TEXTUM
Flora Tristán

Por qué menciono a las mujeres

Flora Tristán (nacida el 7 de abril de 1803 en Burdeos, y fallecida en la misma ciudad francesa el 14 de noviembre de 1844) fue una anticipada a su tiempo, precursora de los feminismos latinoamericanos y del socialismo, como mujer y como pensadora. La editorial del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) publicó recientemente una compilación de sus escritos que recupera su legado intelectual y pone en evidencia su compromiso con las mujeres y las clases trabajadoras desde una perspectiva que resuena con fuerza en estas épocas. De “Peregrinaciones de una paria” -que incluye sus relatos de viaje por Londres y Francia-, les compartimos “Por qué menciono a las mujeres”, un texto con una cierta mirada elitista pero también una impactante y filosa observación de la vida cotidiana de las mujeres, con largos párrafos que podrían re-escribirse hoy, sin tocar una coma.

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Flora Tristán | CEDOC

Obreros, hermanos míos, trabajo para ustedes por amor porque ustedes representan la parte más vivaz, más numerosa y útil de la humanidad, y porque desde ese punto de vista yo encuentro mi propia satisfacción en servir a su causa. Les ruego encarecidamente que lean con la mayor atención este capítulo, porque tienen que ser conscientes de que corresponde a sus intereses materiales comprender por qué menciono siempre a las mujeres llamándolas: obreras o todas. Para aquel cuya inteligencia está iluminada por los rayos del amor divino, del amor a la humanidad, le es fácil captar el encadenamiento lógico de las relaciones que existen entre las causas y los efectos. Para aquel, toda la filosofía, toda la religión se resume en dos preguntas: la primera, ¿cómo se puede y se debe amar a Dios y servirlo con miras al bienestar universal de todos y de todas en la humanidad? La segunda, ¿cómo se puede y se debe amar y tratar a la mujer con miras al bienestar universal de todos y de todas en la humanidad? Estas dos preguntas, así planteadas, constituyen en mi opinión la base sobre la cual debe fundamentarse, con miras al orden natural, todo lo que se produce en el mundo moral y material (el uno fluye del otro).

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No creo que este sea el lugar para responder a ambas preguntas. Más tarde, si los obreros me manifiestan su deseo, con mucho gusto trataré con ellos, metafísica y filosóficamente, los asuntos de orden más elevado, pero por el momento basta plantear aquí las dos preguntas como representando la declaración formal de un principio absoluto. Sin remontarse directamente a las causas, limitémonos a examinar los efectos. Hasta el presente, la mujer no ha contado para nada en las sociedades humanas. ¿Cuál ha sido el resultado? Que el sacerdote, el legislador, el filósofo la han tratado como verdadera paria. La mujer (la mitad de la humanidad) ha sido puesta fuera de la Iglesia, fuera de la ley, fuera de la sociedad. Para ella, ninguna función en la Iglesia, ninguna representación ante la ley, ninguna función en el Estado. El sacerdote le dijo: “Mujer, tú eres la tentación, el pecado, el mal; tú representas la carne, es decir, la corrupción, la podredumbre. Llora por tu condición, arroja ceniza sobre tu cabeza, enciérrate en un claustro y allí macera tu corazón, que está hecho para el amor, y tus entrañas de mujer, que están hechas para la maternidad; y cuando tú hayas mutilado así tu corazón y tu cuerpo, ofréceselos ensangrentados y resecos a tu Dios por la remisión del pecado original cometido por tu madre Eva”. Luego, el legislador le dijo: “Mujer, por ti misma tú no eres nada como miembro activo del cuerpo humanitario, no puedes esperar encontrar un lugar en el banquete social. Si quieres vivir, es necesario que sirvas de anexo a tu amo y señor, el hombre. Entonces, de soltera, obedecerás a tu padre; casada, obedecerás a tu marido; viuda y anciana, ya no se te hará ningún caso”. Luego, el sabio filósofo le dijo: “Mujer, la ciencia ha comprobado que, por tu contextura, eres inferior al hombre”.

