—¿Ha disminuido el apego por la religión en el mundo actual?
—Desde el siglo XX ya nadie sostiene eso, lo que está clarísimo es que ha habido una transformación de lo religioso. Han aparecido religiones mundanas, civiles, además de nuevas sectas e Iglesias, pero lo religioso no ha desaparecido en absoluto.
—El concepto de religión civil, que primero esboza Rousseau como fundamento de la sociabilidad, ¿pone de manifiesto el papel de cohesión que muchos autores le atribuyen a lo religioso?
—Al decir que hay religiones en el siglo XX y XXI, me estoy refiriendo a un sentido de lo trascendente. Aquí la trascendencia se define de muchas maneras; si no se cree en lo sobrenatural, entonces la trascendencia es mundana, como en el caso del nacionalismo, que es una religión política. La religión civil es de esta naturaleza aunque no necesariamente nacionalista, más bien atribuye una cualidad sagrada a la sociedad: cuando hay un culto a la sociedad, hay una religión civil. Lo que sucede es que ésta puede identificarse con una nación determinada y pasa a ser entonces religión civil nacional; el hombre rinde culto a su tribu y a su sociedad con una serie de símbolos y de rituales, como se ve cada día.
—Existe, entonces, una diferencia entre nacionalismo y religión civil...
—Es cuestión de grado: hay religiones mucho más tenues, ligeras, livianas que se sustentan en la virtud pública, la solidaridad, la fraternidad entre los hombres, y otras religiones civiles que pueden llegar hasta el fascismo o el nazismo, en su forma extrema, y dejar de ser cívicas. No obstante, cuando usamos la expresión religión civil siempre pensamos en una religión de cultos y conductas cívicas. Hay que ir con mucho cuidado en estas cosas porque son términos escurridizos. Por ejemplo, la religión civil norteamericana, que es una de las más antiguas de las que se han estudiado, tiene una serie de rituales públicos –como la instauración del presidente, la imagen de los Estados Unidos en todos los billetes, el saludo a la bandera cada mañana en las escuelas– que pueden manipularse y ser convertidos en formas extremas de patriotismo, como ha ocurrido en las últimas elecciones presidenciales en ese país. En otros casos se rutinizan y banalizan y no pasan a conformar una religión civil fuerte. Es decir, que hay como mínimo un espectro de posibilidades; la intensidad del sentimiento de religiosidad civil varía: puede ser muy suave o no, puede confundirse con el nacionalismo, o puede convertirse en una suerte de piedad pública mínima que fomenta la convivencia y los buenos modales.
—En todo caso, ¿la religión civil se encuentra estrechamente ligada al espíritu democrático?
—Más que al espíritu democrático, al espíritu republicano. La noción de religión civil viene ya desde Rousseau, aunque ésta contradecía su propia teoría; él hablaba de un contrato social entre personas libres y acaba su ensayo sobre el contrato social con unas páginas dedicadas a la religión civil. Porque se dio cuenta de que si no compartimos creencias públicas –no contractuales sino de dogmas, algo sagrado que nos una– no podemos convivir. Ahí está el asunto: necesitamos algún sentido de lo sagrado: la convivencia pacífica debe darse entre seres con intereses encontrados y por eso necesitamos apelar a lo trascendente; no estoy diciendo a lo sobrenatural sino a lo trascendente. La religión civil está ligada más a la versión republicana de la vida y mucho menos al comunitarismo y al liberalismo. Aquélla alude a que los seres humanos no están en lucha unos con otros sino que pertenecen a una comunidad de convivencia en la cual lo importante es la vida medianamente virtuosa, una visión fraterna que nos permita ser solidario; tener una vida pública decente.
—¿Cómo encaja esta noción de religión civil en un mundo donde el salvajismo de la economía soslaya derechos básicos, donde las conductas parecen más bien determinadas por el individualismo egoísta, existe desinterés político, y el pluralismo de las sociedades no se ve reflejado en el acceso a la ciudadanía?
—El lugar que ocupa la religión civil en este mundo es de contraste: se para delante de lo que está proponiendo la sociedad contemporánea con la lucha individualista y egoísta de cada uno por sus llamados intereses (mejor dicho, por sus pasiones, como la codicia). El capitalismo y el liberalismo proponen unas reglas de juego universales donde todos luchamos unos contra otros; hay unas normas que más o menos se respetan y dentro de las cuales uno puede hacerse millonario o caer en la pobreza. En cambio, el republicanismo pide unos mínimos de solidaridad y fraternidad, esto es, esencialmente, el ejercicio del altruismo. La religión civil propone una sociedad fraterna en la cual el altruismo sea el cemento de la vida social. Y eso se conjuga muy mal con el mundo silvestre al que acaba usted de aludir. Sin embargo, fíjese que la vida está llena de contradicciones: por un lado se nos pide que vayamos a lo nuestro y por otro que seamos solidarios. ¿Que en la batalla ganan las fuerzas del mal? Hay que ver la cantidad de movimientos cívicos de solidaridad, la indignación moral que causa la explotación de lo que antes se llamaba el Tercer Mundo, la preocupación por la mortandad infantil; una especie de indignación moral que sentimos todos ante la injusticia del universo. Lo malo es que hemos construido esta sociedad absurda, dedicada a la prosperidad y que no es próspera, a la libertad y que no es libre, a la solidaridad y que no es solidaria. Hay una tensión entre lo que hemos proclamado como virtudes públicas y lo que ocurre en la práctica.
