Sentada a la mesa del living de su prima Leila, Khowla (29) ceba mate y lo comparte. Hace sólo tres meses llegó al país junto a su hija de 4 años, escapando del horror de la guerra en Siria, su país de origen. Todavía no habla el idioma, pero ya aprendió a viajar sola en colectivo, aunque no sale a la calle sin la dirección del lugar adonde va anotada en un papel, por si se pierde.
“No hay vida en Siria ahora”, dice a PERFIL, mientras su prima, Leila Haikel, hace de traductora. No se conocían personalmente, pero ante los hechos una de ellas decidió ofrecer ayuda y la otra aceptarla. Los padres y algunos hermanos de Khowla siguen en Siria, y habla con ellos todos los días por redes sociales, teléfono y Skype. Quiere paz, que no haya más muertes.
Leila recuerda los días previos a que viniera y confirma que la decisión que tomaron fue la mejor. “Cuando empecé a mirar todos los días lo que estaba pasando, la complejidad para conseguir comida, estar viviendo sin agua, a veces sin luz, corriendo, con las bombas cayendo cerca de tu casa, le dije que viniera y ella aceptó”, cuenta. Una vez, mientras hablaban por teléfono, escuchó de fondo una explosión y los gritos de Khowla llamando a su mamá. “Me decía ¡nos pegaron, nos pegaron!, como que había caído ahí. Entonces llamé a Cancillería para pedir que aceleraran los trámites, que del otro lado había gente que se estaba muriendo”, agrega.
Dos meses tardaron en tener todos los papeles y documentos necesarios para traerlas al país. Con la embajada argentina en Damasco cerrada, los trámites se complican. Según datos de Cancillería, quedaron en Siria cien argentinos que decidieron permanecer allí.
Para Khowla irse no fue fácil. Desde Yabroud, su ciudad, viajó en colectivo hasta Damasco, y en taxi hasta el Líbano, donde tardaron un día en sellarle la visa. Nueve veces la frenaron en el camino por controles, y ese mismo día hubo uno de los peores bombardeos en Yabroud. Luego, en el aeropuerto libanés le hicieron perder el vuelo porque su pasaje no tenía vuelta. “Vos, siria, tenés que ir y volver”, le dijeron. Era la primera vez que salía de Siria, y tener a su lado a una nena de cuatro años no le garantizó ningún beneficio. Recién pudo volar al día siguiente, y en la escala que el vuelo a Buenos Aires hace en Dubai volvieron a retenerla para revisarle los documentos una y otra vez, mientras los otros pasajeros subían al avión. Finalmente, pudieron viajar.
En casa de Leila los teléfonos y la computadora están siempre prendidos. Dicen que la gente sube videos a internet para que el mundo pueda ver lo que ellos están viviendo.
Volver a empezar. En Argentina, los días de Khowla son tranquilos, pero si pasa un avión o hay truenos, tanto ella como su hija tienen miedo porque asocian los ruidos con los bombardeos. En su rutina diaria se incluyen el viaje en colectivo para llevar a su hija al colegio y las clases de español que practica en la computadora. También le gusta cocinar. Una vez que domine el idioma, el próximo paso será buscar empleo. En Siria trabajaba como diseñadora gráfica.
Su hija está aprendiendo a jugar. Sus recuerdos de los últimos dos años son de violencia, gente muerta, ventanas que explotan. Cuando llegó, sus dibujos remitían a las bombas.
Ahora, las cosas empiezan a cambiar para las dos. La recepción de la gente, dicen, es muy buena. Al principio no sabía cómo reaccionarían los argentinos a –por ejemplo– la hiyab, el pañuelo que por religión las mujeres musulmanas usan en la cabeza. Pero sus dudas y miedos se disiparon apenas llegó. Ahora, mientras se acostumbra a su nueva vida, insiste con su mensaje: que en Siria haya paz.