Nada endurece más el corazón y el carácter de un niño que el trato injusto y brutal

Ahora bien, no tienes inteligencia, ni comprensión para las cuestiones elevadas, ni lógica en las ideas, ninguna capacidad para las denominadas ciencias exactas, ni aptitud para los trabajos serios; en fin, eres un ser débil de cuerpo y de espíritu, pusilánime, supersticioso; en una palabra, no eres más que un niño caprichoso, voluntarioso, frívolo; durante 10 o 15 años de tu vida eres una graciosa muñequita, pero llena de defectos y de vicios. Por eso, mujer, es necesario que el hombre sea tu amo y ejerza sobre ti toda su autoridad.

He aquí cómo los más sabios entre los sabios han juzgado a la raza mujer, desde hace más de 6 mil años que el mundo existe. Una condena tan terrible, y repetida durante 6 mil años, era capaz de impresionar a la masa, porque la sanción del tiempo tiene mucha autoridad sobre ella. Sin embargo, lo que nos da esperanzas de que se podrá apelar ese juicio es que, de igual manera y durante 6 mil años, los más sabios entre los sabios han mantenido un juicio no menos terrible sobre otra raza de la humanidad: los PROLETARIOS. Antes de 1789, ¿qué era el proletario en la sociedad francesa? Un villano, un palurdo, una bestia de carga, sometida a la voluntad absoluta del señor. Luego, llega la revolución del 89 y de repente los más sabios entre los sabios proclaman que la plebe se llama pueblo, que los villanos y los palurdos se denominan ciudadanos. En fin, proclaman en plena asamblea nacional los derechos del hombre.

Flora pedía estar atentos y ver qué espantoso es aceptar un falso principio

El proletario, pobre obrero, visto hasta entonces como un animal, quedó muy sorprendido al enterarse de que eran el olvido y el desprecio que habían hecho de sus derechos los que habían causado la desgracia en el mundo. ¡Oh! Y estuvo muy sorprendido de enterarse que iba a gozar de derechos civiles, políticos y sociales, y que por fin se volvía igual a su antiguo amo y señor. Su sorpresa aumentó cuando le informaron que poseía un cerebro de igual calidad que el príncipe real heredero. ¡Qué cambio! Sin embargo, no tardaron en darse cuenta de que ese segundo juicio emitido sobre la raza proletaria era mucho más exacto que el primero, ya que apenas se proclamó que los proletarios estaban aptos para todo tipo de funciones civiles, militares y sociales se vio salir de sus filas generales que ni Carlomagno, ni Enrique IV, ni Luis XIV jamás pudieron reclutar de las f ilas de su orgullosa y brillante nobleza. Luego, como por encantamiento surgieron en masa, de las filas del proletariado, sabios, artistas, poetas, escritores, estadistas, financistas que arrojaron sobre Francia un brillo que no había tenido nunca. La gloria militar la cubrió como una aureola; los descubrimientos científicos la enriquecieron, las artes la embellecieron; su comerció se extendió enormemente y en menos de 30 años la riqueza del país triplicó. La demostración de los hechos no tiene réplica. Además, todo el mundo reconoce hoy en día que los hombres nacen indistintamente con facultades aproximadamente iguales, y que la única cosa de la que uno debería ocuparse sería la de intentar desarrollar todas las facultades del individuo con miras al bienestar general.

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PERU. De niña, Flora conoció a Simón Bolívar. Paul Gauguin, el gran pintor posimpresionista, fue su nieto.

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Es necesario reconocer que lo que sucedió a los obreros es de buen augurio para las mujeres cuando llegue su revolución del 89. A partir de cálculos muy simples, es evidente que la riqueza crecerá indefinidamente el día en que se llame a las mujeres (la mitad del género humano) a aportar a la actividad social la suma de su inteligencia, fuerza y capacidad. Esto es tan fácil de comprender como que 2 es el doble de 1. Pero, por desgracia, no nos encontramos aún allí, y a la espera de este feliz 89, constatemos lo que pasa en 1843. Habiendo declarado la Iglesia que la mujer era el pecado; el legislador, que por ella misma no era nada y no debía gozar de ningún derecho; el sabio filósofo, que por su constitución no era inteligente, se ha concluido que era un pobre ser desheredado de Dios, y los hombres y la sociedad la han tratado en consecuencia.