—Invirtamos la pregunta: ¿en qué medida puede ayudar la religión civil a consolidar y legitimar un sistema político que, pese a ser democrático, genera desigualdades e injusticias?
—Una religión civil no se proclama como las demás cosas, pero existe, se amolda y luego se transforma en ideología, y sirve para dar cohesión a una sociedad determinada. Tiene el peligro de degenerar en culto al propio país o a la propia nación. O puede ser inocua, como en Inglaterra, por ejemplo, con el suave culto a la monarquía británica. En el otro extremo, una religión civil esencialmente republicana puede transformarse en una ideología totalitaria, como ha ocurrido en la Unión Soviética, donde el stalinismo era la religión civil original (que decía “comunismo es fraternidad”) pero transformada en su contrario. En esos casos la religión civil se hunde y se convierte en ideología totalitaria. Y en su forma más fanática se niega a sí misma, deviene ideología impuesta, negación de la virtud cívica y la participación política.
—¿Han surgido nuevas manifestaciones de religión civil con la globalización?
—En la medida en que existe una mundialización de la sociedad civil tiene que existir una religión civil mundial; no digo que todo el mundo la sienta pero hay cierta gente de clase media, con movilidad geográfica, con preocupaciones internacionales, que no sólo está a favor de una sociedad civil mundial sino también de una religión civil mundial, aunque no lo digan siempre con esas palabras. Eso está clarísimo, se puede leer en textos, en declaraciones; en esa clave hay que interpretar el nacimiento del foro de Porto Alegre. La mundialización de la religión civil es indudable, aunque aún sea muy incipiente.
—¿Puede incluirse aquí a la Unión Europea?
—Sí, claro. Pero también aquel intento en Cuzco, Perú, de impulsar una Unión Sudamericana, cuando los presidentes del Cono Sur se reunieron a principios de diciembre de 2004 para conversar sobre la gestación de una integración regional. Pero estos proyectos no cuajan si no se apoyan sobre una infraestructura de culto a una idea soñada, en este caso, de Hispanoamérica. En el caso de la Unión Europea, el culto cívico está claro, aunque se haya empezado por signos externos, como el perfil del continente en los billetes de banco, la bandera de la Unión, el himno con la música de Beethoven, y así sucesivamente. Por eso estos símbolos no despiertan aún las pasiones que puede desencadenar un estandarte nacional.
—¿Debe leerse como una hipocresía que los poderes mundiales y buena parte de las sociedades, por un lado, rindan culto a principios cívicos y derechos humanos y, por otro, avalen un sistema económico con efectos opuestos?
—Estoy de acuerdo, eso se constata en la práctica. Pero no olvidemos que toda civilización, por definición, incluye una forma de hipocresía; la hispánica, la británica, la china... La convivencia social entraña hipocresía; sin hipocresía no hay vida civilizada.
—¿Encuentra rasgos de religión civil en la ideología neoliberal?
—No, aunque en algunos casos, como en los Estados Unidos o en algunos países anglosajones, se vislumbra algo de eso cuando se habla del american way of life, que incluye subrepticiamente el liberalismo económico, como si fuera la religión sagrada de los yanquis. Y cualquier puesta en tela de juicio del capitalismo como forma de vida parece que viola los principios básicos de ese modelo; en esa actitud sí que el liberalismo es parte de la religión civil. Pero en cualquier otro país no es así; en Argentina, Chile o México no forman parte de una religión civil. Ahora bien, debemos aclarar que estos temas son complicados porque se mezclan con el nacionalismo, con la ideología, en el caso de Francia con el laicismo... son terrenos nebulosos. Por un lado, sabemos que existen y que son importantes y que tienen relaciones muy directas con la ideología predominante en un país. Pero por otro son difíciles de demarcar, de establecer dónde comienzan y acaban.
—En todo caso, cabe afirmar que la religión civil, cualquiera sea su manifestación, evidencia la predisposición humana a profesar la fe; la necesidad del hombre de creer en algo.
