—En esta misma serie de reportajes, la socióloga Elizabeth Jelin marcó una diferencia entre memoria y memorias. ¿Hay diferencia entre historia e historias?
—Podría decirse que sí. Cada investigador de la historia tiene su manera de mirar, su posicionamiento político en el presente, y eso permea las maneras de mirar. Aun así tratamos de buscar, nunca podríamos decir la objetividad, pero sí la aplicación de un método y de ciertas prácticas que provienen de la aspiración científica de la historia. El sentido es que uno no pueda decir cualquier cosa.
—Por ejemplo, afirmar que el Holocausto no existió.
—O que tal persona no murió. Uno puede discutir por qué ocurrió algo, pero no si ocurrió o no. Muchas veces hay historiadores que piensan muy distinto sobre el presente que pueden tener ciertos consensos sobre el pasado amparados en la aplicación de un método. Este tiene sus dificultades, pero también cierto funcionamiento que nos da cierta credibilidad. Luego, existen historias a partir de las formas de contar. Cualquier persona puede contar una historia, no hace falta que tenga un entrenamiento profesional. Historias hay muchas, pero tratamos de pensar en la historia como algo que podemos pensar todos en conjunto, más allá de las diferencias.
—¿La lengua inglesa lo tiene mejor resuelto con “history” and “story”? ¿Les permite tener mayores acuerdos sobre lo que paso?
—Es buena pregunta. Yo creo que no. No se ponen más de acuerdo, pero sí la palabra les da un poco más de comodidad. Hubo discusiones muy ásperas en el mundo inglés y norteamericano respecto de la historia muy permeadas por el presente.
—Jacques Rancière, en “Los nombres de la historia”, escribió: “Los materiales son los hechos. No son nada sin arquitectura, porque siempre es posible atribuir los hechos verídicos a unos sujetos de sustitución”. ¿El historiador es también un arquitecto?
—Sí, y también detective. Hay que enfrentarse con el misterio. Uno siempre recibe fragmentos, solo ciertas señales del pasado. A los historiadores nos piden contar que José de San Martín cruzó los Andes. Pero en general no contamos cómo sabemos que San Martín cruzó los Andes, de qué manera construimos. Pensemos en la figura de Jesucristo. ¿Cuántas fuentes hay? Los evangelios escritos después y dos fuentes romanas del período. Nada más. Los documentos con los que trabajamos son opacos. Buena parte del trabajo es tratar de sacar el máximo jugo a las formas de llegar a ese pasado.
—Se decía que en el siglo XIX se agotó el descubrimiento geográfico, que ya no quedaba pedazo de tierra que no se hubiese descubierto y que entonces el viaje se lo explicaba en función del siglo XX, el viaje en lugar de ser geográfico era hacia adentro, era hacia la cultura. ¿Hay que ser detectives con sucesos más recientes?
—Siempre puede haber descubrimiento de documentos nuevos. Sucede buceando en archivos. Sobre el siglo XVIII y XIX hay documentos que casi no fueron vistos porque no había intereses sobre esas temáticas. Ya que hablabas de los ingleses, mi historiador favorito es un británico que ya murió, Christopher Hill, que decía que “cada generación debe volver a escribir la historia porque el pasado no cambia, pero el presente sí”. La agenda del presente te hace mirar otras cosas y por lo tanto revisitar documentos de otra manera. El auge del movimiento feminista trajo preguntas que quienes estudiamos antes el siglo XIX no teníamos presentes y son pertinentes.
—Para Yuval Harari, en su libro “De animales a dioses”, “la capacidad de crear historias y narrativas permitió la cooperación de miles de personas en una construcción colectiva, mientras que los lobos y los chimpancés con una tropilla de más de cincuenta miembros se desestabilizaban”. ¿Son imprescindibles las narrativas para gobernar y ser seguidos?
—No solo para gobernar. Un relato común es fundamental para que haya un nosotros. Antes de Harari otra gente decía que desde muy temprano junto al fuego se reunían miembros de un grupo humano después de una caza y alguien contaba cómo había sido esa cacería a los que eran más jóvenes. La idea de transmisión generacional que crea comunidad es central. El relato histórico es uno de los elementos ineludibles para que exista lo humano. Para el poder también es importante.
—Aristóteles decía que “la historia sin poesía es inerte. Así como la poesía sin historia es insulsa”. ¿Hay en el historiador también algo de poeta?
—Sería deseable. Uno de los grandes problemas de la historiografía en su afán de acercarse a las ciencias sociales, y de ese modo legitimarse, fue haber perdido su parentesco con la literatura. Allí se alejó de la belleza y de dar valor a la manera de transmitir. Se necesitan textos interesantes, nuevos formatos. No hay que olvidar nunca la poesía, en el sentido de literatura.