Padres en estado de embriaguez que solo hablan con cólera y golpean

Yo no conozco nada tan poderoso como la lógica forzada, inevitable, que fluye de un principio planteado o de la hipótesis que lo representa. Una vez proclamada y planteada como un principio la inferioridad de la mujer, vean qué consecuencias desastrosas resultan de ello para el bienestar universal de todos y todas en la humanidad. 

Al creer que la mujer, por su constitución, carecía de fuerza, de capacidad y que era incapaz para trabajos serios y útiles, se ha concluido muy lógicamente que sería perder el tiempo darle una educación racional, sólida, severa, capaz de hacer de ella un miembro útil de la sociedad. Se la ha educado, entonces, para que sea una linda muñeca y una esclava destinada a distraer a su amo y servirle. En verdad, de tiempo en tiempo, algunos hombres dotados de inteligencia, de sensibilidad, que sufren por sus madres, por sus esposas, por sus hijas, han clamado contra la barbarie y el absurdo de un estado semejante de cosas y han protestado enérgicamente contra una condena tan inicua. En diversas oportunidades, la sociedad se emocionó un momento, pero, empujada por la lógica, respondió: “¡Pues bien!, supongamos que las mujeres no sean lo que los sabios han creído, supongamos incluso que tienen mucha fuerza moral y mucha inteligencia: ¡Pues bien!, en ese caso, de qué serviría desarrollar sus facultades ya que ellas no encontrarían dónde emplearlas útilmente en esta sociedad que las rechaza”. ¡Qué suplicio horrible sentir en sí la fuerza y el poder de actuar y de verse condenado a la inacción!

Es necesario, decía Tristán, reconocer la individualidad social de las mujeres

Este raciocinio era una verdad irrefutable. Además, todo el mundo repetía: “Es verdad, las mujeres sufrirían demasiado si se desarrollara en ellas las bellas facultades de las que Dios las ha dotado, si desde su infancia se las educara de tal manera que ellas comprendieran bien su dignidad en tanto que seres y tuvieran conciencia de su valor como miembros de la sociedad; nunca jamás podrían soportar la condición envilecedora en la que la Iglesia, la ley y los prejuicios las han colocado. Más vale tratarlas como niños y dejarlas en la ignorancia sobre ellas mismas; sufrirán menos”. 

Estén atentos y verán qué espantosa perturbación resulta únicamente de la aceptación de un falso principio. 
Como no quiero apartarme de mi tema, aunque aquí se presta la ocasión para hablar desde un punto de vista general, regreso a mi marco, la clase obrera.

En la vida de los obreros, la mujer lo es todo. Ella es su única providencia. Si ella les falta, todo les falta. Ellos dicen: “Es la mujer la que hace y deshace en la casa”, y esto es la verdad exacta: es por eso que se ha convertido en un proverbio. Sin embargo, ¿qué educación, qué instrucción, qué dirección, qué desarrollo moral o físico recibe la mujer del pueblo? Ninguno. De niña, se la deja a merced de una madre y de una abuela, que tampoco recibieron educación alguna: una, de acuerdo con su temperamento, será brutal y mala, le pegará y la maltratará sin motivo; la otra será débil, despreocupada y la dejará hacer todo lo que quiera. (En esto, como en todo lo que presento, hablo en general; por supuesto, admito numerosas excepciones). La pobre niña se criará en medio de las contradicciones más chocantes; un día, irritada por los golpes y los tratos injustos, al día siguiente ablandada, enviciada por indulgencias no menos perniciosas.

Los males de la clase obrera se resumen en dos palabras: miseria e ignorancia

En lugar de enviarla a la escuela se la mantiene en casa con preferencia sobre sus hermanos, porque se saca mejor partido de ella en las tareas del hogar, sea para arrullar a los niños, hacer las compras, ocuparse de la sopa, etc. A los 12 años se la pone como aprendiz: ahí ella continúa siendo explotada por la patrona y con frecuencia es tan maltratada como en la casa de sus padres.

Nada agria más el carácter, endurece el corazón, ni vuelve al espíritu malo como el sufrimiento continuo que un niño soporta como consecuencia de un trato injusto y brutal. En primer lugar, la injusticia nos hiere, nos aflige, nos desespera; luego, cuando se prolonga, nos irrita, nos exaspera, y, al solo soñar en cómo vengarnos, acabamos por volvernos nosotros mismos duros, injustos, malos. Tal será la situación normal de la pobre chica a los 20 años. Luego, se casará, sin amor, únicamente porque debe casarse si quiere sustraerse a la tiranía de los padres. ¿Qué sucederá? Supongo que tendrá hijos; a su vez, ella será completamente incapaz de educar convenientemente a sus hijos e hijas: se mostrará con ellos tan brutal como su madre y su abuela lo fueron con ella.

