El hostigamiento personal contra periodistas que impulsan grupos de choque kirchneristas no empezó hace poco, como registra la mayoría de las crónicas. En verdad, se inició durante la campaña electoral, cuando el ex presidente respondió a preguntas de trabajadores de prensa como si fuera un barra brava y dio así carta blanca a todos sus seguidores para insultar y patotear a cualquier colega que no estuviera alineado con el pensamiento úniko.
La desmesura que implica la agresión verbal de Néstor Kirchner protegido por su custodia contra un periodista que pregunta, sea en representación de Clarín, de Radio Continental o del Canal América, es, además de censurable, un signo de cobardía. Personal e institucional. Tan cobarde como la acción de quienes insultaron durante dos cuadras a Fernando Bravo, el jueves pasado, en el marco de la manifestación a favor de la Ley de Medios que terminó frente a los tribunales. Tan intolerante como los gritos descalificadores y las persecuciones que vienen sufriendo en la vía pública, frente a los medios donde trabajan y, en algunos casos, cerca de sus domicilios particulares, colegas que decidieron no hacerlo público, por temor a amplificar el hecho, y contagiar de malas ideas a militantes fanatizados que sueñan con entregar a Kirchner la cabeza de un enemigo en esta guerra que inició su jefe.
El pasado viernes 9 de abril tuve la mala suerte de toparme con el inicio de la primera marcha de apoyo a la Ley de Medios, convocada en el obelisco, justo cuando la policía interrumpió el tránsito que venía desde la avenida Corrientes hacia Leandro Alem. Estacioné sobre la mano izquierda de Corrientes, aconsejado por un policía que me advirtió sobre el espeso clima imperante. Tenía una cita muy cerca, el día había sido demasiado largo y lo quería terminar sin ningún inconveniente. Caminé unos metros hacia la calle Libertad hasta que un hombre más o menos alto, y de contextura física robusta, que seguramente iba hacia la marcha gritó: “¡Gorila!”, como si fuera el dueño del peronismo. Iba acompañado de otras tres personas. Me di vuelta y sonreí. El volvió, se puso a mi lado, me tocó el hombro y de nuevo me gritó en la cara. ¡Gorila!. Le dije que si me tocaba de nuevo le iba a responder de la misma forma. El episodio no terminó en una batalla campal porque mientras sus compañeros se acercaban otro grupo de cuatro personas tomó la decisión de enfrentarlos, y esa determinación puso fin al hostigamiento.
Antes de llegar a la esquina, otro hombre, sentado junto a dos mujeres a la mesa del bar ubicado a la vereda, vociferó: “¡¿Cómo pudiste escribir un libro tan valiente como Los dueños de la Argentina y terminaste haciendo ahora esta porquería lleno de inventos que te pagó el Grupo Clarín?!”. Como su agresión parecía más elaborada le pregunté si tenía un minuto para discutirlo. Aproveché la sorpresa que le causó la invitación para preguntarle si lo había leído. Le recordé que el nuevo libro empezaba con una denuncia que involucraba en un grave episodio de corrupción al propio Kirchner, que el denunciante era alguien que había gobernado durante ocho años junto a él la provincia de Santa Cruz y que le pidió a los jueces que lo carearan con el entonces gobernador. También le pregunté si su virulenta crítica personal incluía la defensa de hechos de corrupción protagonizados por el ex presidente. La mujer que estaba a su derecha le dijo: “te taparon la boca. Por charlatán”. El decidió terminar la charla con una acusación de supuesta censura: “Cuando (Enrique) Pinti estaba haciendo una denuncia, no lo dejaste terminar. Mandaste un corte larguísimo y no volvió más”. Le pedí que me recordara de qué estaba hablando Pinti. Le expliqué que me parecía difícil, porque había sido este gobierno el que nos había negado el uso del Cabildo para hacer un reportaje precisamente a Pinti. El fogoso crítico no recordaba ni una cosa ni la otra. Prefirió iniciar otra discusión con su compañera de mesa.
Seguí caminando y en estado de alerta, hasta que llegué a la esquina de Libertad y Lavalle. Allí, desde adentro del café Petit Colón salió a la vereda otro manifestante, con una pequeña bandera en la mano, quien gritó a viva voz: “¡Puto!”. Detrás suyo salió una ex asesora de prensa de una ex funcionaria. Ella se le paró enfrente y le escupió en la cara: “¡Sos un cobarde!”. El hombre y sus acompañantes tardaron segundos en pagar la cuenta y retirarse del lugar.
Decenas de periodistas que caminan por la calle sin custodia vienen soportando agresiones parecidas desde hace más o menos un año. Programas de televisión como 6,7,8, Duro de domar y Televisión Registrada las propician y alimentan. El aparato del Estado y las máximas autoridades de este país las alientan y justifican. La mayoría de los colegas no las denuncian porque tienen miedo de que las represalias sean todavía peores. ¿Qué pasaría si en el contexto de la locura dominante aparecieran uno, o dos o más “soldados kirchneristas” y se les “fuera la mano”, como sostienen que se le habría ido la mano al jefe de los custodios de Yabrán que mandó a disciplinar a José Luis Cabezas?
Si algo parecido llegara a ocurrir, sería improbable que la justicia pudiera determinar la responsabilidad efectiva del ex presidente. Pero muy pocos dudarían de su responsabilidad política.
Fuente: El Cronista.