—Me coloco en una posición antiobjetivista para promover la conversación. “Los hechos solo hablan cuando el historiador apela a ellos, y es él quien decide a qué hechos dar paso y en qué orden y en qué contexto hacerlo”, decía Edward Carr. ¿La historia la hace el historiador?
—Sí, es real. Pero no se pueden inventar hechos. Un historiador o una historiadora no tiene tanta capacidad performativa. No es que estás trabajando siempre sobre terra incognita. Los que trabajamos la Revolución de Mayo, ya estamos parados sobre los hombros de mucha gente que ha escrito antes sobre esto. Heredamos relatos.
—Hayden White en “Metahistoria” escribió que “la civilización es un proceso mental por el cual la mente se conoce a sí misma”. ¿La historia de la cultura es una historia de la mente, del pensamiento?
—Lo es, pero también hay una historia material. Ahí tengo un lado estructuralista. Hay condicionantes fundamentales para entender el pensamiento. En todo caso, es una relación dialéctica. Hay determinantes, cuestiones que no dependen de la voluntad.
—¿Cuáles son las preguntas que el presente de la Argentina debe hacerle a su historia?
—Está bien la pregunta. Tenemos que sacarnos de la cabeza, para mí, la idea del fracaso, en Argentina muy de moda. Aquello que se parafrasea de Mario Vargas Llosa para Perú: “¿Cuándo se jodió el Perú?”. La idea de que las cosas deberían haber sido de otra manera. Ahí hay una idea normativista. Una supuesta historia modélica de la que Argentina se habría apartado en algún momento. Nunca sabemos bien cuál es ese modelo, ni cuándo lo tuvo ni por qué tendríamos que pensar que existen modelos. Si algo caracteriza la historia es que no tiene una normativa. Se toman ejemplos del exterior para comparar, extrapolados de la realidad, o solamente elementos sesgados. Cundo se habla del consenso europeo de posguerra, hay historiadores o periodistas que dicen: “Europa logró valores muy fuertes de convivencia”. Se quita que parte de los consensos de posguerra tuvieron que ver con que hubo una guerra en la que se murieron millones y que los sectores más extremistas dijeron “es hora de centrar un poco para evitar otra catástrofe”. La presencia del bloque comunista hizo que el Occidente capitalista, por miedo a ese otro bloque, permitiera que los capitalistas fueran mucho más benefactores de lo que hubieran sido si no hubieran tenido ese enemigo enfrente. Se habla de valores como si fuera algo voluntario. Sin el comunismo no habría Estado de bienestar. No alcanza con buenos dirigentes y sociedades que querían dialogar después de una catástrofe.
—¿Creés en la competencia para producir progreso?
—Sin duda. En la historia el conflicto es central siempre. No corresponde a lo que deseo; aparece al analizar la realidad.
—¿En definitiva debemos preguntarnos si hubo éxito?
—La idea de éxito o fracaso no nos permite pensar demasiado. Las sociedades están en transformación permanente. Argentina tiene momentos durísimos.
—¿Podríamos hablar de decadencia?
—El tema es respecto de qué. Cuando Donald Trump decía “hacer Estados Unidos grande otra vez”, le preguntaban: “¿Y cuándo fue grande?”. En cada momento que fue grande tuvo algún problema. ¿Cuál es el momento de la Argentina? Los sectores políticos ponen el eje en distintos momentos. Cuando gana las elecciones Mauricio Macri el tema eran los últimos setenta años. Coincidía con el ascenso del peronismo en el 45. Cuando volvió la democracia el momento del quiebre se ponía en 1930 con la ruptura institucional.
—Alfonsín colocaba el 30, Macri colocaba el 45, y no solamente el peronismo. Parte del progresismo lo coloca en el 75 con el Rodrigazo.
—Coincido más con esta mirada, 1975, 1976. Me parece que el golpe del 76 genera un cambio. Sin dudas, el Rodrigazo fue un quiebre.
—Tu discusión es más metafísica. Se puede tener éxito en un aspecto de la vida y fracaso en otro. Pero económicamente podríamos hablar de fracaso. Se podría decir que Argentina es de los países latinoamericanos que tuvo éxito socialmente y en educación o salud pública, pero desde el punto de vista económico sí podríamos hablar de una decadencia.
—Sí. El presente en que estamos ahora es de una muy mala situación económica. A partir del 75 todos los índices lo demuestran. Cuando nací, en 1973, el índice de pobreza era 4%. En 2002, tenía 28 años y era de 50%. Eso es un colapso brutal pocas veces visto.
