barba

El principal asesor del presidente Macri recuerda la importancia de su padre en su formación académica. Por qué dice que la verdad no existe

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Jíbaros, cabezas humanas y libros de cocina, algunos de los recuerdos de la niñez de Duran Barba. | Cedoc.

 #PeriodismoPuro es un nuevo formato de entrevistas exclusivas con el toque distintivo de Perfil. Mano a mano con las figuras políticas que marcan el rumbo de la actualidad argentina, Fontevecchia llega a fondo, desmenuzando argumentos y logrando exponer cómo piensan los mayores actores del plano del poder. Todas las semanas en perfil.com/PeriodismoPuro.


—Jaime, algunos lo acusan de acusan de jibarizar la política creando un método para ganar que tiene una lógica independientemente de la ideología, de las ideas; de hecho usted ha sido consultor de personas de derecha y de izquierda. ¿Tiene una respuesta para esas críticas?

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— No, yo no jibarizo. Lo que pasa es que soy agnóstico, no creo en ninguna religión. La religión de la izquierda, la Católica, la de la derecha, el Islam, son conjuntos de ficciones interesantes, pero yo puedo asesorar tanto a un candidato católico, a un islámico, a un derechista, como a un izquierdista, da lo mismo. Creen en principios, en mitos. Todos creemos en mitos. Yo también tengo mucho miedo de dormir en el piso 13 de un hotel, nunca acepto un cuarto ahí, aunque sea un agnóstico. Pero son mitos. Mitos.

— Ahora, usted en los años ’70, tenía convicciones ideológicas, quería cambiar el mundo. Y fue haciéndose agnóstico, no en un sentido religioso, sino en el sentido de que, como creo que le ha dicho a Mirtha Legrand en su programa respecto a la mentira…

Que no existe la verdad.

— Que no existe la verdad, y ella se escandalizó. Entonces, ¿se fue haciendo agnóstico de la verdad?

— No.

— ¿Cuándo estudiaba con los jesuitas era más creyente?

— No, nunca fui católico.

— Pero creyente, no me refiero a una religión, por ejemplo a que existe una verdad, creyente de algunas verdades.

—  Unas poquitas sí; siempre las tuve y las tengo, pero muy poquitas.

— Los diez mandamientos por ejemplo.

— No, no, no, ni siquiera eso. Los diez mandamientos, no, no, no. ¡Demasiado complicado! Mi padre me formó así, mi padre es el culpable de todo este lío. Cuando tenía seis años me regaló los primeros diez libros de la colección Cadete que se editaba en Buenos Aires, unos libros verdecitos muy lindos. Y me dijo: “Usted tiene que leer, aquí están sus libros, y acá está su escritorio”. Seis años, eh. Mi padre hablaba todos los idiomas del mundo y en esa biblioteca podías encontrar de todo, todos temas, las cosas más heterodoxas.

— ¿A qué se dedicaba su padre?

— Era empresario. Era de todo, hacendado; teníamos tierras en la altura ecuatoriana entonces eso me permitió vivir mucho con indígenas que tienen una cultura propia. Entiendo aceptablemente si dos personas hablan en quichua, tengo recuerdos hermosísimos con ellos. En noviembre comían un escarabajo que, en quichua, se llama Katsu, un bichito blanco que sale, lo capturan, les quitan las patitas, lo tuestan con un maíz que se llama chulpi y listo, se lo comían como el mejor manjar. Para los indígenas es delicioso, pero mi madre me vigilaba por si comía esa cosa asquerosa de indios. Pero yo salía disparado a comer con ellos Tiempo después mi padre compró dos haciendas en Amazonía, donde viven los jíbaros, que en realidad se llaman shuar. Con ellos compartí otra realidad, muy diferente: eran reducidores de cabezas. Otro mundo.

— ¿No les daba miedo?

— No, porque entendí rápidamente que tenían sus normas. No es que los jíbaros cortan la cabeza a cualquiera. Si alguien mata a tu hermano, tú estás habilitado para hacerle tzanzta al asesino, eso es legal. Si alguien infiltra una religión ajena, le cortan la cabeza. Era gente muy agradable, eh. He intimidado, he paseado, he pescado, he cazado y he comido con ellos.

—Esa experiencia, su padre lo exponía a propósito. Quería darle una mirada iconoclasta de la vida.

— Él me decía: “son distintas formas de ver la vida y está bien, hay que aprenderlas”.

—Son como los mapas.

—Así es, exactamente. Son como los mapas.

—Decía usted que no es epistémico, ¿eso le dejó también un sesgo esotérico?

— Sí, algo de la magia me interesó. En los años ‘60 hubo un momento en el que todo se mezcló. La revolución, el esoterismo, todo. Yo estaba más cercano al anarquismo y al freudismo marxista: David Cooper, Ronald Laing. Y acá estaba la revista “Marxismo, Psicoanálisis y Sexpol” que dirigía Marie Langer. La reivindicación de locura como instancia de crítica social que viene por la resurrección de la obra de Antonin Artaud, el Teatro de la crueldad, de la locura.

Y en medio de todo ese quilombo, se produce un  enorme crecimiento del esoterismo. Se publica el libro de Pauwels y Bergier, “El retorno de los brujos”, que produjo en mi generación un impacto descomunal. Todas estas experiencias me sirvieron muchísimo. Me dieron una enorme capacidad de comprender a cualquier idea o agrupación. A mí no me parece que los peronistas estén locos. No, es otra forma de ver el mundo, tan válida como la mía. Tengo que entender su lógica interna y es apasionante entenderla. La idea de que hay una verdad absoluta es para mí completamente absurda. No, no...