Habría que echarle la culpa a Sebastián Caboto, el conquistador español que se volvió a Madrid en 1530 con los hombros arqueados por un fracaso personal que otros deberían enmendar: no había podido hallar al Rey Blanco, aquel mítico personaje que vestía atuendos europeos y reinaba rodeado de oro, plata y el amor de sus súbditos, los indios, allí donde termina el Río Paraná. A Pedro de Mendoza, Juan de Ayolas, Domingo Martínez de Irala y Alvar Núñez Cabeza de Vaca les encantó la idea y, cada cual a su turno, se fueron en busca del monarca inexistente. El que más suerte tuvo fue Cabeza de Vaca, quien, en 1541, se dio los cuernos contra las cataratas del Iguazú y, así, pasó a la historia como su descubridor oficial. Pero nada de plata ni oro: el turismo no era aún una industria próspera.
La leyenda del Rey Blanco es una metáfora de la argentinidad. En esa búsqueda inútil andamos sin parar desde que el Río de la Plata se llamaba Mar Dulce.
Los 90 nos hundieron acaso como nunca antes en ese estado de fascinación. Así fue que empezó a amasarse la brega por un “Menem rubio”, es decir, por la aparición de alguien que supiera amarrar el éxito económico a ciertas conductas menos ríspidas, áridas, corruptas. Fernando de la Rúa, de la mano de Chacho Alvarez, terminó siendo la última promesa del hallazgo; pero fracasó como Caboto y peor que Cabeza de Vaca, porque sólo se topó con su impericia.
Ahora, de algún modo, es el propio Carlos Menem quien afirma que Néstor Kirchner se anda haciendo el Menem rubio, a la vez que él mismo provoca el que tal vez sea su último cambio de look. Kirchneristas inteligentes como Horacio Verbitsky opinan casi lo mismo, por la elección de Daniel Scioli para la provincia. El Menem rubio, el de veras, ya es un Menem tardío, cada día más testigo del pasado que protagonista del porvenir.