—En su libro “La identidad cultural no existe”, usted utiliza una palabra francesa que ocasionó un conflicto para su traductor al español, Pablo Cuartas, que es “écart”. Cuartas dice que le produce una cierta perplejidad esa idea de distancia y proximidad que encierra el término. Y agrega que intentó con la palabra “brecha”, entre otras, pero que no le convence. En la Argentina, la polarización es una patología de la política, como entre tantos países, que recibe ese nombre: brecha, grieta. ¿Se puede pasar de la brecha, de la grieta, al “écart”, una relación activa aun en la distancia? ¿Cómo se hace?
—Efectivamente, écart, de hecho, es una palabra francesa que no tiene equivalente ni en inglés ni en español. En este caso, casi diría que tiene un sentido opuesto a brecha o grieta. Se podría pensar que en la brecha hay algo que, frente a la diferencia, distingue y separa. Es una distancia que permite mirar, que mantiene al otro a la vista y se abre a la otra mirada. Es un espacio que muestra al otro distante. Es lo opuesto a la brecha. No es la separación lo que cuenta, es una distancia que se abre y se salta. Abre un espacio entre lo que está en tensión y permite entender lo que es productivo. En mi opinión, se trata de lo común promovido. Es cierto que es una palabra francesa. Pero hoy debemos estar atentos a los recursos que nos brindan los distintos idiomas. Las lenguas no terminan de superponerse unas sobre otras. Y por lo tanto, debido a que no se superponen completamente, se iluminan en ángulo, recíprocamente. La diversidad de los idiomas nos permite encontrarnos con nuevos recursos, nuevas respuestas. Hay sentidos que se preservan y otros permiten reflexionar ante términos concretos. Écart es uno de ellos.
—Sobre el “écart”, precisamente, usted escribió que “en el ‘écart’, en cambio, los dos términos separados permanecen en tensión el uno por el otro, ‘por’ siempre activo, midiéndose el uno al otro sin cesar, ‘colgados’ el uno del otro: descubriéndose siempre en el otro, explorándose y pensándose a través de él”. ¿Es un método que puede servir para establecer una política?
—Creo que sí. Es un concepto que tiene vocación política. Lo utilizo frente a la idea de diferencia, que es común y globalizada en su uso. La diferencia ordena, define, hace caer a lo otro, una vez establecida como tal. Es un concepto separador y que se vuelve excluyente. No debemos pensar en términos de diferencias. Es lo que se expresa en la expresión inglesa between”. Podemos promover o común, pero un común como expresión, como nombre de semejanza, de asimilación. El espacio abierto por el écart es un común productivo que abre nuevos sentidos, que se invaden productivamente. Por tanto, creo que écart es, de hecho, un concepto político. Las culturas están separadas en algún sentido unas de otras. Como filósofo sinólogo, exploro ese espacio abierto, esa distancia productiva entre la danza, la lengua china y las europeas, y no para encerrarlas en burbujas. Lo hago para no aislarlas. Al contrario, intento ponerlas frente a frente, en tensión, hacer que se miren una a la otra. Que en esta mirada no recíproca que es el écart, lo común pueda promover esa apertura inquieta, tensa. Por tanto, es un concepto definitivamente político.
“Hay un punto en el que la extrema derecha y cierta extrema izquierda se unen.”
—También escribió que “Es cierto que no sabemos pensar el ‘entre’. Pues el ‘entre’ no es el ‘ser’. ¿Se puede salir del ser al encuentro del entre sin una ‘voluntad’”? ¿Hay una manera de hacerlo a través de la inteligencia o más aún desde la razón?
—El concepto de écart nos abre a la idea del entre, el between. Ahí tenemos una palabra que se puede usar fácilmente, porque nos sugiere una connotación diferente a la de entrar. Pensar en el otro, precisamente, implica salir de esa idea del ser. La determinación que aísla para pensar. No tiene por qué tratarse de una guarida. No se trata de ir en búsqueda de lo mismo sino de abrir posibilidades, de dejar pasar. Abrir un lugar en la guarida, un pasaje, nos permite comunicarnos. Abre las posibilidades. Tenemos una vocación por la producción de orden. Pensar en René Descartes es una asociación posible. Abrirse al otro es un camino diferente, que puede aparecer como un imposible. Cabe preguntarse si es necesaria una voluntad en todo esto. Estamos acostumbrados, en el contexto europeo, a pensar en términos de comprensión y voluntad. Pienso, diseño y quiero. Siempre desde la iniciativa de un sujeto conquistador, que quiere e impone. Y me pregunto si no debemos corrernos también un poco de esta concepción para pensar mucho más en términos de la viabilidad del proceso, de quienes lo operan, que de voluntad. Allí, mi punto no va contra la voluntad, sino contra el valor mítico de la voluntad. Partir de la idea de un sujeto que desea y a partir de ese deseo se inviste lo real. Es una mitología que finalmente puede resultar virtuosa. Una mitología del yo, de un sujeto menos sujeto. Pero esto debe compensarse con una nueva dimensión operacional. Salir de la guarida, como un camino también necesario.
—¿La identidad cultural necesariamente lleva a la antiglobalización? ¿Donald Trump es la única alternativa? ¿Hay algo en la idea de identidad cultural que une a Marine Le Pen con Jean-Luc Mélenchon?
—Dejemos de lado a Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, que no son mis políticos favoritos. Pero hay una cuestión política fundamental en la que pensar, la cuestión política en el sentido propio, lo común. No es la identidad cultural lo que se produce a partir del común. No nace de la separación ni de la exclusión. Hay un punto en el que la extrema derecha y la extrema izquierda se unen. La pregunta hoy es, como siempre, si la política encuentra cómo producir lo común. Y no es con la identidad cultural que se produce. Es a la inversa: hay separación, exclusión o perversión de lo común, lo que llamamos comunitarismo. Se pervierte lo común intensivo. Porque, ¿qué es lo común? Es compartir. Pero, ¿qué compartir? Se revierte cuando de lo que se trata es de un regreso a lo exclusivamente francés. Y allí se pasa del común, del compartir, a la exclusión de otros que no participan de eso que se comparte. Y eso es comunitarismo. Esto es lo que amenaza al mundo de hoy. Y el comunitarismo vuelve a reinvidicar la identidad cultural. No solo debemos criticar la identidad cultural. Debemos denunciarla. Se trata de una idea mítica, porque no hay identidad cultural posible. Además, es políticamente desastrosa porque lleva a la exclusión. Por eso propongo un cambio de terminología: hablar de écart, hablar de recursos como el lenguaje para pensar las condiciones de producción de un común político.
—¿Cómo definiría lo inaudito?
—Lo inaudito, sí. Me importa porque es una idea un poco travesti, poco entendida en el pensamiento común. Se utiliza como si lo inaudito fuera lo extraordinario, lo raro, lo insólito. Sin embargo, no. No, participa de otro mundo conceptual, que no es el que habitualmente se comprende. No es lo extraordinario ni lo bizarro, ni lo raro, ni lo insólito. Para llegar a lo inaudito hay que salirse del marco de la comprensión habitual, de la percepción y del entendimiento. Hay que ir hacia lo inaudito que está en lo común. Pero para ello hay que ir más allá de los marcos formados por nuestra experiencia. Debemos desbordarlos. Eso es lo importante. Tenemos que escuchar lo inaudito porque nuestra inteligencia, nuestra percepción, nuestro entendimiento se cierra, se pliega, se congela, se fija en marcos constituidos. Ya no escuchamos lo que puede ser lo más importante. Debemos empujar hacia el final extremo, incluso hasta el límite de nuestra experiencia. Desterrarnos, ir hacia lo inusual, que quizá sea el espacio más común. Es lo que dice Friedrich Nietzsche: que las cosas comunes son las que nos resultan inauditas. A menudo, lo más común es lo que menos se conoce. Pero es un común al que no se puede acceder porque hemos encogido y congelado los marcos de nuestra escucha, nuestra capacidad de comprender. A eso se accede más allá de los marcos habituales de la comprensión.
