Se cumple un cuarto de siglo de la guerra de las Malvinas. Invito al lector a que pensemos juntos sobre el conflicto que nos llevó a ella, y especialmente sobre la causa Malvinas, las experiencias, los anhelos, los valores y los sentimientos que dieron forma a esa causa que parece eterna y que tanto nos habla de nosotros mismos (...).
El tema es doloroso porque está atravesado de viejas y nuevas heridas, superficiales algunas y otras profundas, pero todas abiertas. Y yo me dispongo a echar sal en esas heridas (...). Empiezo por reírme de mí mismo; mi primer recuerdo malvinero es íntimo, pero el lector maduro sabrá encontrar episodios semejantes en la mochila de su propio pasado. Tenía 12 años, en 1963, cuando asistí con mis primeros pantalones largos a la cena de despedida de una tía que viajaba a Europa. Para una familia laburadora clase media baja y raíces italianas se trataba de un acontecimiento: el primer regreso desde que mi abuelo dejara Calabria sesenta años antes (...). A los postres, un comensal investido de autoridad familiar extrajo el previsible pergamino en que cada uno expresó sus mejores augurios. Un segundo antes de que llegara mi turno, no sabía qué escribir; ni lo pensé. Tomé la lapicera y puse con mano firmé: “Las Malvinas son argentinas” (...).
¿Qué se supone que los gobiernos y ciudadanos de a pie deberíamos hacer con esta causa que se ha entrelazado con nuestra historia y todo indica que lo seguirá haciendo? Y ¿qué nos dice la causa sobre nosotros mismos, sobre cómo nos vemos, nos relacionamos entre nosotros y con el mundo? Son preguntas ineludibles, porque ninguna de sus respuestas es irrelevante para nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos. Mis propias respuestas podrán o no ser semejantes a las suyas, lector, pero creo que pensar bien exige un momento de diálogo y crítica (...).
Dudo muchísimo de que exista una condición nacional, si por tal se entienden rasgos culturales sustantivos, esencias, formas de ser que nos hagan tropezar siempre con las mismas piedras. Este supuesto evoca la expresión ser nacional de moda en décadas pasadas y a la que apelaban tanto movimientos populares como gobiernos dictatoriales, bajo la análoga pretensión de sintetizar en una fórmula mágica el cemento de nuestra sociedad. Ahora se trata de códigos genéticos de cultura o identidad, a mi entender auténticos macanazos (...). Existen, sin duda, rasgos frecuentes entre nosotros. No constituyen una identidad, pero la ofrecen (...), y haré el esfuerzo utilizando la rica materia prima de la causa Malvinas. Si rechazamos el supuesto de una condición nacional, el paso inmediato es observar críticamente los lugares comunes que no componen una identidad, pero que la proponen con formidable poder identitario, nos envuelven, nos mueven a actuar, a creer y a hablar de ciertos modos, como envuelve la música a los transeúntes.
Uno de esos lugares comunes es el nacionalismo argentino; no estoy sugiriendo que el nacionalismo sea central en una hipotética identidad argentina o en el mundo cultural de los argentinos individualmente considerados. Postulo, en cambio, que el nacionalismo argentino está configurado por un conjunto de proposiciones cuyo poder identitario hace de él un protagonista constante de nuestro mundo político cultural. Y entre las cuestiones que se vuelven centrales cuando reflexionamos sobre estos rasgos, cuya eficacia de interpelación es tan grande como desapercibida, tal vez la más convocante y política –lo que me disculpa de escribir un libro sobre fútbol, tango, picanas eléctricas, biromes o dulce de leche– es la cuestión de la causa Malvinas.
Si el lector escucha decir cuestión Malvinas, inmediatamente recordará la ocupación de las islas por los ingleses, los reclamos argentinos, la guerra de 1982, los ex combatientes. A los más informados, las palabras evocarán la resolución 2065 de las Naciones Unidas, el Operativo Cóndor y el Gaucho Rivero. Este libro sostiene algo diferente: que la cuestión Malvinas es, sobre todo, un descomunal entripado argentino, un enorme problema de los argentinos con nosotros mismos. Y un problema que condiciona mucho nuestra relación con el mundo. Por eso, no hablaré aquí en términos convencionales de la cuestión Malvinas entendida como conflicto territorial, problema jurídico estatal o capítulo de la historia argentina. Lo haré frecuentemente, pero sólo cuando sea necesario, para entender la causa Malvinas, ese espejo –¡excepcionalmente nítido, pero no el único posible!– de la cultura política argentina (...).
