Inspirado por los mails que empezaron a escribirse gracias a la siempre viva creatividad argentina, quiero sumarme a ellos para rendir homenaje a los mineros argentinos que no pudieron salvarse por las idénticas razones que hacen “desaparecer” a nuestro país (Mario Vargas Llosa dixit). Es un asunto triste, pero a muchos produce carcajadas.
En efecto, a los pocos días de la catástrofe chilena –que dio vuelta al mundo–, ocurrió otra similar aquende la cordillera. Quedaron sepultados tres docenas de mineros. Sus familiares corrieron al lugar y clamaron ayuda a los gritos. Algunos arrastraron a varios periodistas locales. Pero ninguno de sus informes pudo atravesar los filtros que se impusieron con rapidez en las redacciones. Desde la Casa Rosada se negó de inmediato el hecho con un breve comunicado.
Ahí se culpaba al monopolio periodístico y los desestabilizadores de siempre por inventar historias que buscan un golpe de Estado. El jefe de Gabinete dijo que era una simple y alucinada “sensación de catástrofe” fogoneada por la oposición. Como prueba de que nada había ocurrido en la mina, cuyo nombre y exacta ubicación se mantenían ocultos para evitar el aflujo de curiosos, la Presidenta invitó al gobernador de la provincia a disfrutar un tranquilo fin de semana en su residencia de El Calafate.
Pasados algunos días aparecieron noticias de que los mineros estaban vivos a más de seiscientos metros de profundidad, en un refugio provisto de alimentos y milagrosas ranuras que dejaban llegar aire del exterior. Sus familiares, amigos y compañeros volaron hacia las dependencias de ministerios, gobernación y sindicatos para implorar ayuda, sin que hicieran caso a sus reclamos. “¡Ya deben estar muertos!” les repetían.
Dos de ellos juntaron dinero para pagarse un viaje a Buenos Aires y recorrieron los medios de comunicación. De “6,7,8” los sacaron a patadas. En la calle los esperaba un piquete que les arrancó los pelos y amorataron a golpes. Fueron en busca de un taxi, pero antes de abrir la puerta un motochorro les quitó el bolso con su ropa y dinero. Con lo poco que uno había ocultado bajo el calzoncillo pudieron llegar a La Nación. Los escucharon, tomaron nota y prometieron mandar un investigador. Apenados por su estado, le ofrecieron dinero para dirigirse también al “monopolio”, a la revista Noticias y el diario Perfil.
Para su sorpresa, a las 24 horas las tapas de esos medios daban a conocer la horrorosa catástrofe y confirmaron que existían claras señales de vida en las entrañas de la tierra. La Casa Rosada convocó a la prensa para demostrar que esos medios usaban la desgracia argentina para desprestigiar al Gobierno. No se justificaba hacer tanto ruido por un accidente, ya que son incontables los que ocurren a diario.
Tres docenas de mineros no son más que los caídos en las rutas, los asaltos a mano armada o la mala prestación médica de los sanatorios privados. Para colmo esos medios se basaban en datos nebulosos sobre una imposible sobrevivencia.
Pese a la terca negación de los hechos, numerosos periodistas fueron al lugar y el asunto empezó a ser comentado por doquier. Los dos denunciantes fueron a abordar el avión que los llevaría de regreso, pero fueron esperados en el aeropuerto por un grupo de mujeres lideradas por Hebe de Bonafini que los calificó de turros al servicio del imperialismo, prometiendo que sus cadáveres serían enterrados juntos a los militares de la dictadura.
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