—Salió desde Grecia y llegó a China para volver a Europa. ¿Qué encontró en ese camino?
—Empecé con el idioma y el pensamiento griegos. Partí de los estudios clásicos. Los europeos solemos decir que somos herederos de los griegos. La pregunta es, era, qué sabemos realmente de la tradición griega. Me dije a mí mismo que la clave estaba en salir de ese lugar y encontrar respuestas. Cuando era un joven filósofo, existía una discusión sobre el atavismo de la filosofía, su actuar como si poseyera toda la verdad. Para entender el porqué, es que tomé la decisión estratégica, un poco por seducción, de ir hacia China. Fue una decisión estratégica de correrme del pensamiento europeo, a partir de encontrar un lugar exterior. Ese lugar exterior fue China. Así pude salir de la historia europea. No se puede ir al mundo árabe, que está vinculado a la historia europea. Tampoco podía apelar al sánscrito, ya que los idiomas indoeuropeos conectan al sánscrito con el griego y el latín. Entonces, si quería salir del idioma europeo y la historia europea y enfocarme en una civilización de otra época, como los griegos, diría que solo existe China. China estaba por tanto fuera, en el lugar en el que se desbordaba el pensamiento europeo. Y así experimentar esta situación extraña, confusa, donde perdemos nuestras referencias, perdemos nuestra obviedad y nos encontramos con un otro lado del pensamiento, un otro lado del lenguaje. Vivir ese cambio para luego regresar y no al mismo tiempo, al mismo tiempo que me alejo de todo en China, cambiar mi pensamiento en China. Volver al pensamiento europeo para verlo y observarlo de otra forma. Salir de lo obvio que implica no cuestionar la razón natural. Entenderla como si fuera una evidencia. Pasar por China implica romper prejuicios, cuestionar lo que no pensamos cuestionar y encontrarnos con ese punto en el que es posible encontrar una nueva unión. Reinterrogarse sobre algunas cuestiones y partir de un punto nuevo. Es la estrategia de llevar el pensamiento a la inversa del pensamiento corriente, a un lugar diferente del habitual. Mi paso por China fue para acceder a lo impensable de nuestro pensamiento, a lo que no estaba pensado, y hacer un recorrido inverso por las formas habituales de lo que pensamos. Y encontrar esa evidencia en el mundo chino.
—Usted habla de tres conceptos clave: lo universal, lo uniforme y lo común. ¿Qué describen de lo humano?
—Lo primero sería distinguir a los tres. Entre universal, uniforme y común. Los tres suelen utilizarse como “universal” en el lenguaje habitual. Por un lado está lo universal en sentido fuerte. También se dice en sentido débil. Hemos desarrollado en Europa, desde las matemáticas, desde la lógica, ese sentido fuerte de lo universal que ya no es empírico. Un universo apriorístico. La cuestión es cuando este universal fuerte se mueve desde su dominio precisamente lógico y matemático hacia la experiencia humana. Si lo hace de forma universal. En cambio, lo uniforme es otro concepto. Prima ese “uno” implícito en el “uni/forme”. Es lo que es de la misma manera, aunque uniforme no implica que es universal. Tiene sentido reflexionarlo hoy, en el contexto de la globalización, de la mercantilización, en el de un mercado único universal. Lo universal está habitado por la necesidad. Es el resultado de un proceso lógico. Lo uniforme no deviene de la lógica, sino más bien de la economía. Es un concepto que alude a una forma de producción, que es el estándar. Es un estereotipo que se repite en todas las formas. No es el resultado de la aplicación del rigor, entendido como un absoluto. Es lo que se produce igual en todas partes, manteniendo precisamente su uniformidad, como los hoteles, por ejemplo. Al responder al estereotipo, todo se estandariza, todo responde a ese esquema. Por la globalización, exigimos las mismas cosas en Buenos Aires o en París, los mismos productos comerciales, las mismas marcas; incluso los mismos libros, que invaden todo. Tan pronto como lo uniforme se hace a escala mundial, nos sentimos tentados de tomarlo por lo universal. Pensamos que cuenta con la legitimidad de la necesidad lógica de lo universal. Pero no es más que una repetición, sin la legitimidad de lo universal. Lo común, en cambio, es un concepto político. Lo universal participa de la lógica; lo uniforme, de la producción económica. Aquí estamos en otro territorio. Tiene una posible dimensión lógica, a partir del gran despliegue que le otorgan los griegos. La política es el pensamiento de lo común, como decía Aristóteles. Lo afirmó al inicio de la política: lo común de la pareja, de la familia, de la ciudad. Somos un sujeto que evolucionará a partir de diferentes escalas de lo común. Lo común de una pareja como tal, la familia, la ciudad, lo común del país, lo común entre los europeos, lo latino que está entre franceses y argentinos. Y luego lo común de los seres humanos y, más allá, lo común de los seres vivos. Estamos dejando de definirnos según esas primeras escalas de lo común. Ese común que, por una parte, se da por nacimiento, la familia o la nación, como parte de un compromiso de diferenciación, una noción. Y la cuestión hoy, me parece, es pensar en un común abierto políticamente. Evitar caer en el comunitarismo, que es lo contrario de lo común. Es la pérdida de lo común, su alienación. Pensar un horizonte compartible. En última instancia, ese horizonte se parte. Si este horizonte de compartir se invierte, contiene exclusión, excluye a quienes no tienen acceso a este compartir, se convierte en comunitarismo. La pregunta es cómo se mantiene abierto un campo común. Y aquí volvemos a lo dicho sobre lo universal, ya no como requisito. Pero sí como una opción de repensarnos frente al fatalismo de antaño. De esa manera, sí puede ser una idea que sirva.
“El comunitarismo es una amenaza constante en el mundo de hoy.”
—Sobre lo universal en sentido fuerte, usted escribió que “los griegos fundaron la posibilidad de la ciencia; a partir de ella, la Europa clásica, trasladándolo de las matemáticas a la física (Newton), concibió las ‘leyes universales de la naturaleza’ con el éxito que ya conocemos”. ¿Hay un saber que no sea universal? ¿Lo íntimo, de lo que usted también habló, es un saber de alguna manera “no universal”?
—En la tradición clásica europea, más bien desde el modernismo, lo que habitó es la reflexión central que pasa por el prestigio de lo universal en sentido fuerte y no de lo empírico. La preguna que cabría hacer es si puede este universal, que funcionó tan bien en las matemáticas y pasó a la física, lo universal en la naturaleza, pasar de la física a la ética. Es lo que hizo Immanuel Kant. Intentó pensar la filosofía a la sombra de Isaac Newton, de transferir la física newtoniana como si fuera universal. Obrar según la necesidad y lo universal. Es la famosa máxima que da pie a la moral kantiana. Pero no es algo obvio, no va de suyo. Es posible comprender las razones de Kant. Pero también entendemos la revuelta que desató este universo proyectado, especialmente en el siglo XIX, por ejemplo, en David Ricardo, y todos los que reclamaron los derechos del individuo o del singular. Prefiero hablar más de singularidad que de individuo. Lo individual no se esconde bajo lo universal. Es lo que nos enseña el arte. La literatura, un poema, una novela, evocan lo singular, una singularidad que no busca su forma en la universalidad. Debemos pensar la exigencia de lo universal. Es necesario para mantener abierta la idea de lo común. No todo se somete a lo universal, no recae en la universalidad de la forma. Debemos repensar lo universal en su exigencia. Es una necesidad para mantener abierto el común. No todo se somete. En la relación entre lo singular y lo universal aparece lo íntimo. Lo íntimo es la relación entre lo interior y el exterior más interior. Pero creo que debe entenderse efectivamente del lado de lo singular, lo singular del sujeto. Hoy se presenta una revuelta de lo singular contra lo universal. En el pensamiento de hoy, hay comprender cómo articular los dos. Mantener la exigencia universal, especialmente a nivel político, teniendo esto en cuenta. La exigencia de lo singular, pero con significación propia. En esa tensión, la literatura fue el gran vector de la modernidad.