—¿Por qué creés que no debemos preguntarnos sobre el fracaso cuando hay una decadencia que no es por la pandemia, ni de un solo gobierno, sino que viene de diferentes gobiernos de distinto signo, de distinto método?
—Porque las categorías de éxito y fracaso son demasiado sesgadas. Tienen tanta carga que la pregunta condiciona la respuesta. Me preguntaría cómo llegamos hasta acá, cuáles son las variables que llevan a la pobreza y el mal desempeño económico.
—¿La pregunta profunda de la Argentina del presente a la historia implica debatir sobre la idea correcta o incorrecta de fracaso?
—La respuesta condiciona demasiado la pregunta. Creo que la pregunta es: Argentina hoy es así, ¿cómo llegó acá?
—Gianni Vattimo dijo: “La historia solo puede ser historia del sentido. Acceder al significado de lo que ocurre solo es posible si el ahora se inserta en el relato de interpretación del pasado y sus posibilidades futuras”. ¿Coincidís?
—Es cierto en el sentido de que aunque quieras evitarlo, tu manera de mirar, de leer un documento, de pensar el pasado, está permeada por tu presente. Eso es inevitable. Los historiadores intentamos meternos en el mundo del pasado, pensar como ellos. Tratamos de no hacer anacronismos.
—No quedarse con si Abraham Lincoln o Sócrates eran esclavistas.
—O qué quería decir “viva la independencia” en 1810. No era lo mismo que hoy.
—¿El mito viene a cumplir no solamente un papel ordenador y de cohesión, sino también de terapia frente a la angustia?
—Los mitos son necesarios. Son constitutivos de nuestras comunidades. No conozco comunidad sin mitos. También creo que la historia, no el mito solamente, puede ser muchas veces un remedio contra el miedo. Cuando estás en una crisis económica y estudiás que antes hubo otras de las que se salió, también te da un poco de alivio. Lo mismo ante una pandemia. Se afirma que es el desastre mayor. La generación anterior tuvo una guerra feroz y antes estuvo la poliomielitis o la fiebre amarilla hace 150 años. Fueron desastres demográficos mayúsculos.
—¿La discusión sobre la relatividad en la historia fue un adelanto de la discusión de la objetividad en el periodismo?
—Hay muchos puntos en común. Son discusiones muy pertinentes. Cualquiera que se dedique a una u otra está obligado a atravesarla y tomar posición al respecto. No alcanza con enunciar que hacemos historia o periodismo con seriedad. No es un tema fácil ni mucho menos cerrado.
—Señalaste que hay cuatro corrientes de la historiografía argentina: la liberal, la revisionista, la marxista y la renovación. ¿Cuáles serían las diferencias entre unas y otras?
—Hice una simplificación. Pero efectivamente hay una historiografía llamada liberal, la de los padres fundadores de especialidad en Argentina: Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, y lo que después fue la historia escolar. Fue desafiada, sobre todo a partir de la década del 30, por el revisionismo, que intenta poner otros héroes en vez de los del panteón liberal habitual. Sobre todo, reivindica la figura de Juan Manuel de Rosas. Ese revisionismo originariamente venía de la derecha católica. A lo largo de las décadas tuvo un desplazamiento muy interesante y también va hacia la izquierda. Uno puede encontrar a figuras no enteramente revisionistas, como Abelardo Ramos, que no tiene mucho que ver con los revisionistas iniciales y donde hay una idea de contrahistoria, de una historia oculta que va en contra de la oficial. Es una historiografía muy asociada con el peronismo. No con el peronismo gobernante, sino con el peronismo en el exilio. Tuvo un peso social muy fuerte que nunca tuvo en ámbitos académicos. La historiografía marxista en Argentina siempre fue más chica, tanto la antiliberal como antirrevisionista. A veces estuvo más ligada al liberalismo. Todas compartieron, no en otros lugares, un peso muy grande sobre los grandes hombres. Un cambio muy grande a partir de la dictadura fue lo que algunos historiadores llamaban la renovación. El mundo académico post 85 tuvo algunos grandes elementos innovadores, como haber planteado otras preguntas, haber trabajado metodológicamente de otro modo y poner a la historiografía argentina en el nivel internacional. Un trabajo publicado en una revista científica de acá se puede publicar en Australia, en la India, en Estados Unidos, en Europa o en otro lugar de América Latina. Tuvo el correlato de cierto abandono de la interpelación al público no especializado, de cerrarse en los claustros y dejar el ámbito de la divulgación, ocupado por otros historiadores que no abrevan en ese conocimiento más profesional. Generó algunos problemas.