Mujeres de la clase obrera, les ruego que adviertan bien que al mostrar aquí la situación tal cual es respecto de su ignorancia e incapacidad para educar a sus hijos, no tengo la menor intención de lanzar contra ustedes y su naturaleza la menor acusación. No, es a la sociedad a la que acuso de dejarlas así de incultas; ustedes, mujeres, que tendrían tanta necesidad, por el contrario, de ser instruidas y desarrolladas para poder, a su vez, instruir y desarrollar a los hombres y niños confiados a sus cuidados.

Las mujeres de pueblo en general son brutales, malas, a veces duras. Es cierto, pero ¿de dónde viene esta situación tan poco acorde con la naturaleza dulce, buena, sensible y generosa de la mujer? ¡Pobres obreras! ¡Ellas tienen tantos motivos de irritación! En primer lugar, el marido. (Se debe reconocer que hay pocos hogares obreros que sean felices.) El marido, al haber recibido más instrucción y ser el jefe de familia por ley y también por el dinero que aporta al hogar, se cree (y lo es de hecho) muy superior a la mujer que no aporta más que el pequeño salario de su jornal y no es en la casa más que una muy humilde sirvienta.

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El resultado es que el marido trata a su mujer, por decir lo menos, con mucho desdén. La pobre mujer, que se siente humillada con cada palabra, con cada mirada que su marido le dirige, se rebela abierta o sordamente, según su carácter; de ahí nacen escenas violentas, dolorosas, que acaban por crear un estado constante de irritación entre el amo y la sirvienta (se puede decir incluso la esclava, porque la mujer es, por así decirlo, la propiedad del marido). Esta situación se vuelve tan penosa que el marido, en lugar de quedarse en su casa conversando con su mujer, se apresura a huir, y como no tiene ningún otro lugar al que ir, va a la taberna a beber vino azul en la compañía de otros maridos tan infelices como él, con la esperanza de aturdirse.

Este medio de distracción agrava el mal. La mujer, que espera el pago del domingo para hacer vivir a toda la familia durante la semana, se desespera al ver que su marido gasta la mayor parte en la taberna. Entonces, su irritación es llevada al colmo, y su brutalidad y maldad redoblan. Es necesario haber visto de cerca aquellos hogares obreros, (sobre todo los malos) para tener idea de la desdicha que experimenta el marido, del sufrimiento que padece la mujer. De los reproches, de las injurias, se pasa a los golpes; luego a los llantos, al desaliento y la desesperanza.
Después de las duras penas causadas por el marido, vienen luego los embarazos, las enfermedades, la falta de trabajo y la miseria que está siempre ahí, plantada en la puerta como la cabeza de Medusa. Añadan a todo esto la irritación incesante provocada por cuatro o cinco niños chillones, movidos, fastidiosos, que se arremolinan alrededor de la madre, y esto en una pequeña habitación de obrero en la que no hay sitio ni para moverse. ¡Oh!, habría que ser un ángel descendido a la tierra para no irritarse, para no volverse brutal y mala en una situación semejante. Sin embargo, en un entorno familiar como este, ¿qué es de los niños? Ven a su padre solo en la noche y el domingo. El padre, siempre en estado de irritación o de embriaguez, solo les habla con cólera y no reciben de él más que injurias y golpes; al escuchar a su madre quejarse continuamente de él, le agarran odio y desprecio. En cuanto a su madre, le temen, le obedecen, pero no la quieren; porque el hombre está hecho así, no puede amar a quien lo maltrata. ¿Y acaso ya no es una gran desdicha para un niño el no poder amar a su madre? Si tiene pena, ¿sobre qué pecho irá a llorar? Si por falta de reflexión o porque lo arrastraron comete alguna falta grave, ¿a quién podrá confiarse? Como permanecer cerca de su madre no tiene ningún encanto, el niño buscará todos los pretextos para alejarse de la casa materna. Las malas relaciones son fáciles de hacer, tanto para las muchachas como para los muchachos. Del callejeo pasan al vagabundeo, y con frecuencia del vagabundeo al robo.