—En el mismo libro citado usted se pregunta: “¿Habría que reivindicar, en el ámbito de la moral, en el retiro (secreto) de la experiencia interior, el derecho a pensar en oposición a lo universal: lo individual o lo singular (tal como Nietzsche o Kierkegaard lo hicieron)?”. ¿Cómo contesta esa pregunta?
—Que no se debe pensar lo singular y lo universal de esa manera. No ponerlos en una relación de oposición o de exclusión. Se trata de pensar en un sentido de articulación entre ambos. Hay una dialéctica. Y algo más: existe una atención productiva entre uno y otro, entre lo singular y lo universal. Cabe pensar cómo los dos se articulan. Nos inquieta lo singular. Pero lo universal permanece. Y también en el universalismo, lo singular no debe permancer aislado. Permancece inquietado, preocupado, trabajado por lo universal. Y viceversa. Es una relación de a dos. Cada uno de los términos debe ser habitado y trabajado por el otro. Esto es lo que permite conjuntamente el establecimiento de lo común. Porque lo común es rico en contenido singular. No es una idea abstracta. Hay lo singular que funciona y, al mismo tiempo, hay una exigencia de universalidad en marcha que está en la obra. Y es en ese vínculo entre ambos que es posible producir el espacio de lo común.
—En relación con lo común, usted vincula el término a la idea griega clásica de “polis”. Otro de los entrevistados de esta serie, Jean-Luc Nancy, habla de “lo singular plural”. ¿Son ideas afines? ¿Hay un comunismo ontológico, diferente del que pensó Karl Marx y que recobra su fuerza ante el fracaso de la experiencia neoliberal?
—Me quedaría finalmente con la idea de singular universal. La idea de pensar al hombre como lo singular plural no me parece mal. Sin embargo, me gustaría mantener el choque de ambos términos. Me parece algo que puede resultar productivo. Como cuando chocan dos piedras sílex entre sí y producen chispas. Para que los dos términos se abran el uno al otro y funcionen entre sí, y que en algún sentido uno trabaje para el otro. Intercambiar y compatir son esferas de lo común. Y es lo que lo convierte en político. Cabe pensar así la polis griega. Hay un rol de la comunidad de las mujeres y los niños en la ciudad. Pero hay que remarcar que en Platón puede encontrarse un bosquejo del comunismo. Pero en esa observación de Platón hay que remarcar que existe una cosa sola que no puede ser común, que es nuestro cuerpo. En nuestro cuerpo habitamos nuestra propia singularidad. Cada uno está en su cuerpo, en la singularidad de su cuerpo. No hay compartir a nivel de los cuerpos. Si estoy enfermo, es mi enfermedad. Y la pandemia no se trata de compartir. Debemos pensar lo común en esta capacidad de compartir. Y debemos hacernos algunas de las preguntas que formuló Platón acerca de cómo compartir los bienes. Pero el comunismo, tal como entró en la historia en el siglo XIX, es algo más. Algo más, porque se convierte en un sistema político de coacción, de restricciones. Es lo que implicó en lo real la dictadura del proletariado, entre otras cosas. Esto es lo que me parece que debería rechazarse. Es la idea de un común impuesto, de un común de dictadura, de un común de coacción. Creo que este no es el caso. Es el misterio que nos muestra el siglo XX. No es común, es la asimilación de fuerza, es la semejanza impuesta. Es que todos deben ser iguales para estar dentro de los estándares. Consiste en la pérdida de la singularidad. Eso es lo común del comunismo en el sentido político moderno del término. No es el espacio de lo común, sino una dictadura. Se constituye una uniformidad que menosprecia lo singular, las vivencias, las personas.
—En relación con lo universal, en su libro se pregunta: “¿O será necesario emprender una selección en el legado histórico de lo universal y redefinir lo que podría seguir dándole validez?”. ¿Cómo contestaría a esa pregunta?
—Tengo la sensación de que hoy tenemos que pensar lo común como un universal distinto. El universal que está obsoleto, que está muerto, es el universalismo. Es el universal del que supone que puede llegar a comprender todo, a ser un todo. Que contiene todo. Como europeo, creo que fue un gran error del pensamiento de nuestro contienente en tal pensamiento universalista. Imponerles a los lectores de todo el mundo, incluidos los de otras culturas. Todo entraría dentro de ese universal impuesto. Ese centrismo destruye toda diversidad, incluso la de uno mismo. Hay que pensar lo universal contra el universalismo. No hay que caer en pensar que esa verdad es el todo. Hemos tenido dos siglos en Francia de sufragio “universal” sin mujeres. ¡Universal! Hoy tenemos una doble exigencia: estar siempre abiertos a un universal que comprende lo común, que lo mantiene abierto y, al mismo tiempo, sospechar de ello, no cerrar la puerta de la inquietud. Que no se repliegue lo universal en el universalismo, que no se retire. Es lo que empezó con Immanuel Kant. Al final de la Crítica de la razón pura habla del “universal constitutivo”, al que llama “regulador”. Creo que ahí hay una cuestión política tras este regulador universal como eje de la pregunta investigativa. Ese estatuto de la idea impactante que, por tanto, es universal, nunca queda satisfecho. Nunca se cumple, nunca se alcanza. Pero nos invita a permanecer en búsqueda. Esa búsqueda es una virtud universal
—En el libro “Cinco meditaciones sobre la belleza”, François Cheng describe lo siguiente: “Podríamos imaginar un universo que solo fuera ‘verdadero’ sin que lo rozara siquiera la menor idea de belleza. Sería un universo únicamente funcional en el que se desarrollarían elementos indiferenciados, uniformes, que se moverían de manera absolutamente intercambiable. Estaríamos ante un orden de ‘robots’ y no ante el de la vida. De hecho, el campo de concentración del siglo XX nos proporciona una terrible imagen de ello”. ¿China resuelve el problema de lo universal a través de la belleza?
—Me gustaría ser elocuente sobre esta cuestión. En primer lugar, porque no creo que el libro de François Cheng sea un texto filosófico. Como chino francés, presenta una fluidez entre ambos idiomas. Pero creo que no es un libro de filosofía en absoluto y que se refiere a un pensamiento en algún sentido pequeño, en algún sentido reducido. ¿Quién dijo que verdad y belleza se oponen a la clásica impresión europea de todos modos? No es una cuestión tan simple. Es una oposición un poco burda colocar la verdad por un lado y la belleza por el otro. Tampoco pensar como si fuera necesario compensar la verdad por la belleza. No creo en eso. Se trata de pensar en profundidad y no con eslóganes. La pregunta por lo universal en China es muy difícil. Del lado europeo, lo universal es la lógica y las matemáticas, el pensamiento formal. En China se ha desarrollado poco el pensamiento. No afirmo que no lo haya habido. Se desarrolló poco. Y de una manera que no sé si podría definirse exactamente como universal. Pero no oculto mis reservas con respecto a su pregunta. Habría que examinar la cuestión más de cerca, evitando los eslóganes. Estamos frente a una reflexión sobre la belleza propiamente dicha en China, sobre la cuestión literaria y pictórica en China.
“No solo debemos criticar la identidad cultural, debemos denunciarla.”
—¿La sinología ayuda a explicar a la China actual? ¿Ayuda a explicar la hegemonía en un mundo globalizado?