—¿Hay algo en lo que las cuatro corrientes coinciden?
—Lo interesante de la llamada renovación es que es una historia que ideológicamente es muy variada. Hay gente cercana al liberalismo, al revisionismo, al peronismo o al marxismo, pero comparten cierta lógica metodológica. Pensamos muy distinto sobre el presente, pero podemos coincidir en algunas cosas cuando miramos el pasado. No tiene que ver con los enfrentamientos tan abiertos de la historiografía más militante en las décadas anteriores a la dictadura.
—Escribiste que “el campo específico de la historia popular en la Argentina es entonces pequeño y por eso casi no existen miradas parciales sobre este tema”. ¿Por qué no se investigó más?
—Eso lo escribí hace unos años. Ahora esto cambió un poquito. Pero esa carencia se debe a que justamente nadie veía que los sectores populares o el grueso de la sociedad, la gente que no tiene nombre de calle, fueran actores relevantes de las construcciones del pasado. Hay grandes excepciones, como el libro de José María Ramos Mejía de 1899 Las multitudes argentinas. Se hizo historia de las instituciones o de grandes figuras. La clave del peronismo fue entender a Perón. Perón explica parte del peronismo. Pero si no se estudia por qué tanta gente se hizo peronista no se comprenderá al peronismo. No basta con estudiar a Perón o a Eva. Lo mismo vale para el radicalismo antes.
—Estudiar las condiciones de posibilidad.
—La historia es una construcción colectiva. Si no se mira a las mayorías, no se comprende qué pasa. No es una cuestión de reparación política o de romantización. Es hacer comprensible el pasado. No quiere decir sacar a los dirigentes, pero sí ampliar el rango de la mirada.
—Como esa frase de Sartre que dice “las personas hacen lo que otros primero hicieron con ellas”. Hay libre albedrío, pero vos lo que decís es que las personas en su conjunto construyen la historia.
—No se puede entender el período de la independencia sin observar qué hicieron las clases populares. No es comprensible el período sin hacer eso. No quiere decir que tengan el mismo peso que San Martín o Belgrano, pero no hay Belgrano y San Martín sin sus soldados, sin las mujeres de sus soldados.
—Rancière escribió “El maestro ignorante” y planteaba cómo en determinado momento aprendía el maestro del alumno. ¿Hay un saber que el pueblo les transmite a los dirigentes a los políticos?
—No es un saber solo. Tampoco hay un actor popular uniforme, la idea de multitud. Lo popular es muy difícil de reconstruir en las biografías. Aparece como pequeños destellos en el pasado. A esto me refería con lo del detective. Cómo reconstruís la historia de alguien que aparece en un juicio porque no sabía escribir. Y esa es toda la información que tenés sobre ese personaje, a diferencia de San Martín. La conformación de este país, como la de muchos otros, no es comprensible sin tener en cuenta las acciones de estos otros individuos. Tiene que ver con la fuerza de las cosas de la que hablaba Juan Bautista Alberdi. No se podía tener más monarquía porque la gente estaba en contra. No alcanza con estudiar grandes figuras. Que Perón no hubiera tomado esta decisión en vez de esta otra es importante. Pero la historia no se agota en decisiones individuales de algunos poderosos.
—¿Existe algo así como un espíritu del pueblo argentino?
—No diría que hay un espíritu inmanente. Sí creo que hay construcciones colectivas de larga data que tienen marca fuerte. Hay elementos coloniales que dejaron tal marca. El racismo sigue siendo fuerte en Argentina, decirle a alguien “negro” viene del sistema de castas colonial. Nunca se fue. Dejó de existir jurídicamente, pero no es que no hubo diferencias por el color de piel en Argentina a partir de entonces. Respecto del peronismo, no inventa para nada la movilización, como es bastante evidente, sino que es una característica de varios lugares de lo que hoy es Argentina. En el litoral, en particular, hay una enorme movilización política popular que surge con las invasiones inglesas en Buenos Aires y después, sobre todo, con la revolución en distintos lugares de lo que hoy es Argentina, que le da una impronta popular muy grande a la política. Más allá de los vaivenes tiene una presencia fuerte. Esto de ir a la Plaza de Mayo a protestar empieza en 1806 en Buenos Aires y nunca termina. Lo popular está en el Facundo, el Martín Fierro o en Una excursión de los indios ranqueles. Hablan continuamente del sujeto popular.
—¿El peronismo es consecuencia y no causa de la singularidad argentina? ¿Cuál fue la causa de la particularidad del país?