En otras palabras, si Malvinas tiene un excepcional valor simbólico, es porque la forma en que miramos las islas es una forma poderosa –nos es difícil sustraernos a ella– de mirar el mundo y de mirarnos a nosotros mismos. Hablar de las Malvinas no es solamente hablar de la relación entre el archipiélago y la Nación, sino primordialmente de nuestro nacionalismo, un modo particular de concebir el país que tiene por valores centrales una supuesta o deseada unidad cultural y espiritual del pueblo, para la cual el Estado es muchísimo más importante que la República, y en la que la oposición a lo “externo” o antinacional ocupa un papel dominante en la definición de la identidad nacional (...).
Un núcleo duro, muy extendido, de nuestra cultura política, ha sido la búsqueda de “unidad” y la peculiar creencia, arraigada inclusive en los actores más devotamente democráticos y pluralistas, de que nuestros males corresponden a haber estado casi siempre divididos y enfrentados y carecer de un proyecto nacional. A muchos lectores podrá parecerle esto muy lógico; de eso se trata precisamente: entre nosotros suena como lo más natural del mundo. ¿Qué tiene de malo que los argentinos busquemos la unidad? Pero, ¿unidad por qué, en qué y a través de qué? Esa búsqueda de unidad cobra la forma de un impulso a veces incontenible hacia el unanimismo y un anhelo de uniformidad. Pero la paradoja es que ello sucede en una sociedad tan rica en su diversidad que alcanzar la unidad –ya de por sí, a mi entender, muy indeseable– es imposible (...).
Esa búsqueda de uniformidad lleva a una irritada intolerancia, ya que es siempre frustrante porque condena al fracaso a todos los que se embarcan de un modo u otro en ella. Buscándonos de esa forma, una y otra vez, lógicamente, “los argentinos” no nos encontramos jamás, ni en nada (...). La intolerancia es ir al hombre en lugar de ir a la pelota. Pero hay en la imposibilidad de satisfacer esta sed de unanimismo una peligrosa excepción: la propia cuestión Malvinas. Malvinas parece conseguir lo imposible (...); el impulso unanimista tiene un objeto, un destinatario aparentemente alcanzable: Malvinas encarna ese ideal, ya que la malvinidad es unánime; realiza, imaginariamente, esa uniformidad de criterios, fines, pasiones. Torna verosímil, en un perpetuo presente, el unanimismo; en lenguaje nacionalista, podríamos decir que “Malvinas indica el camino: si los argentinos estuviésemos en todo unidos como lo estamos por Malvinas, entonces a la Argentina le iría bien”.
No es todo; ese contra-ejemplo que ofrece la causa Malvinas no alcanza para desmentir –más bien, confirma– la noción de que a los argentinos nos faltan sentimientos comunes, y que eso nos pasa porque nos falta nacionalismo. El nacionalismo no es el mismo en todas partes; se experimenta más intensamente como falta: como una convicción absolutamente extendida –otro lugar común– de que no queremos a nuestro país como otros pueblos quieren a los suyos, y nuestras élites e intelectuales no han sido todo lo nacionalistas que deberían haber sido. Pero un nacionalismo que se percibe a sí mismo como ausente es un nacionalismo que puede disculparse de toda la historia (...).
Ello tiene una gran ventaja, sobre todo para nuestros vecinos... hasta cierto punto. Aun en su diversidad, el nacionalismo de los argentinos (sea ideológico y vehemente, muy visible o banal, aquel que de tan acostumbrados a verlo no vemos) no ha sido, en general, un nacionalismo agresivo. Es más bien un nacionalismo defensivo, y más aún, lastimero y autoflagelante.