—Es una reflexión sobre el alcance del lenguaje de la historia, basada en el conocimiento y los textos, el saber y la cultura china. Creo que sí, hoy es útil para comprender el presente y entenderlo. Comprenderlo dentro de sus propias tensiones, incluso en su vocación o perspectiva de dominación o hegemonía. Pero, dicho esto, la comprensión es partir de la historia. Está en la historia. Hay que evitar las generalizaciones abusivas, que existen. Algo que Europa había ignorado y que está reapareciendo hoy es que hasta el siglo XIV o XV, China estaba tan, si no más, técnicamente desarrollada que Europa. En ese gran continente que son Europa y Asia, en China había avances tecnólogicos, cuestiones que tienen reflejos políticos y sociales. Lo que sucede es que en el siglo XVII Europa inventa una ciencia nueva, a partir de la física clásica, a partir de los desarrollos previos, que comienzan con Francis Bacon. El mundo de Galileo Galilei, de René Descartes, de Isaac Newton, que llevó a establecer sus leyes universales. Ni China ni India dieron ese pasado. Solía preguntarme sobre el porqué de esa situación. A partir de ese conocimiento es que Europa extrajo su poder, que luego se difundió por todo el mundo. Hoy sabemos que ese saber se resume en pocas palabras, en pocos conceptos. Es precisamente esta idea del modelo universal de las matemáticas y la ulterior modelización de otro pensamiento físico mediante el modelo matemático. Ese nuevo arte que condujo al nuevo parlamento europeo. La pequeña Europa que iría a cambiar la naturaleza, que cambiaría el mundo que estaba ahí. Se produce una suerte de desfasaje total de la cultura europea en relación con las demás. Debemos pensar las cosas en su decurso histórico, porque hubo este tipo de impulso europeo desde el siglo XVI al XVII, que le dio su poder sobre el mundo del siglo XIX. En ese lapso, Europa se extendió por todo el mundo, terminó de extenderse por todo el mundo, incluida China. Fue una Europa colonizadora. Luego, la ciencia europea se aplica en todo el mundo. Nos enfrentamos a un cambio de poder con el ascenso de China hacia la hegemonía. China e India marchan hacia la hegemonía, pero experimentarán dificultades. De manera general, el imperialismo nunca perdura en la historia, que está en continua reconfiguración. Estamos comenzando a presenciar la hegemonía china, y China irá hasta el final sin piedad. Pero no será lo último. Un poder nunca es el último. Nunca hay una última palabra en la historia. Una hegemonía al mismo tiempo, que impone allí un totalitarismo y un autoritarismo, incluso un totalitarismo que se resquebraja. Vemos una China hoy poniendo todo bajo un gran timonel que es Xi Jinping. Funciona, sí. Pero es un funcionamiento forzado. Todo está en transformación y en traslación: el mundo latino, argentino, europeo, latino. China también. Seguramente arribará a la verdadera hegemonía y obtendrá el mayor beneficio de ella. Pero esta hegemonía está llamada a romperse y a reconfigurarse.
—En un reciente reportaje de esta misma serie, el escritor español Arturo Pérez-Reverte decía que la pandemia pone en cuestión nuestra idea de Occidente. Con pesimismo, mencionaba que había una cultura, una civilización, que tendía a desaparecer, seguramente en los próximos trescientos años. Afirmaba que en Oriente, por ejemplo, no hay una idea de lo individual, de individuo. ¿Comparte esa mirada?
—Es demasiado fácil asustarse. Hay una tendencia periodística y mediática que hace que sea fácil asustarte. La historia no muestra el fin de Occidente. Son cuestiones que están en tensión, elaborándose. Los triunfos en la historia son temporarios. En ese contexto, la pandemia y el covid-19 no son cuestiones olvidadas por China. Ignoró el virus durante meses, en nombre del orden establecido. Cuidó particularmente la comunicación con el extranjero. Los aviones que salían de Wuhan exportaron de alguna manera el virus. Se fortalecieron los controles en el orden interno, el control de lo digital. No buscó desestabilizar el mundo a través de la pandemia, ya que allí no tiene medios de coacción y coerción. La cuestión fronteriza es compleja en China, nadie entra allí como si nada. Tomemos el ejemplo de Taiwán. Manejó muy bien la pandemia. Pero también es una isla. Sus tradiciones de orden e higiene son estrictas. Lo mismo ocurre con Corea. Europa, en cambio, es un continente de paso, de traslados continuos, de inmigración. Las fronteras no son herméticas. La propagación del virus no es un tema de estilo de vida. China realiza esos controles desde hace diez años hasta hoy. De hecho, hay un crecimiento imperial de China, pero también de India, de Turquía y de otras regiones. Europa está en retirada, no en declive. La pregunta que se le plantea al continente es si esta retirada puede darnos la oportunidad de reactivar los recursos europeos y occidentales en general. Hablar de Occidente me parece que es un mal término. No sabemos exactamente qué es. Europa, sí. Tiene una historia. Referirse a Occidente es una cuestión más ideológica. Están la latinidad y sus idiomas, como el francés o el castellano. Pero Occidente implica una cierta ideología que no se corresponde con la historia, que está en continua elaboración. Hay un renacer de ciertos imperios. Y hay un retraimiento de Europa y de lo que constituye la latinidad europea. La prensa tiene el rol de escribir la página de la historia que sigue. Yo pienso que todos los imperios de alguna manera están decayendo. Si no colapsan, se resquebrajan. No hay un orden establecido permanente. No hay situaciones que se impongan eternamente. Esta visión de decadencia, de colapso, es un término periodístico fácil.
“Una cuestión política fundamental es pensar lo común entre las culturas.”
—¿Cuánto de Confucio, Mencio o Lao Tsé hay en Mao? ¿Y en Xi Jinping? Y más allá, ¿cuánto de Confucio o Lao Tsé hay en Karl Marx?
—Mao tiene una cultura china clásica. Él mismo lo dice, Hay un vínculo con el pensamiento tradicional chino. Es alguien que tiene cierta formación literaria, pero que ha pasado por el marxismo. Xi Jinping, en cambio, no es un erudito. Es alguien que intenta mantener un poder autoritario y dictatorial. Es lo que intenta hacer. Las campañas anticorrupción demuestran que el poder chino está en conflicto. Se presenta como que todo está bien y como si él fuera el gran jefe, pero la realidad es mucho más fluida y contradictoria. Las luchas por el poder en China son intensas, pese a que se intente ocultarlas. En las luchas de poder ocultas, a diferencia de las abiertas, se pone en juego la vida. Se trabaja ante la restricción de la libertad. En Occidente tenemos menos control sobre la pandemia porque valoramos la libertad, la libertad de resistir. Somos rebeldes aún. Y es bastante bueno no estar sujetos a las restricciones. El control del tiempo nos hace perder esa virtud de nuestra singularidad. Sobre si hay contenido en Marx, la respuesta es que no me interesa. Creo que no deberíamos forzar las interpretaciones culturales sobre la obra de Karl Marx, ni sacarlas de contexto. Fue un gran pensador, aunque la dictadura del proletariado es una espantosa consecuencia. No hay que forzar las comparaciones para que un recurso cultural termine haciendo ir un pensamiento hacia un lado específico. No se trata de mezclas. Se debe pensar la diversidad de culturas. Pero no hacerlo de forma arbitraria.
—¿Cuál es el diálogo posible entre la filosofía de Mencio y la de Immanuel Kant?
—Escribí un librito sobre el tema. Es una cuestión que alude a la moralidad. Creo que en el pensamiento moral chino hay algo que se enfrenta para unirse al pensamiento moral de Kant. Hay un fondo que permite pensar. La cuestión base de la moralidad es la idea de que una moral que no lo es no descansa en una teología. Una moral cuya moraleja se desprende de la relación con el otro. Creo que hay puntos en común en este librito titulado Fundar la moral. Diálogo entre Mencio y un filósofo de la Ilustración. Tanto en Jean-Jacques Rousseau como en Kant puede pensarse el estatuto de la piedad y la razón. Mencio es un nombre latinizado en la época clásica, del siglo IV. Me parece que estableció un diálogo posible con el pensamiento kantiano.
