Tabaré Vázquez se pone el casco para defender a la pastera Botnia de un eventual atentado terrorista-ecologista originado en la otra orilla del río Uruguay, es decir, del lado de acá. ¡Caramba!
Néstor Kirchner afila la lengua, lo llama intransigente, le dice que eso no va, que es una afrenta, y, mientras de paso le desea suerte a Hugo Chávez en las elecciones de hoy, llama a reconstruir la Patria de Bolívar, San Martín y Artigas. ¡A la flauta!
Tal vez ninguno de los dos, ni el frenteamplista ni el pingüino, pueda tomar la suficiente distancia de los hechos como para darse cuenta de que eso mismo es lo que están haciendo. Porque Bolívar, San Martín y Artigas fueron tres grandes fracasados.
Eso: grandes y fracasados. Y la miniguerra con sede en Fray Bentos-Gualeguaychú (en la cual Buenos Aires y Montevideo no dan pie con bola), sólo hablaría de un rotundo y ridículo fracaso. Otro más y van...
¡¿Cómo es eso de que los Padres de la Patria fracasaron?! ¡¿Quién es este tipo para venir a derrumbarnos de un plumazo nuestos sueños de grandeza latinoamericanista?! Es la historia, estúpido...
Magnos, astutos e imbatibles a la hora de fundar independencias, Don Simón, Don José Francisco y Don José Gervasio terminaron sus días cada uno por su lado y convertidos en víctimas de sus propias obras. Tal vez la cuesta abajo de la gran ilusión sudamericana haya empezado en Guayaquil, el 27 de julio de 1822, tras el último encuentro sin conferencia de prensa entre Bolívar y San Martín, donde sólo quedó claro que, pese a las dimensiones del continente, no había lugar para los dos. San Martín se fue a Europa en el ’24 y casi vuelve a Buenos Aires en el ’29: se horrorizó ante el caos que era todo esto, ni siquiera desembarcó, pegó la vuelta y adiós, pampa mía.
Bolívar murió poco después, el 17 de diciembre de 1830, con apenas 47 años, tuberculoso, decepcionado, solo y para nada optimista: “Hemos arado en el mar”, fue una de sus últimas frases. Desde el Caribe hasta el Plata nada más podía hallarse un hilo en común: las guerras civiles.
Para ese entonces, José Gervasio Artigas ya estaba exiliado en el Paraguay, harto de las traiciones. Curiosamente, había sufrido su última derrota miliar en territorio entrerriano, donde años antes había radicado su cuartel general. El caudillo Pancho Ramírez, ahora aliado a Buenos Aires tras haberla combatido junto al propio Artigas, le hizo morder el polvo en Las Huachas. Los porteños nunca lo quisieron nada. Tal vez en la ruta de Gualeguaychú pocos sepan que la bandera celeste y blanca cruzada por una franja roja que usan en los cortes es la bandera de los Pueblos Libres artiguista, la que Entre Ríos porta como propia desde los tiempos en que los caudillos mesopotámicos aún combatían al centralismo.
Artigas no murió mucho más feliz que Bolívar o San Martín. Recluido en una chacrita paraguaya, rodeado de aborígenes y campesinos que le hablaban sólo en guaraní, se fue a la tumba el 23 de septiembre de 1850, con 86 años y convencido de que ese mismo centralismo era peor que la monarquía española. “Los Pueyrredones y sus acólitos querían hacer de Buenos Aires una nueva Roma imperial”, escribió en sus memorias.
En la famosa patria que pregonan nuestros presidentes, mandaban las conspiraciones, las traiciones y los celos entre líderes bastante belicosos. Parece que ahí vivimos, justo en el límite entre Gualeguaychú y Fray Bentos.