—Sin negarle al peronismo cierto carácter innovador, hay un plebeyismo anterior. No diría que no está en otros países, pero efectivamente hay una marca de la presencia popular en la política. Se observa en el yrigoyenismo y en el radicalismo. Se puede rastrear hacia atrás si se parte del momento revolucionario, un quiebre brutal que da lugar a la independencia. Sigue en movimientos populares como el federalismo durante buena parte del siglo XIX. Parece disimularse en la república conservadora, aunque cuenta con ciertos canales de transmisión. El radicalismo tiene mucho de la política callejera heredada del alsinismo y el mitrismo en la ciudad.
—Una mirada superficial podría adjudicar ciertas cuestiones a la inmigración. Pero vos afirmás que vienen desde momentos anteriores.
—Uno de los problemas de interpretar el pasado en Argentina fue darle demasiado quiebre. Esto tiene mucho que ver con Gino Germani, José Luis Romero, con la idea de la Argentina mundial...
—La de la inmigración.
—La inmigración es fundamental e innegable. Es totalmente así. Es una marca muy fuerte, pero no quiere decir que todo empezó otra vez. Los mismos contemporáneos decían que todo empezó otra vez. En 1890 había empresarios que se quejaban de las huelgas diciendo que eran algo nuevo. Pero había antes. No se llamaban huelgas, pero hubo soldados desertando porque no les pagaban el sueldo u obreros de la construcción desde el siglo XVIII con actitudes análogas. No había sindicatos, pero sí acción colectiva. No es que todo empieza en el momento que aparecen los anarquistas y socialistas. Ahí hay un cambio muy grande, no quiero minimizarlo, pero debe comprenderse lo anterior.
—¿Hay una invariable en la participación popular?
—No es invariable. Surge en un momento, con el fin de la colonia. Es un factor no invariable pero presente. Cambia mucho en algunos momentos.
—Variable en cuanto a las proporciones. Pero invariable a lo largo de la historia. ¿Cómo lo explicás?
—No tiene una explicación estructural. Es una construcción. A partir del quiebre revolucionario, la política no puede prescindir de la presencia popular. No hay ningún dirigente hasta tarde del siglo XIX que, si quiere ser exitoso, no tenga que ser a la vez alguien con alguna relación con el mundo popular. Por ejemplo, los caudillos del siglo XIX.
—¿La revolución fue incruenta en Buenos Aires debido a que es una megalópolis, una suerte de ciudad-Estado?
—Fue incruenta en un principio, pero después no tanto. Sobre todo si ampliamos el horizonte. En Entre Ríos, en la Banda Oriental, hoy Uruguay, en Santa Fe, en Corrientes, el movimiento rural artiguista grita en nombre de la igualdad, por la distribución del ingreso. Hizo una revolución social, no solo política. Los indígenas guaraníes lucharon por ser iguales a los blancos y no ser gobernados más por externos. También los gauchos salteños y jujeños.
— ¿El discurso de la igualdad es más fuerte que en el resto de América Latina?
—El igualitarismo en muy fuerte. Que en algunos lugares fuera derrotado no implica que no haya estado. Contra ciertos mitos tradiciones, hubo movimientos muy radicales en todos lados. El tema es que perdieron. Lo que nos lleva de nuevo a Litto Nebbia.
—La particularidad de Argentina es que no perdieron.
—En ese momento no.
— ¿Y a lo largo del tiempo?
—En torno a 1880 sí hay una victoria muy clara de los grupos dirigentes.
—En “La historia de las clases populares. Argentina de 1516 a 1880”, definiste clases populares como algo “arbitrario y un poco impreciso, como cualquier categoría que se utilice para definir conjuntos sociales. Pero en esa vaguedad hay una ventaja: permite reunir a una serie de grupos que se caracterizaron por su heterogeneidad”. ¿Esas clases populares se parecen al pueblo estudiado por Ernesto Laclau?
—En sentido amplio. Estudié lo que se llamaba la “plebe” de Buenos Aires, el bajo pueblo, los pobres urbanos, los sans-culottes que tienen todas las ciudades más o menos grandes de los siglos XVII a XIX, bastante diferentes a las comunidades indígenas, al mundo campesino mayoritario. Son grupos muy diversos entre sí. En ese sentido se puede hablar de pueblo. El pueblo en la época que trabajo es un concepto polisémico. Por eso puede complicar. Por eso usé mucho “bajo pueblo”, un término de la época. Mi libro se llama ¡Viva el bajo pueblo!, un grito que encontré ante una elección.