—¿Cuál es la importancia y cuáles son sus diferencias con el libro “El choque de civilizaciones”, de Samuel P. Huntington?
—Encuentro que es un libro muy malo. O peor. El choque de civilizaciones es un libro que representa la mirada norteamericana sobre los problemas que carcomen a las culturas. En lo chino, en lo árabe, en lo francés, no hay un tema de identidad que lleve al crash, el choque civilizatorio. Creo que es un mal libro porque tiene un concepto equivocado. O más bien se queda con las nociones de diferencia cultural, identidad cultural y clasifica las culturas definiéndolas, mientras que una cultura es algo mucho más complejo. No termina de definir qué es la identidad cultural. ¿Cuál sería la identidad cultural francesa? ¿Las baguettes, las boinas? Es mucho más que eso. Es un mal libro que tuvo mucha difusión, porque para muchos resulta tranquilizador, reconfortante. Nos tranquiliza en vez de invitarnos a pensar en la diversidad de las culturas, que es el desafío del hoy. Se queda en una definición identitaria de lo cultural.
—Las lenguas, los idiomas, ¿pueden entenderse desde la biodiversidad? ¿Existe algo así como una ecología de los idiomas que permite que unos se enriquezcan con otros?
—La palabra no es del todo precisa, pero la idea está ahí. No sé si es precisamente una ecología. Porque hay lenguas que se desarrollaron sin relación entre sí, como el chino y las lenguas europeas. No sería un ejemplo el chino. No sería bueno pensarlo en términos de un pensamiento único. Es un descubrimiento de Nietzsche. René Descartes pensó el francés como un idioma del Estado, un idioma único. Gracias a Friedrich Nietzsche nos dimos cuenta de que pensamos en varios idiomas. Cuando pensamos activamos los recursos de tal o cual lenguaje singular. Hay un nivel de diversidad lingüística en todo ello. Es el recurso mismo del pensamiento, de hecho. Esta diversidad de lenguajes también permite pensar. Personalmente, en mi trabajo, he intentado explotar los recursos de la lengua china con respecto a los recursos de las lenguas europeas. La traducción es una operación fundamental. No se trata de algo secundario. En la traducción aparece la obra del otro. La traducción se ubica en ese écart para poner en relación la distancia lingüística, explora en los recursos. Creo que una tarea de lo actual es desbloquear ese rol. Porque estamos amenazados por una estandarización de idiomas que nos lleva a un idioma global, una especie de lengua estándar uniforme. Ya no se trata de un lenguaje activo, sino de una forma de la uniformidad. Ese idioma globalizado como un lenguaje de pensamiento uniforme, dominante, estandarizador, que empuja hacia abajo. Debemos pensar en la diversidad de lenguajes en la relación singular a través de la traducción. El futuro es la traducción.
“Un país vive en la medida en que promueve lo común y la convivencia.”
—Dijo en una entrevista que “el pensamiento y el idioma europeo han considerado como una evidencia lo que nosotros llamamos en la época clásica la ‘luz natural’, en otras palabras, la razón”. ¿Ese idioma imaginario europeo es simbólicamente el griego antiguo?
—Europa tiene la suerte de tener varias fuentes de pensamiento. Sin duda está el griego. Pero también la revelación bíblica, la raíz hebraica. Europa se urdió en esta diversidad de idiomas, en particular la traducción de la Biblia. Por tanto, Europa es una cultura que sabe cómo trabajar en écart entre los idiomas y su traducción. Un europeo que escuchaba clásicamente a otros europeos cultos era alguien que sabía varios idiomas. Europa nunca dejó de traducirse. Traducir es un recurso esencial del pensar. Pero esa fuente no llega solo de Grecia. Hay fuentes grecohebraicas, tal como lo demuestra el pensamiento de Emmanuel Levinas, o el de Jacques Derrida. Es la fuente esencial desde donde nace y crece el pensamiento europeo. En el diálogo entre Atenas y Jerusalén; entre Abraham y Sócrates; entre la felicidad griega y la conciencia judía. También Grecia es una diversidad.
—¿Qué enseña la literatura, y el arte en general, a lo que no llegan la sociología o la filosofía?
—Primero, distinguiría claramente entre sociología y filosofía. Las dos no deben excluirse. Hay una suerte de triunfo de lo sociológico sobre lo filosófico. Y son dos ámbitos completamente distintos. El sociólogo trabaja en la investigación, en el análisis de datos, en la investigación de lo social. El filósofo es otra cosa. El filósofo está del lado de las ideas, como dirían los griegos. Por eso, deben pensarse ambas funciones y distinguirse entre ellas. Son dos profesiones la sociología y la filosofía. No debe dejarse que la filosofía sea cubierta por la sociología. Por otra parte, la pregunta que me formuló abre un universo inmenso. Hay algo nuevo en la filosofía. Desde hace un siglo, un siglo y medio, la filosofía entendió qué era. Que no era el único en el pensamiento. La literatura y la pintura suelen pensar que hay pensamientos antes que la filosofía. El arte moderno es la expresión de esa posibilidad. Hay un pensamiento que explota los recursos de la obra de Paul Cézanne para pensar en la relación entre lo visible y lo invisible y pensar lo aterrador. Piensa Charles Baudelaire, también Arthur Rimbaud, si tomo solo la cultura francesa. Los filósofos entendimos que había otras formas de pensamiento además del filosófico. Los artistas trabajan con el gesto. La pincelada guía a una filosofía que se realiza de madrugada. Es el búho de Minerva.
—Si un joven francés o argentino de este momento del siglo XXI decidiera estudiar una carrera humanística, ¿qué le sugeriría que aprenda? ¿Filosofía, filología, historia, sociología?
—Me caben las generales de la ley y me divierte la pregunta, porque soy filósofo. Debemos distinguir las diferencias entre las disciplinas. Pero diría que un joven no debería pasar velozmente por la filosofía. Es un concepto riguroso de aprendizaje, por concepción y por las preguntas que demanda. Busca el concepto. Piensa en lo útil. El concepto es su utilidad. El concepto es la herramienta que usa la filosofía para pensar. La filosofía es una formación necesaria. De todos modos, se debe prestar atención a la relación entre filología e historia, que usted mencionó. Hay una relación entre filología e historia. Entre lengua y filosofía. Es la relación entre conceptos. Hay un trabajo fructífero entre las dos. La historia es de alguna manera la expresión de una vox pópuli, una voz común hoy en día. También vivimos como si la sociología tuviera razón sobre lo real de nuestro tiempo. Es una percepción, una entrada. Sin duda cuenta con un rigor. Pero no debe estar por encima de la filosofía, ni lo que propone el juego de la filología, ni la historia.
—Dijo sobre el sentido de su filosofar: “La pregunta principal, para mí, es la siguiente: ¿cómo abrir una posibilidad de pensamiento? ¿Cómo nos comunicamos con un significado que posiblemente sería otro?” ¿Pensar es traducir?