Pero las excepciones a este trazo no son nada secundarias, y muestran lo resbaladizo del terreno nacionalista: el victimismo impulsa a episodios de agresión, experimentados como excepciones justificadas. Esto se vincula con otro núcleo duro de nuestra cultura política nacionalista: el decadentismo. El decadentismo expresa la idea de que el sino trágico de una pérdida nos embarga y nos impide realizarnos en plenitud y positivamente. Así como un pilar del unanimismo es el concepto de la necesidad de un “proyecto nacional”, al decadentismo lo pinta de cuerpo entero la frase que evoca el “extravío de una gran Nación”. Nos cuenta que “fuimos una gran Nación, pero dejamos de serlo al equivocar el camino”. El decadentismo puede llegar al summun, en ocasiones, traspasando la línea del lamento por la decadencia a la identificación narcisista con la misma (...). Como dijo Abel Posse en 2003, inspirado en el colapso de la Convertibilidad: “Tal vez nuestra desgracia haya sido nuestra salvación. Nuestro rotundo fracaso en ser el niño modelo del esquema globalizador-mercantilista nos devuelve a una posibilidad que no nos atrevemos a asumir. Está cayendo un sistema perverso y no es hora de llorar por él. Se ha demostrado la salud de nuestro pueblo, al que le costó aceptar un modelo de sociedad donde todo se compra y todo se vende (...). De modo que al fracaso de un sistema que veíamos realmente desajustado con la sensibilidad y la cultura de los argentinos, lo tenemos que aceptar como la posibilidad de un nuevo comienzo”.
No hay contradicción entre el lamento y la celebración orgullosa de la decadencia. Porque una piedra angular del decadentismo y el victimismo es, aunque suene paradójico, la sobrevaloración de nosotros mismos. Esta sobrevaloración, así como convicciones sobre que “fuimos alguna vez una Nación importante entre las naciones, y estamos destinados a volver a serlo”, colorean nuestra relación con el mundo en versiones nacionalistas de derecha o izquierda, pasando ciertamente por las liberales. Si hay algún nacionalismo efectivo en la Argentina, es el liberal, dado el éxito que ha conseguido en disimularse a sí mismo (...); la Argentina tiene una tradición: las reglas nos importan un comino , están puestas para perjudicarnos y –argumentación absurda si las hay– si los poderosos no las cumplen, ¿por qué tendríamos que cumplirlas nosotros? (...).
Al decadentismo le corresponde, en consecuencia, una maniquea búsqueda de “agentes externos perversos” que nos perjudican y nos ennoblecen al convertirnos en sus enemigos. De allí la convicción de que las causas de nuestros males hay que buscarlas afuera o en los malos argentinos que sirven a los de afuera y fueran cuales fueren los hechos conocidos; por ejemplo, tendemos a creer que detrás de cada golpe de Estado hay una conspiración internacional y, para muchos, la última y más atroz de las dictaduras –la del Proceso– fue poco más o menos una disposición administrativa (y secreta) de Henry Kissinger. El presidente Kirchner nos dio una magnífica explicación decadentista con toda la virtud de la concisión: “Nos hacemos cargo como país –dijo en la ONU en setiembre de 2003– de haber adoptado políticas ajenas para llegar a tal punto de endeudamiento” (...). Siempre hemos perdido territorio o hemos sido despojados porque los “malos argentinos” lo permitieron.
Y para esto, la causa Malvinas es perfecta: fuimos despojados y, aunque el derecho internacional nos dé la razón, reglas no escritas a favor de los poderosos nos impiden recuperar las islas. Y así podemos representarnos convincentemente ante nosotros mismos como David enfrentando a Goliat, ¡y quizá, algún día, vencerlo! De hecho, son muchos los argentinos que creen que entre abril y mayo de 1982 estuvimos a un paso de la victoria diplomática, y que en junio de 1982 estuvimos a un tris de la victoria militar (...).
Así, también Malvinas se presta exitosamente a mantener viva la llama del decadentismo y el victimismo. Su irredención (con la esperanza y el derecho de nuestro lado) activa esa forma de percibir nuestros problemas en términos de recuperación de lo perdido. Sólo faltaría que, con voluntad política, decidiéramos levantar la cabeza, enfrentar a los poderosos de la Tierra y recuperar a la vez las islas de manos extrañas y al país de su decadencia.