—Hablás de “gauchos, indios, negros y compadritos urbanos”. ¿Quiénes serían los compadritos urbanos?
—Las ciudades preindustriales tienen mucho de este submundo. Gente que hace lo que puede y que vive en la ciudad. Algunos son jornaleros; otros, peones; otros trabajan en los talleres de artesanos. Son ciudades donde todo se hace a mano y emplean poca gente. Otros son esclavos que viven en la ciudad. Trabajan en los hornos de ladrillos, otras son lavanderas o hacen pan. También está el mundo del mercado, tan importante en las ciudades. Todos tienen en común la vestimenta. En las sociedades preindustriales vestirse era muy caro, entonces en general la gente andaba con lo que tenía. Por eso la palabra “descamisado” es de esa época, o sans-culottes en Francia, el que no tiene culotte, que no llega al pantalón. Esa idea de la vestimenta es una de las marcas más fuertes que engloba a un montón de gente diversa.
—Sí, un significante, en realidad.
—Pero que en la revolución empiezan a encontrar una identidad común.
—¿Por qué los montoneros usaron ese nombre?
—Para dotarse de un pasado ligado con los grupos federales populares del siglo XIX. Buscaron algo nacional y una idea de revolución nacional y no una internacionalista.
—En esta misma serie de reportajes, ya hace bastante tiempo, Carlos Corach dijo que “Juan Perón se sorprendería de la perdurabilidad de su movimiento si volviera a nacer o si resucitara y viese la perennidad que tiene”. ¿Hay algo que explique un movimiento que pueda juntar a Menem con Kirchner, que sea posible que aclare la identidad peronista, Perón, Menem, Kirchner? Fijate simplemente en el ejemplo de tres ministros de Educación, Oscar Ivanissevich, Susana Decibe o Daniel Filmus. ¿Qué lo amalgama?
—Cuando miramos fuera de Argentina encontramos muchos lugares con partidos que tuvieron trayectorias muy diversas. Puede verse con el radicalismo en Argentina entre Hipólito Yrigoyen, Raúl Alfonsín y la dirigencia actual.
—¿Cuál es el cemento que une todo eso?
—Ahí creo que tiene que ver más con una identidad.
—¿Es estético?
—Más bien de identidad política. Creer que en ese movimiento hay un potencial transformador a favor de los más humildes. Es la marca del peronismo. Es cierto que el menemismo parece haber sido un vaivén demasiado extremo hacia otro lado del juego. Si bien al principio su discurso no estaba muy apartado de esta idea de favorecer a las mayorías. Carlos Menem viene del eje del peronismo unido.
—¿Habría un punto estético en el que se confundían los intereses?
—El gran drama argentino es el año 95. Es la primera vez que los trabajadores votan masivamente un proyecto político que golpeará sus intereses concretos. No había ocurrido antes.
—Se repitió en 2015
—También. A partir del 95 todo cambió. Es un año bisagrá. El peronismo menemista o el kirchnerista tienen muchas diferencias con el original. El kirchnerismo se diferenció en la cuestión de derechos civiles, que no tenían lugar en la agenda de los 40 o los 50.
—¿Cómo evolucionó la grieta a lo largo de la historia?
—No creo en una grieta invariable. Hay mucha gente que sostiene que sí. Me parece que históricamente no se prueba. Hubo muchas grietas, y polarizaciones muy fuertes. En los 40, el quiebre peronismo/antiperonismo es absoluto. Después hubo terceros, cuartos, quintos grupos. No siempre polarizar explica el pasado. Muchas veces no es así. Hubo grieta con el menemismo inicial, en el 83 entre radicales y peronistas; pero son distintas. No hay que establecer una línea invariable. Lo que llamamos la grieta para mí muy fuertemente está marcada por el conflicto del campo en 2008. Tampoco la podemos explicar en clave solamente argentina. En el panorama internacional se ven quiebres muy fuertes.
—¿No hay reminiscencias de los 70 en la grieta?
—Veo menos eso que el peso del presente. La aparición de una nueva derecha mundial muy extremista, fundamentalista y más segura de sus convicciones, menos a la defensiva, es una marca muy fuerte.
—¿Macri también es resultado del ser popular?
—Me sorprendió mucho del macrismo el hecho de haber logrado armar un partido de derecha popular en Argentina. No sucedió con el radicalismo, con sus oscilaciones. Ganó una elección y es un partido competitivo. Si hoy en día Juntos por el Cambio sigue siendo competitivo electoralmente, y lo es, tiene que ver con que justamente construyó algo que en Argentina antes parecía un imposible. Esos intereses llegaban al poder con golpes de Estado a partir del 30 y ese cambio...