—Empecé a responderle unas preguntas atrás. Sí sucede en la tradición europea, está claro. Diría que la filosofía nació realmente en Roma. En Grecia había filósofos. Ese pensamiento abandonó su primer idioma, el griego, y se tradujo al latín, a menudo torpe, a tientas en Cicerón o Lucrecio. La traducción es fundamental. E insisto en esto, la traducción no es de ninguna manera una cuestión secundaria. No es una sirvienta que llega tarde, no. La traducción es primera, originaria. Es precisamente en esta difícil pero fructífera situación en la que se sitúa ese espacio entre lenguas. Comienza con poner en juego recursos, diferentes idiomas. Encuentro totalmente falsa la idea del traductor traidor. O que la traducción oculta un primer significado original. No lo creo en absoluto. Aprendo mucho de mis traductores porque al traducir mis libros al español o al chino o al alemán me doy cuenta de que cuestionan lo que he dicho, lo pueden pensar de una manera más radical que yo. No pude hacerlo en mi propio idioma. Es un recurso principal la traducción. La traducción no se trata solo de poner una especie de uniforme lingüístico en beneficio de la comunicación. Se puso a prueba lo que se pensó en un idioma para reflejarse en otros, y desde ahí abrir algo nuevo. Pensando en la traducción. Creo que efectivamente, para mí, el pensamiento está no solo en las palabras, sino también en una relación visceral con la verdad, el cultivo de la verdad. Es algo aún más amplio que eso. La filosofía es hacer brotar una sucesión de écarts sucesivos. Platón busca el rostro de la verdad. Pero Aristóteles abre ahí ese écart del que hablamos. Y en esa distancia otorga un nuevo acceso a lo pensable. Abre un nuevo ciclo de pensamiento. La filosofía es una sucesión de esas derivaciones. Es una yuxtaposición de diferencias.
—¿Cómo es su propio vínculo con China?
—Como dije, llegué a China desde los griegos. En la propia París, una capital europea. Para mí fue una decisión intelectual estratégica. Se trató de no quedarme en la herencia europea. Mientras no esté por fuera de esta herencia, no tendría la experiencia de comprenderla. A través de China, sé más sobre lo que hemos heredado de los griegos en términos del ser, del logos, en términos de los bienes comunes. Ese fue mi camino. Salí desde Grecia para llegar a China y volver. Aunque ese regreso siempre se demora. Nunca terminamos de aprender y de leer sobre los chinos.
“En nuestro cuerpo habitamos nuestra propia singularidad.”
—¿Hay en Latinoamérica alguna cultura, en el sentido de una cosmovisión posible, que pueda compararse a la china? ¿Pueden los filósofos aprender de lo que llamamos pueblos originarios en el continente americano?
—Creo que sí, no sé lo suficiente, pero creo que hay mucho trabajo antropológico hecho en América Latina, en Argentina. También en Palestina, que tiene algo del mismo espíritu que lo que acabo de mencionar. Hay diversidad cultural con varios estratos. Especialmente a partir de contar con esta diversidad de culturas precolombinas latinoamericanas. Creo que es muy importante que América Latina, de hecho, explore las diversas posibilidades de estas culturas, las más antiguas, las más originales. La forma en que son visibles está ciertamente cubierta por la colonización cultural. Se sigue trabajando desde una posición colonial. Percibo una vocación antropológica en principio, más que filosófica. No se trata solo de textos, de discursos. Están estas culturas amerindias, que precedieron a la llegada y la colonización europea. Una diversidad que se expresa en la sucesión de lenguajes. Un gran recurso de gran conocimiento. De todos modos, no se trata de comparar con otras culturas. Yo no comparo. Lo que hago es filosofía. Comparar es pensar en términos de semejanza y diferencia. Algo que me parece estéril. Yo no comparo. Intento poner frente a frente.
—Sobre usted, Luis Roca Jusmet escribió: “El elogio de lo insípido se despliega para Jullien en todos los sentidos en China, está presente en todas las tradiciones. Su mérito es que no está limitado por ninguna determinación particular, se resiste a cualquier caracterización, permanece discreto. Es el ideal común de las diferentes artes (música, pintura y poesía) y tradiciones (taoísta, confucionista, budista). Lo hace en contra del juicio europeo que valora lo intenso, lo sabroso. La insipidez es sutil, muy difícil de apreciar, pero es como si en la cultura china hubiera un reconocimiento espontáneo de esta cualidad”. Uno de los síntomas que produce el coronavirus es la pérdida de la sensibilidad olfativa y gustativa. ¿Podremos aprender algo sobre eso si adquirimos una forma leve de la enfermedad?
—Me parece que la cuestión es un poco más compleja. En primer lugar, de hecho, traté el tema de la suavidad. Hay otras palabras que aluden a una cierta negatividad. Lo insípido puede ser negativo para los latinos, diría argentinos, franceses y europeos, que priorizamos el sabor. Es un elemento primero culinario, ritual, y luego entra en relación con la poesía y la pintura, con la música. Se trata de ir tras un sabor mínimo, minimal. Ese que está en un umbral. Es el sabor abierto, el sabor disponible, el sabor que no se determina si es salado, dulce, ácido o amargo. Los europeos pensamos en esos cuatro sabores. China nos enseña a pensar en otro recurso, el de la suavidad, que por lo tanto tiene un sabor que ya no excluye un sabor que solo es primario. Y eso abre un abanico de posibilidades: salirse de la determinación, que implica también pensar en exclusión. Así aparece aquella música que te hace escuchar el silencio. La poesía de soporte blando, donde no se tematiza, en la que el tema permanece abierto. También pinturas en las que el diseño también se diluye, que trata lo lejano como lo cercano, donde no se privilegia nada. Es una tradición que está en Lao Tsé, en el pensamiento de Confucio, y llega hasta el budismo. También aplica a otros territorios esa idea de la disponibilidad. Sobre el perder el gusto la filosofía debe abrirse a la experiencia. Pero la idea de “soso” no es un concepto en China. Se trata de pensar la suavidad. Me gustaría evitar hacer mezclas audaces.
—¿Cómo se vincula la mirada del psicoanálisis sobre el deseo humano con el no deseo del budismo? ¿Se puede analizar y aprender de la sabiduría oriental?
—Hay un diálogo posible. La práctica analítica podría reunirse, iluminarse. Di una conferencia en Buenos Aires precisamente sobre este tema. Buenos Aires es una ciudad con muchos analistas, muchos de ellos lacanianos. Hay posibles encuentros, posibles reflexiones. No estoy seguro de que la clave esté en el tema del deseo. El tema está en lo que llamo disponibilidad. Es lo esencial para el psicoanalista que ha pasado por el pensamiento de China. También podemos pensar en lo alusivo. En lo posible, en la viabilidad, hay un fructífero encuentro entre el pensamiento chino y la reflexión psicoanalítica. Pensar la cura es algo que puede vincular ambos pensamientos, un tema al que Sigmund Freud se aproximó. Ante la cura, Freud tiene una perspectiva más bien exploratoria, para volver a la idea europea de la causalidad luego. Creo que hay una posibilidad de encuentro fecundo entre las dos alternativas, entre ambos mundos conceptuales.
—Sobre el integrismo, especialmente el musulmán, usted dijo que “resulta que lo común cultural compartido en un país (Francia, pero también todos los demás), y que constituye a ese país, se fisura cada vez más, hasta romperse. Si no se organiza la defensa, llegará un día, quizá no muy lejano, en el que en Francia no podremos estudiar a Molière ni a Pascal por temor a ofender ciertas convicciones”. ¿Cómo sería esa defensa?
—Creo que un país vive en la medida en que promueve lo común y la convivencia. Que convivan su lenguaje y sus lenguajes. Pero en Francia vivimos una suerte de separatismo en el que no se comparte precisamente el francés. Por un lado, ya hablamos de lo que significa la identidad cultural y denuncié lo que me preocupa. Pero hay un espacio que tiende a destruir las condiciones y posibilidades. Al tiempo que denuncio la identidad cultural, reivindico la cultura como un espacio común de asimilación, como un primer punto común. Es eso que abre algo en el distanciamiento que propone el écart, algo distinto. Es lo que sucede con los poetas y escritores. Con Jean de La Fontaine o Arthur Rimbaud. En este contexto aparece la brecha del comunitarismo, ese fenómeno separatista. Como dije, el comunitarismo es lo contrario de lo común compartido. Convierte el horizonte del compartir en fronteras de exclusión. En ese contexto, ahoga el idioma francés. Hay que hablar claro: porque el francés es nuestro común cultural y político. Es algo que trasciende la cuestión del declive. Se trata de tener decisión y responsabilidad. Creo que tenemos la responsabilidad de promover esta comunidad cultural que establece la lucha política, Que tenemos la responsabilidad de oponernos y resistir. Cuando hay separatismos que se alejan de ese común que compartimos. Es lo común de la lengua. Y se considera que todas las personas que viven en Francia deban aprender el francés como lengua común.