—Absolutamente. Insisto: no sé si es la naturaleza humana –mi maestra Hannah Arendt siempre evitaba esta expresión porque decía que no sabremos nunca lo que eso implica–, pero el hombre constituye un Homo religiosus. Claro que alguno se muestra más místico que otro. Con todo, la diferencia de religiosidad se muestra esencial entre seres humanos: la intensidad de las creencias varía de unos a otros. Pero en general todos poseen una dimensión religiosa y, si no rinden culto a Dios o a algo sobrenatural, lo hacen a una estrella de cine, a un equipo de fútbol o a una nación. Si bien el alfa y omega de nuestros cultos se distancian, sólo basta abrir los ojos y observar nuestra conducta cotidiana para constatar que necesitamos rendir cultos, tener símbolos y atribuir poderes carismáticos a las cosas. Ahora bien, simplificando mucho la fórmula, podemos decir que cuanto más secular es el mundo, más religión civil hay.
—¿Cómo explica el resurgimiento del interés por las ideas de Hannah Arendt?
—El interés actual por Hannah Arendt tiene que ver con el nuevo concepto de republicanismo, que se centra en lo cívico, en lo libertario de acuerdo con el sentido genuino de la palabra. Es en castellano donde aparece la palabra universal “liberal”. Liberal, libertario, son términos que hacen honor a nuestro país y a la cultura nuestra. En ese sentido, nos interesa ahora Arendt, porque ella cree que el mundo está abierto. Explica bastante su línea de pensamiento el hecho de que beba de las fuentes de la revolución americana, de la independencia de Estados Unidos más que de la Revolución Francesa, que es de donde parte la tradición de la izquierda.
—Las únicas propuestas concretas de Arendt propician las formaciones espontáneas, los soviets o consejos obreros. Por otro lado, hay algo muy inquietante en su pensamiento: su insistencia en que la política es cosa de pocos y cultos, que la verdadera libertad es un lujo para iniciados.
—En efecto, se adivina en ella una vena aristocratizante, por otro lado nada ajena a la tradición republicana y revolucionaria. Es la gran paradoja. Robespierre invocaba constantemente, como gran principio revolucionario, la virtud ciudadana, tal como hacemos los republicanos de hoy, que invocamos constantemente la virtud cívica y, por tanto, la necesidad de educar a la ciudadanía. Pero para Robespierre, como para Lenin, el monopolio de la virtud lo tiene el partido, que es la vanguardia que interpreta y gestiona la salud pública. Los demás republicanos tenemos mayor confianza en la ciudadanía en general, y desconfiamos en todo partido monopolista único. Hannah Arendt propicia, como en España hiciera Francisco Giner de los Ríos, un republicanismo cívico en el que lo crucial es educar a la ciudadanía. Le interesan, como me interesan a mí, las condiciones prácticas de la libertad, en qué condiciones no fabricamos un Eichmann o no mandamos a la gente a Siberia. Esa virtud ciudadana implica instituciones de enseñanza, escuelas, educación, austeridad. Yo, por ejemplo, no hubiera hecho la Expo de Sevilla, sino que hubiera invertido esos millones en hacer escuelas en toda Andalucía. En calidad de vida, en generar tejido social, en crear cooperativas, fomentar la autogestión. Tener fe en el hombre, pero no imponer, poco a poco, sin forzar a nadie. Es, por ejemplo, lo que piensa Isaiah Berlin, socialista británico, que se entere la gente de una vez, socialista convicto y confeso y que tratan de apropiárselo indebidamente los liberales.
—Cometemos errores demasiado frecuentes en los que otros ya cayeron en el pasado. ¿Estamos olvidando nuestra propia historia?
—Cierto, tenemos una tendencia a olvidarnos de ella. La memoria histórica, de la que hablamos mucho pero no tenemos demasiada idea de lo que es, debería incluir lecciones sobre eso. Hay que recordar que la crispación conduce al desastre. Por tanto, debemos mostrar una actitud serena, conversar y presentar argumentos en contra y a favor de cualquier tema, pero siempre de forma racional. Pelear no es propio de ciudadanos modernos, pero en este país estamos pasando por un momento de intercambio de improperios, y por ese camino no vamos a ninguna parte. Lo importante es dialogar y discutir las cosas tranquilamente, de una manera sopesada. Hay que argumentar las posturas que tomemos en cuestiones de política económica, medioambiental, etc., y luego saber explicarlas al pueblo.
—Una vez le preguntaron a Albert Einstein cómo pensaba que se libraría la Tercera Guerra Mundial. El científico respondió: “No sé con qué armas se luchará, pero sí sé con cuáles lo harán en la Cuarta Guerra Mundial: palos y piedras”. ¿Opina usted lo mismo?
—Desde luego. Tendemos hacia el desastre. No sé si habrá un caos universal, especialmente en lo que respecta al cambio climático y al incremento en los índices de población en el planeta. Más que una guerra mundial, habrá un desbarajuste generalizado con el que acabaremos volviendo al Paleolítico Inferior.
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