Entre las infelices que pueblan las casas de prostitución y los desdichados que gimen en el presidio cuántos se han encontrado que puedan decir: “Si hubiéramos tenido una madre capaz de educarnos, por supuesto, no estaríamos acá”.

Mientras reclaman para ustedes la justicia, muestren que son justos

Lo repito, la mujer lo es todo en la vida del obrero: como madre tiene influencia sobre él durante su infancia; es de ella y únicamente de ella que él extrae las primeras nociones de esta ciencia tan importante de adquirir, la ciencia de la vida, la que nos enseña a vivir convenientemente para nosotros y para los otros, de acuerdo con el medio donde el azar nos colocó. Como amante, ella tiene influencia sobre él durante toda su juventud, y ¡qué poderosa influencia podría ejercer una joven bella y amada! Como esposa, tiene influencia sobre las tres cuartas partes de su vida. Por último, como hija, tiene influencia sobre él en su vejez. Tengan en cuenta que la posición del obrero es completamente distinta a la del ocioso. Si el niño rico tiene una madre incapaz de educarlo, lo ponen en un internado y le dan una aya; si el joven rico no tiene amante, puede ocupar su corazón e imaginación en el estudio de las bellas artes o de la ciencia; si el hombre rico no tiene esposa, no le faltan distracciones en el mundo; si el anciano rico no tiene hija, encuentra algunos viejos amigos o jóvenes sobrinos que consienten de buen grado en venir a jugar naipes con él, mientras que el obrero, al que todos estos placeres le son prohibidos, como única alegría y consuelo solo tiene la compañía de las mujeres de su familia, sus compañeras de infortunio. Resulta de esta posición que sería de la mayor importancia, respecto a la mejoría intelectual, moral y material de la clase obrera, que las mujeres del pueblo recibieran desde su infancia una educación racional, sólida, capaz de desarrollar en ellas todas las buenas inclinaciones que poseen. Así, podrán volverse obreras hábiles en su oficio, buenas madres de familia capaces de educar y dirigir a sus hijos y de ser para ellos, como lo dice La Presse, “profesoras particulares naturales y gratuitas de las lecciones de la escuela”, y para que puedan servir también como agentes moralizadores para los hombres sobre los cuales tienen influencia desde el nacimiento hasta la muerte.

¿Comienzan a comprender, ustedes, hombres que gritan que aquello es escandaloso antes de querer examinar el asunto, por qué reclamo derechos para la mujer? ¿Por qué quisiera que esté situada en la sociedad en condiciones de igualdad absoluta con el hombre, y que goce de esta situación en virtud del derecho legal con el que todo ser viene al nacer?

Reclamo derechos para la mujer porque estoy convencida de que todas las desgracias del mundo provienen del olvido y desprecio en el que se han tenido hasta hoy a los derechos naturales e imprescriptibles de la mujer. Reclamo los derechos para la mujer porque es la única manera de ocuparse de su educación y porque de la educación de la mujer depende la del hombre en general, y particularmente, la del hombre de pueblo. Reclamo derechos para la mujer porque es el único medio de obtener su rehabilitación ante la Iglesia, ante la ley y ante la sociedad y porque es necesaria esta rehabilitación previa para que los obreros mismos sean rehabilitados. Todos los males de la clase obrera se resumen en estas dos palabras: miseria e ignorancia, ignorancia y miseria. Ahora bien, para salir de ese dédalo solo veo un medio: comenzar por instruir a las mujeres porque son las mujeres las encargadas de instruir a los niños varones y hembras.

Obreros, en la situación actual ustedes saben lo que sucede en sus hogares. Usted, el hombre, el amo que tiene derecho sobre su mujer, ¿vive con el corazón contento?, dígame: ¿es usted feliz? 

No, no, es fácil percibir que, a pesar de su derecho, no está ni contento ni feliz. 

Entre el amo y el esclavo no puede haber más que la fatiga del peso de la cadena que liga el uno al otro. Ahí donde la ausencia de libertad se hace sentir, la felicidad no puede existir. 