“Superponer los distintos idiomas es un recurso para nuevas reflexiones.”
—Usted dijo: “No hay una identidad cultural francesa o europea sino recursos (franceses, europeos, y también de las otras culturas)”. ¿Cuál sería la diferencia entre recurso y patrimonio?
—Recursos alude a algo abierto. Es una fuente que vuelve, que puede utilizarse, mientras el patrimonio refiere a la herencia de lo paternal. Habla de un padre. El patrimonio queda allí. Estoy a favor de defender el patrimonio de Francia, como conservar sus museos y sus monumentos. Esa herencia debe ser conservada y preservada. Es lo que sucede con algunas obras. Pero la cultura no es solamente una cuestión de herencia. Cuando hablo de cultura como una apertura a lo posible, es algo más que eso. Y los recursos, precisamente, son la apertura de esta dimensión de potencialidad. No son bienes, bienes siempre limitados, bienes que serían un patrimonio. Los recursos deben ser explorados y explotados. Deben ser activados. Cada generación debe activar de nuevo sus recursos y no quedarse dormida ni aun en el interior de un patrimonio tan prestigioso. No es cuestión de no ver el declive que existe. Se trata de otro tipo de desafío. La cultura no consiste solo en ver aquello que necesita preservación, que debe preservarse. Se trata esencialmente de lo que es necesario activar.
—Sobre el cristianismo usted escribió que “el problema en Europa no es solamente que exista menos fe que antes, es que los europeos ya no saben qué es el cristianismo, es un asunto para ellos complicado, molesto. Sobre todo molesta a la promoción histórica y política de Europa. La gran oposición tradicional, entre creer y no creer, para mí, es una postura obsoleta”. ¿Qué significa ser creyente hoy?
—Es una pregunta más para un creyente que para mí, que no creo en nada. Debo ser claro en cuanto a mi punto de vista. No tengo nada contra el cristianismo. Es algo que surge desde el mismo momento en que me convertí en filósofo. En ese momento privilegié el pensar, es un gesto de coherencia. De todos modos, se puede pensar cómo utilizar el recurso de poder activar lo que nos brinda el pensamiento cristiano. Hay algo que pesa hoy en Europa, en la historia de Europa, que es esta fractura de disyunción. Es algo que atañe tanto a los creyentes como a los que nos creen. Creo que ahora debemos considerar la cuestión cristiana de otra manera que no sea por la mera entrada de la fe. La fe es respetable. Y puede ser cuestionadora. Pero estamos también en el contexto de una discusión política. Una cuestión de la política actual, la de hoy. Y se debe a que Europa ha sido históricamente cristiana. Se define como cristiana. De hecho, es un continente en mutación, en transformación. Europa está cambiando, vive en un proceso de mutación continua. Yo no cuestiono la fe, ni a las personas que tienen fe. Me pregunto cómo es simplemente que uno puede relacionarse con el cristianismo sin pasar por la fe. Es lo que hago de alguna manera cuando evoco el acontecimiento. Y también cuando me interno en el pensamiento de lo íntimo. Se despliegan recursos que tienen un origen en el cristianismo, pero desde otro lugar de pensamiento. Agrego recursos cristianos. Correrse de la cuestión del creer y del no creer.
“Occidente suele pensar el ser en términos de guarida, de identidad, de esencia.”
—¿Se podrá ser epicureísta o estoico en nuestros días? Una ética de la sabiduría y de la felicidad con una relación entre irónica e inteligente con las políticas y las religiones instauradas.
—No sé si es factible vivir hoy en modo epicúreo o estoico. Pero me importa que, efectivamente, el estoicismo y el epicureísmo son los pensamientos de un mundo en crisis o un mundo en gran agitación que es el mundo posterior a la conquista de Alejandro. Es el mundo en el que se encontraron el latín y el griego. Cambiaron las ciudades, que colapsaron, tal como estaban. Cierta idea de la ciudad, de la polis tal como estaba concebida, comienza a terminar. Y allí, estoicos y epicúreos plantean otra mirada posible. Son pensamientos hoy que deben ser respetados y releídos, más aún frente al desarrollo personal del mercado de la felicidad pleno de tonterías, pensamientos débiles, sin coherencia. El mundo está tan atribulado que necesitamos aferrarnos a un pensamiento que nos permita vivir y atravesarlo. Hay muchas formas de estoicismo. Es un movimiento particularmente diverso. Con ese mote se llama a distintas escuelas. Hay un estoicismo medio, estoicismo romano imperial, el estoicismo de Séneca, que no es igual al del nacimiento en la Grecia del siglo III antes de Cristo. Allí hay un estoicismo que sucede en varias lenguas paralelamente. En griego, en la lengua de Marco Aurelio, en el bello latín de Séneca. Por eso mi respuesta es cautelosa. No debería caer en ese mercado de la felicidad del que hablaba antes. Eso sí me genera muchas sospechas. Lo que me interesa es la vida real. No la seudovida, la apariencia de vida, la vida que no es no vida. Yo odio eso. No me gusta este mercado de la felicidad que hoy está en todo el mundo y que es un pensamiento débil, sin consistencia, sin preguntas, sin concepto, que es una especie de mercado de la ilusión bajo el término de la felicidad.
—¿Qué diferencia existe entre el amor y lo íntimo? ¿Y entre intimidad y lo íntimo?
—En primer lugar, distingo la dificultad terminológica de mi libro Lo íntimo, que también fue traducido y publicado en la Argentina. Transmito mi agradecimiento al editor y a los traductores. Reconozco la dificultad de su trabajo de traducción y de edición, que hizo la editorial Cuenco de Plata. Es un libro hermoso, bien editado. Siento la necesidad de expresarlo, frente a la caída del mercado del libro y la transformación de los libros en meros productos comerciales. Pero el libro también puede ser algo diferente de un producto meramente comercial, de algo para vender. Puede ser un trabajo, un trabajo intelectual. Una obra intelectual. Agradezco que la Argentina siga siendo una tierra de traducción. Dicho esto, debemos distinguir los términos de lo íntimo. No es intimidad, es una palabra en francés. La intimidad es la cualidad de lo íntimo. Pero no es lo íntimo. Para mí, es más profundo que eso. Tienes que percibirlo en tu cuerpo, fisiológicamente. Es un dentro, un dentro aún más adentro. Es una forma de interioridad. Es también el tiempo de dicha interioridad. Y su superlativo. Me encanta el término superlativo para definir esta forma de interioridad. Una palabra que implica lo superlativo dentro y debajo de la interioridad. Algo aún más profundo que la interioridad. Lo íntimo es la parte más profunda de mí. Como cuando digo “mi sentimiento íntimo”, “mi convicción íntima”. Es aquello que contiene los argumentos más profundos. Pero también puedo decir que “somos íntimos” con alguien. Es una bella palabra que habla del fondo de mí. Y de algo que a su vez puede ser compartido con otra persona. Pensamos en lo íntimo cuando evocamos lo que puede advenir en el amor. Hablamos de amor. Decimos “te amo”, “yo te amo”, “tú me amas”. El amor es el gran tema mitológico de Occidente. Es la gran charla. También lo que alude en cierto sentido a la pasión. Lo íntimo es algo muy diferente a eso. Lo íntimo tiene un sentido también de discreción. Y también de alguna manera se comparte. Es un espacio entre un “tú” y un “yo”. Estamos ahí. Ya no hay separación ni exclusión. Por tanto, está en un lugar diferente del Amor, del amor con una gran A mayúscula. Esa A mayúscula es un gran mito europeo. Lo íntimo abre un recurso que se pude pensar hoy. No es algo que tiene que ver con el intimismo, ni con la intimidad. Se trata de buscar una suerte de raíz en las palabras, que nos permite hablar de ese nuevo espacio. San Agustín habló de ese superlativo de Dios que es precisamente su condición de íntimo. De “mi íntimo”. Ese sería el lugar de Dios. ¿A dónde me lleva ese superlativo? ¿Qué me permite decir? Aquello que puedo encontrar si indago en el espacio más privado, aún más allá de mi integridad, en el fondo de mí mismo. Seguramente allí esté el otro Dios. Pero también en la idea del otro entrando en otro para encontrar algo, en la dimensión de lo íntimo, se puede pensar algo nuevo sobre lo humano.
