La realidad supera la ficción. Nunca tan hermosamente realizada esta frase como en el caso de Ignacio, devenido Guido Montoya Carlotto, a partir de la conmovedora historia de su restitución (que es a su vez la restitución de su historia). El cine nos había acercado ya a la ficción de August Rush, un niño a quien el horror separa de sus padres, ella celista y él guitarrista de rock. Pero August hereda de sus padres el don por la música, y será a través de ese prodigio de los sonidos como logre, sin calcularlo, reencontrarse con ellos.
También en la película El concierto, una violinista consagrada elige ser solista en una gala de Tchaikowsky, sin sospechar que esa ejecución será la oportunidad de reencontrarse con la historia de su propia madre, también violinista, quien debió separarse de ella cuando bebé para salvarla de la Siberia estalinista. O en el bello film animado Anastasia, donde la memoria de una melodía en una cajita de música sella el reencuentro entre una abuela y una nieta largamente buscada. Y por cierto en el final conmovedor de Doctor Shivago, cuando el anciano, que lo ha vivido todo, desde los zares hasta las granjas colectivas, advierte la mandolina que la joven aprendió a ejecutar virtuosamente y sin maestros, y le dice amorosamente: entonces es un don. Un don, un obsequio, un legado que ella heredó de su abuela, como heredamos todos ciertos rasgos que van delineando una identidad nunca imaginada.
¿Qué es entonces un don? Oscar Montoya, el padre de Guido, fue homenajeado bautizando con su nombre una sala de música en la escuela de Caleta Olivia. Y su hijo, sin saberlo, retoma el camino del padre desaparecido estudiando y dictando clases de música en un conservatorio de Olavarría. Aquí el don no remite a la genética, sino a la historia. En los casos de niños privados de su identidad, la dictadura militar se ocupó de suprimir las coordenadas de la filiación para que aquellos niños, hoy adultos, no pudieran ser recuperados. Desaparecieron a sus padres, hicieron parir a sus madres en hospitales militares, asesinaron a los testigos y falsearon sus nombres durante largos años.
Pero el borramiento de las marcas nunca es una operación completamente exitosa. Cuando todas las referencias parecían haber sido suprimidas, es el cuerpo el que recuerda. ¿Pero de qué cuerpo se trata? El “índice de abuelidad”, que certifica la filiación incluso en ausencia de una generación, adquiere valor significante porque es aquello del cuerpo que perdura de la historia silenciada. La memoria musical debe ser situada allí. Con su vocación artística, Guido sale al encuentro de su padre, como, al componer para las Abuelas, fue al encuentro de Estela de Carlotto. Alejada de toda determinación genética, la búsqueda de una filiación es una decisión del sujeto. Y el don, en lo que se ofrece y en lo que se recibe del Otro, es el acontecimiento que la hace posible.
*Autor, junto a Carlos Gutiérrez, de La encrucijada de la filiación: tecnologías reproductivas y restitución de niños.