—Si las clases populares son determinantes en mayor proporción en la historia argentina, Macri también sería un ejemplo como Menem, por su popularidad.
—La popularidad de Macri no es la misma que la de Menem. Pero sobre todo en la elección de 2015 obtiene mucho voto popular. No solo de los sectores que antes votaban a la Ucedé.
—¿Desde el punto de vista patrimonial podría compararse con Juan Manuel de Rosas?
—Sin duda. Pero tiene un tipo de construcción política muy distinto, porque tenía un día a día mucho más cercano al mundo popular. La sociedad era muy distinta, aunque indudablemente era un millonario.
—En aquel San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón probablemente trató de colarse Macri en ese imaginario. Algo que se frustró.
—Nunca intentó hacer una especie de épica. Para mí intentó gobernar sin épica, y le costó muy caro.
—Pero llegó con épica popular al triunfo.
—Su épica consistió en fortalecerse mucho en la idea antiperonista.
—¿No te parece que ahí está el punto que une a Macri con Menem?
—Ambos tienen detrás lo que antes se llamaba factores de poder. Pero Menem logra una eficacia inicial con el fin de la inflación; en cambio, Macri fracasó en todo.
—La promesa era parecida.
—Todo el mundo quiere éxito. ¿Quién no quiere que le vaya mejor? Es una invariante humana. Todo el mundo intenta mejorar y tener mejores oportunidades. Hoy vivimos una época trágica: la del ascenso del individualismo. Es algo internacional, no un problema argentino.
—¿Las clases populares tienen una idea del éxito diferente de las de las elites?
—Hoy en día no lo sé. Me pongo en profesionalista, debería estudiarlo. Son impresiones. Vivimos una época de impresiones que se manifiestan que me pone nervioso.
—¿Qué puntos de contacto hay entre la pandemia actual con la fiebre amarilla y la gripe española?
—La diferencia es el nivel de internalización. Lo rápido que llegó, lo conectado que está el planeta. No debe analizarse en clave únicamente local. La pandemia fue una tragedia general. Comparada con esas otras, esta también fue más benévola a nivel mortalidad. Es una de las cosas que uno puede celebrar. También, lo rápido que se consiguió una vacuna. En una época tan anticientificista en muchos aspectos, es un reaseguro para mantener cierta confianza en la razón.
—¿Hay una enseñanza para los gobernantes?
—En momentos de grandes crisis, los gobiernos en medio de una tragedia tienen todas las de perder. Pero como decía Joe Strummer en tiempos de The Clash, el futuro no está escrito. ¿Cómo verán los votantes la situación? ¿Como algo que agravó el desastre que dejó el macrismo o como algo de lo que el gobierno actual tiene la culpa? No apareció una tercera fuerza. La tendencia histórica no favorece a los gobiernos que están al frente de una crisis feroz.
“En los medios hay una manera muy provinciana de mirar solo a Argentina sin variables globales”
—Se suele citar aquella canción de Litto Nebbia de que la historia la escriben los que ganan. De una manera bastante más erudita, Walter Benjamin dice: “La imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado solo es atrapante como la imagen que relampaguea para nunca más ser vista en el instante en el que se vuelve reconocible. Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo como tal y como verdaderamente ha sido. Significa adueñarse del recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. El historiador, el historicista, entra en empatía con el vencedor y quienes dominan en cada caso son los herederos de aquellos que vencieron alguna vez”.
—Es hermoso ese texto.
—¿La pregunta por el fracaso está construida por los vencedores de hoy?
—A veces sí; otras, no. Más que los vencedores, inciden quienes crean opinión. Estas cosas suelen aparecer incluso en los medios. Son parte del conflicto, sin duda son sectores poderosos.
—¿Los sectores poderosos, las personas que tienen éxito, son los que se preguntan por el fracaso? ¿Es una pregunta que viene de ese sector?
—Consistiría en pensar que hubo malos políticos que hicieron que nosotros, la sociedad, suframos una decadencia económica. Pero son fenómenos más complejos. Sin negar las responsabilidades de la dirigencia.
—Cualquiera sea el corte, el 30, el 45 o los 70, hubo políticos y dictaduras.
—No se puede entender qué pasó en el 75/76 sin comprender la crisis general del 73 del petróleo también. No se puede dejarlo solo en clave de lógica argentina. Veo en los medios una manera muy provinciana de mirar solo a Argentina sin variables. No se puede analizar el covid-19 en clave nacional. Requiere una mirada mundial. Eso aplica a muchas cosas.