“La política es el pensamiento de lo común, como decía Aristóteles.”
—Alguien que se abre y otra persona que ingresa en esa apertura, más allá de la metáfora erótica, ¿instauran una nueva ontología? ¿Una nueva ética? ¿Una gnoseología nueva?
—No me gusta demasiado la idea de ponerle etiquetas que no sé si funcionan. Del pensamiento chino me interesa que no usa la ontología como una fuente. Sí puede ser la cepa de una nueva ontología. En el pensamiento chino es importante este asunto. Y no quedarse con los que ya son clasificadores. No lo encuentro muy interesante. Pensarlo en términos de ontología o de ética nos lleva al riesgo de degradar o incluso de anular el pensamiento. Entonces, si se quiere, me resisto un poco a esta celda, a este discurso de las ciencias humanas bajo una etiqueta que se clasifica así para que encaje en un archivo. Creo que el pensamiento hace su trabajo cuando se lo molesta, cuando se lo pone en un lugar de aventura, cuando se lo interroga, se lo pone en cuestión. Adecuarlo a esas clasificaciones puede funcionar como una limitación para el espíritu.
—¿La metáfora inicial de lo íntimo encierra una mirada necesariamente heterosexual sobre lo erótico?
—Para nada. Lo íntimo no es un privilegio de la heterosexualidad. Es, si se quiere, explorar la capacidad de llegar a lo más íntimo de nosotros mismos. Ahí, vuelvo a la idea. Porque si tomamos una pareja, sea homo o heterosexual, lo que hace que haya pareja es que hay una cierta forma de écart. Y ese écart también es homosexual, en la medida que pueda enunciarse, hablarse y que exista deseo. Estamos en el momento en que la diferencia sexual es cada vez menos marcada. Antes, en Francia, los niños eran celestes y las niñas rosas. Atrás quedaron esos días. La diferencia sexual tiende a desvanecerse. Debemos pensar en ir contra aquellos. Es la misma distancia que surge en el deseo, porque es una distancia que se abre, pero que pone en tensión, que mantiene al otro en relación con el recurso. Es la brecha en una pareja gay o heterosexual. A partir de ese distanciamiento se constituye también la posibilidad de comprender el deseo. La penetración es parte de la intimidad erótica. Es parte de lo íntimo de la relación sexual. Pero cuando se toma la mano del paciente en el hospital, es el lugar de lo íntimo. No es sexual en absoluto. Es rico lo que se sugiere, porque tenemos oposiciones congeladas entre lo sexual y lo espiritual, que también operan en la comprensión de lo íntimo. La parte más profunda de mí es lo compartido con el otro. Lo íntimo de lo íntimo es una noción que se sostiene en un concepto, precisamente que viene a deshacer nuestras categorías fijas, incluido el lado amoroso.
—En los 60 y 70, la libertad sexoafectiva fue un valor cultural, especialmente de los progresismos y de las culturas hippies. Sin embargo, pensadores como Eva Illouz marcan una distancia en el nuevo paradigma de las aplicaciones digitales. Algunos, incluso, afirman que hay una dosis de neoliberalismo en el llamado “amor libre”. ¿Cómo se posiciona lo íntimo ante el neoliberalismo de las relaciones afectivas?
—No es mi especialidad. Son temas más de sociología antropológica que de mi especialidad. Sin embargo, marcando esta limitación, digo que lo que medió entre una época y otra fue el sida. Vivimos una época feliz que terminó con la muerte de Michel Foucault. Fue entonces cuando se produjo una especie de vuelta de la moral que tuvo lugar en Francia. Hasta los 60 fue un tiempo de libertad sexual, vivida efectivamente como una apertura de lo posible, como una emancipación y sin duda muy beneficiosa. El sida marcó la aparición de un virus que contaminaba y del que había que protegerse. Nos protegimos por diferentes medios del sida. Debemos pensar en ello. Y el caso actual de la pandemia nos recuerda que estamos en un entorno vivo, con las limitaciones de un virus pandémico. Una vez más, tienes que ver cosas en la historia. Ha habido una época de liberación sexual y una restricción que llegó. Ahora también una restricción que ha llegado. Yo uso una máscara en la calle, no es por elección, por gusto, sino porque fue una medida de higiene. Hay que tener esto en cuenta, y precisamente aquellos diligentes que buscan liberarnos y, al mismo tiempo, sobre quienes pesan las limitaciones. Esta relación entre la vida, la muerte y el deseo, siempre es una prueba entre dos. El deseo es también un desafío contra la muerte. De todos modos, son temas que manejan mejor un sociólogo y un antropólogo. Pero creo que tenemos que ver esto como una pregunta profunda, que es la de la relación entre Eros y Thanatos, entre deseo y muerte, impulsos en su desarrollo, en su ímpetu. Y luego la amenaza de muerte. Un goce es siempre antes de la muerte, una premonición de la muerte. Así que tenemos que tomar las cosas en su radicalidad y no dejarlas. Solo quieres el nivel del discurso temático de hoy.
“Muchas veces los artistas pensaron antes que los filósofos.”
—Dijo sobre los medios de comunicación que “su influencia es creciente y desnaturaliza la vida política. Se dice que son el cuarto poder. Pero en realidad son el primero”. ¿Cuál sería la posición necesaria para los medios en pleno siglo XXI? ¿Cómo definiría la “función mediática”?
—Creo que los medios efectivamente tienden a cambiarnos la vida. No son el cuarto poder, sino el primero. Porque los políticos y los jueces se adaptan a lo que dicen los rumores que vehiculizan los medios. Hablo de los medios y no de los periodistas de forma individual. Los medios son sociedades anónimas, cuya venta depende del rating. En ese contexto, los libros están amenazados. Ya no hay tanta crítica literaria en Francia. Es el reino de la doxa, la opinión de la que hablaban los textos platónicos. Volviendo a una de sus preguntas, yo creo que si un joven estudia filosofía, sale del ámbito de la doxa. Hay que salir de ese pensamiento que lo invade todo e ir al territorio de lo singular. Para existir hay que resistir. Existir es, ante todo, mantenerse al margen de este régimen de opinión mundial y que hoy confina al mundo.
—¿Es diferente la función de los medios en las sociedades de Oriente y especialmente en China?
—Los medios en China tienen un rol de obediencia a la dictadura. Lo que está pasando en China no es una diversidad de opiniones. Hay una privación de libertad, una amenaza. Entonces, permítanme preferir el régimen democrático al otro régimen, digamos autoritario, totalitario, para nombrarlo como tal, que es el régimen actual de China.
Producción: Pablo Helman, Debora Waizbrot y Adriana Lobalzo.