Los hombres se quejan sin cesar del humor agrio y del carácter artero y sordamente malvado que manifiesta la mujer en casi todas sus relaciones. ¡Oh! Yo tendría una muy mala opinión de la raza mujer, si en el estado abyecto en que la ley y las costumbres las han situado, las mujeres se sometieran al yugo que pesa sobre ellas sin proferir un murmullo. ¡Gracias a Dios no es así! Su protesta ha sido incesante desde el inicio de los tiempos. Pero después de la Declaración de los derechos del hombre, acto solemne que proclamara el olvido y el desprecio que los hombres nuevos sienten por ellas, su protesta ha tomado un carácter de energía y violencia que prueba que la exasperación de la esclava ha llegado al colmo. 

Obreros, ustedes que son sensatos y son personas con las que se puede razonar, porque no tienen –como dice Fourier– el espíritu atiborrado de un montón de reglas, ¿quieren suponer por un momento que la mujer es por derecho igual al hombre? ¡Pues bien! ¿Cuál sería el resultado?:

  1. Que desde el instante en que ya no se tuviera que temer a las consecuencias peligrosas que acarrea necesariamente, en su estado actual de servidumbre, el desarrollo moral y físico de las facultades de la mujer, se le instruiría con mucho cuidado para poder sacar de su inteligencia y de su trabajo el mejor partido posible. 
  2. Que ustedes, hombres del pueblo, tendrían como madres a obreras hábiles, que ganan buenos jornales, instruidas, bien educadas y muy capaces de instruirlos, de educarlos a ustedes, obreros, como conviene a los hombres libres. 
  3. Que ustedes tendrían como hermanas, como amantes, como amigas, a mujeres instruidas, bien educadas y cuyo comercio diario seria de lo más agradable para ustedes: porque nada es más dulce, más suave para el corazón del hombre que la conversación de las mujeres cuando son instruidas, buenas y conversan con sensatez y bondad.

Hemos lanzado una ojeada rápida sobre lo que sucede actualmente en los hogares obreros; examinemos ahora lo que pasaría en esos mismos hogares si la mujer fuera igual al hombre. El marido, al saber que su mujer tiene derechos iguales a los suyos, no la trataría más con el desdén y el desprecio que se usan con los inferiores; por el contrario, la trataría con el respeto y la deferencia que se otorgan a los iguales. Por lo tanto, ya no habría más motivo de irritación para la mujer, y una vez destruida la causa de la irritación, la mujer ya no se mostraría más brutal, ni artera, ni agria, ni colérica, ni exasperada ni malévola. Al ya no ser vista en la casa como la sirvienta del marido, sino más bien como la asociada, la amiga, la compañera del hombre, se interesará naturalmente en la asociación y hará todo lo posible para hacerla fructificar. Al tener conocimientos teóricos y prácticos, empleará toda su inteligencia para dirigir su casa con orden, economía y juicio. Instruida y conocedora de la utilidad de la educación, empleará toda su ambición para educar bien a sus hijos, los instruirá ella misma con amor, supervisará sus trabajos de escuela, los colocará como aprendices en la casa de buenos patrones; en fin, los dirigirá en todas las cosas con solicitud, ternura y discernimiento. ¡Cuál será entonces la satisfacción del corazón, la seguridad de espíritu, la felicidad del alma del hombre, del marido, del obrero que posea a una mujer semejante! Al encontrar inteligencia en su mujer, buen juicio, miras elevadas, podrá conversar con ella de temas serios, comunicarle sus proyectos, y de común acuerdo con ella, buscar los medios para mejorar aún más su posición. Halagada por su confianza, ella lo ayudará en sus empresas y negocios, sea mediante sus buenos consejos, sea mediante su actividad. El obrero, al estar él mismo instruido y bien educado, encontrará un gran encanto en instruir y desarrollar a sus jóvenes hijos. Los obreros, en general, tienen un muy buen corazón, les gustan mucho los niños. ¡Con qué valor trabajará este hombre toda la semana cuando sepa que debe pasar el domingo en compañía de su mujer, a la que amará, de sus dos pequeñas hijas traviesas, cariñosas, juguetonas, y de sus dos hijos ya instruidos que podrán conversar con su padre de temas serios! ¡Con qué ardor trabajará ese padre para ganar unos centavos además de su paga ordinaria para poder regalar a sus pequeñas hijas una bonita cofia y a sus hijos un libro, un grabado o cualquier otra cosa que él sabrá que les produce placer! ¡Con qué manifestaciones de alegría serían recibidos esos pequeños regalos! ¡Y qué felicidad para la madre ver el amor recíproco entre el padre y los hijos! 