—Siguiendo el tema de la vulgata de que la historia la escriben los que ganan, si en la Segunda Guerra Mundial hubiera ganado el Eje y no los países democráticos no se enseñaría la Revolución Francesa con la misma importancia.
—Efectivamente. Como siempre hay muchos más actores, los distintos gobiernos no tuvieron miradas unívocas sobre el pasado. Dentro de un gobierno hay variantes. Y, dado que existe un sistema universitario, existen relatos, narraciones históricas, que no están tan permeadas por las agendas de los gobiernos y sus lógicas.
—O las agendas del poder.
—No necesariamente las lógicas son blanco o negro. Hay universidades que enseñan más allá del gobierno de turno y su mirada sobre el pasado.
—El triunfo no es absoluto. Tampoco la derrota.
—Ninguno nunca es absoluto. Lo que Benjamin nos enseña es a mirar la historia a contrapelo y a encontrar otras cosas detrás de los discursos más fuertes.
Todo puede cambiar. Un mismo hecho puede ser apreciado de manera muy distinta.
“En la discusión política actual aparecen ‘evidencias’ para justificar cualquier posición”
—En la discusión sanitaria vimos, por ejemplo, que en ciertos momentos el gobierno nacional y el de CABA tenían discusiones en las que ambos decían que su argumento estaba sostenido por “evidencias”. ¿Pasa lo mismo con los historiadores? ¿Hay algunos para los que algo era evidencia y para los otros no?
—Buen punto. No al nivel de la discusión política actual. Aparecen estadísticas al servicio de cualquier posición. Es lo que pasa con los fracasos de muchas encuestas en las elecciones en los últimos años, no solo en Argentina. Muchas veces la evidencia es muy sesgada. Los resultados están a la vista. En historia hay ciertos consensos profesionales acerca de que hay cosas que son evidencia. Los que trabajamos sobre períodos en los que ya todos los que los vivieron murieron, no tenemos demasiadas alternativas más que recurrir a cierto tipo de textos escritos. Se discute si las memorias de alguien son tan valiosas para entender el pasado escritas cincuenta años después los acontecimientos. Es diferente de los documentos hechos en el momento.
—Sigmund Freud decía que la memoria se reconstruye continuamente.
—Totalmente. Relatás cosas de tu propio pasado convencido de que fueron así. Después alguien te dice que no fue así y lo ponés en cuestión.
—Le preguntaron a Arnold Toynbee por qué estudia historia de personas y él respondió “para buscar a Dios y encontrarlo”. ¿La historia ayuda a comprender el sentido de las cosas?
—Absolutamente. No lo digo como defensor de mi gremio. Si la realidad no tiene un sentido no se puede teorizar. En el debate público sobre la historia muchas veces se cae en la lógica de buscar buenos y malos. Todo parece voluntario.
—¿Una tendencia a lo contrafáctico?
—Sí. O poner en los grandes hombres y algunas grandes mujeres la clave de la historia. Por ejemplo, en el Imperio Romano si Nerón era mal emperador, el imperio caía. O si venía un buen emperador, el imperio levantaba. Quienes hacemos historia tratamos de salir de esa perspectiva.
—¿Sos hegeliano en ese sentido?
—Más marxista diría yo. Sin serlo directamente.
—Georg Hegel dijo que desde el balcón de su casa vio “pasar la historia a caballo, no a Napoleón”.
—En ese sentido, totalmente. La historia siempre es colectiva. Hay figuras centrales, como Napoleón. Pero para comprender un período no alcanza con Napoleón.
—¿Se podría decir que solo existe progreso con la historia?
—Pensar la historia solo como progreso trajo problemas.
—Ahí no sos hegeliano.
—No. Los que vivimos en esta época todavía como herederos de esta llamada modernidad, tenemos al progreso como una mirada. Se valora lo nuevo, el cambio. Los historiadores somos fanáticos del cambio. En qué momento las cosas se modifican. Creo que el problema es cuando uno exagera demasiado esos puntos y entonces a veces olvida otras permanencias. Te doy un ejemplo, la década del 60. Todo el mundo se fascina con los derechos civiles, el hipismo, etcétera, la contracultura. Pero a la vez es el momento en el cual germina la derecha conservadora que después entroniza de los 80 en adelante, en parte como reacción contra esa novedad. Antes uno se preocupaba más por la novedad que por este otro fenómeno reactivo. Si solo mirás una parte de los 60 fascinado con el cambio, te olvidás de que lo otro tuvo efectos muy duraderos en nuestra realidad actual.
Producción: Pablo Helman y Debora Waizbrot.