El viernes 11 de junio, Sergio Schoklender entró al despacho de su jefa Hebe de Bonafini con la timidez de quien está seguro de que será reprobado. Estaban trabajando en un proyecto de viviendas transportables y al apoderado de la Fundación Madres de Plaza de Mayo se le ocurrió que uno de los mejores socios para esa empresa podría ser el Ejército nacional. Se lo comentó con cierto temor, a la espera de su desaprobación furiosa. Bonafini lo miró fijo, dudó unos segundos y arrojó la respuesta menos pensada: "Me parece fantástico. Es el mejor mensaje que le podemos dar a la sociedad de cara al futuro". Schoklender no podía creerlo. El primer paso estaba dado.
El gesto de conciliación entre la mujer más intransigente de los organismos de Derechos Humanos argentinos y las Fuerzas Armadas no concluyó ahí. De inmediato, la líder de las Madres -que perdió dos hijos que fueron "desaparecidos" en 1977 por la dictadura militar - se puso al frente del operativo. Llamó a su amiga Nilda Garré, la ministra de Defensa, y quince minutos más tarde le informó a Schoklender que el lunes siguiente tendrían una reunión con los profesionales que integran el batallón de ingenieros del Ejército para comenzar a diseñar el plan que consiste en montar tres fábricas de casas móviles -dos en la provincia de Buenos Aires y una en Chaco - para poder transportar viviendas a zonas de difícil acceso y responder con rapidez en situaciones de emergencia.
Bonafini se movió como los mejores operadores políticos del kirchnerismo. Dejó de lado viejos rencores y puso todos sus contactos al servicio del proyecto en cuestión. Eso sí, en su entorno se encargan de remarcar que "por nada del mundo dejará de ser dura con el viejo Ejército, con los genocidas y con los jueces, políticos, sindicalistas y periodistas que apoyaron a la dictadura". Ese es el dilema entre pasado y futuro en el que se encuentra envuelta hoy Bonafini.
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