Como ya no es novedad, ni además parece importarle mucho a nadie que los partidos políticos hayan dejado de tener relieve determinante en la Argentina, no es un desatino revisar perfiles y rasgos salientes de gente de carne y hueso que se ofrece para dirigir ciudades, provincias o al propio país. Hay un claro desdén social hacia todo lo que sea o parezca “orgánico”, así que es hora de radiografiar individuos.
Elisa Carrió es acompañada desde hace diez años de importante consideración social. Asociada con el coraje civil, la honradez personal y la falta de eufemismos, se fue de la UCR y compite electoralmente desde fines de los 90, con su propio espacio, la Alternativa para una República de Iguales (ARI).
Interesa de ella su preocupación por libros e ideas; sobresale en un medio genéricamente mediocre y poco sensible a matices y rigores de la cultura. Su rasgo dominante, sin embargo, la perjudica, porque exhibe mucho desdén por lo plebeyo. De su boca salen a menudo conceptos como “vulgaridad”, con que abomina del mundo que la rodea. Corajuda y lanzada, su valentía denunciatoria se estrella casi uniformemente con la endeblez de las pruebas que ofrece.
En pocos años ha padecido cerca suyo muchas deserciones, y nunca ensayó una autocrítica que explique por qué suma menos de lo que resta. En general, responde a los portazos (Ocaña, Romá, Melillo) menoscabando a los que se van, por no tener méritos necesarios. Pero Carrió, a la que la sociedad prefiere registrar por su apodo casero, el diminutivo Lilita, es una mujer valiosa y necesaria, aunque lo gregario no sea su fuerte y resulte harto improbable imaginarla administrando algo, por su personalidad tan ígnea y (tal vez inconscientemente) descalificadora.
Ella misma se apartó de la función orgánica en el ARI, enviando la pésima señal de que prefiere no meterse en conducciones colectivas. En segunda línea, descuellan hoy los legisladores Eduardo Macaluse y Adrián Pérez, los más sólidos espadachines de su espacio.
A quien se llama por su nombre, casi sin mentar apellido, es a Mauricio Macri. Caso curioso de un hombre que proyecta ambivalente sensación de incomodidad en la política, Macri puede ser alguien que, al no tener necesidad de seducir de manera chabacana, se exhibe sereno y casi distante, pero también persona sin pasión por la política y que esconde su apatía descalificando lo que llama “la vieja política”.