Está claro que, haciendo esta suposición, la vida de la pareja, de la familia, sería para el obrero lo más deseable. Al sentirse bien en su casa, feliz y satisfecho en compañía de su buena anciana madre, de su joven esposa y de sus hijos, no se le ocurriría salir de su casa para ir a distraerse a la taberna, lugar de perdición en el que el obrero pierde su tiempo, su dinero, su salud y embrutece su inteligencia. Con la mitad de lo que un borracho gasta en la taberna, toda una familia de obreros que vivieran unidos podría ir a comer al campo en verano. La gente que sabe vivir sobriamente necesita tan pocas cosas. Allá, los hijos respirarán el aire puro, estarán felices de correr con el padre y la madre, que se volverán unos niños para divertirlos; y en la noche, la familia, con el corazón contento, los miembros un poco relajados del trabajo de la semana, regresará a su vivienda muy satisfecha de la jornada. En invierno, la familia irá a los espectáculos. Estas diversiones tienen una doble ventaja: instruyen a los niños, divirtiéndolos. Con una jornada pasada en el campo, una noche pasada en el teatro, ¡cuántos temas de estudio una madre inteligente puede encontrar para instruir a sus hijos!

En las condiciones que acabo de presentar, el hogar, en lugar de ser una causa de ruina para el obrero, sería por el contrario una causa de bienestar. ¿Quién no sabe hasta qué punto el amor y la satisfacción del corazón triplican, cuadriplican las fuerzas del hombre? Lo hemos visto en algunos ejemplos raros. Ha ocurrido que un obrero que adoraba a su familia y al que se le metió en la cabeza educar a sus hijos, hiciera, para lograr ese noble objetivo, el trabajo que tres hombres no casados no habrían podido hacer. Luego, el capítulo de las privaciones. Los solteros gastan mucho, no se privan de nada. Qué nos importa, dicen, después de todo, podemos beber y vivir alegremente puesto que no tenemos que alimentar a nadie. Mientras que el hombre casado, que ama a su familia, encuentra satisfacción en sacrificarse por ella y vive con una frugalidad ejemplar.

Obreros, ese pequeño cuadro, apenas esbozado, de la posición de la que gozaría la clase proletaria si la mujer fuera reconocida como igual al hombre, debe hacerlos reflexionar sobre el mal que existe y el bien que podría existir. Esto debe llevarlos a tomar una gran determinación.

Obreros, ustedes no tienen el poder para derogar las antiguas leyes y para hacer nuevas, no; sin duda; pero tienen el poder de protestar contra la desigualdad y contra las leyes absurdas que traban el progreso de la humanidad, que los hacen sufrir, a ustedes en especial. Ustedes, pueden, por lo tanto –es incluso un deber sagrado–, protestar enérgicamente en pensamiento, palabra y en escritos contra todas las leyes que los oprimen. Ahora bien, intenten entonces comprender bien esto: la ley que esclaviza a la mujer y la priva de instrucción los oprime a ustedes, hombres proletarios.

Para educarlo, instruirlo y enseñarle la ciencia del mundo, el hijo del rico tiene ayas e institutrices sabias, directoras hábiles, y, por fin, bellas marquesas, mujeres elegantes, espirituales, cuyas funciones en la alta sociedad consisten en hacerse cargo de la educación de los hijos de buena familia que salen del colegio. Es una función muy útil para el bienestar de esos señores de la alta nobleza. Esas damas les enseñan a tener cortesía, tacto, finura, habilidad, buenos modales; en una palabra, hacen de ellos hombres que saben vivir, hombres como se debe. Basta con que un joven tenga capacidad y si tiene la felicidad de estar bajo la protección de una de esas amables damas, su fortuna está hecha. A los 35 años está seguro de ser embajador o ministro. Mientras que ustedes, pobres obreros, para educarlos, para instruirlos, ustedes no tienen más que a su madre; para hacer de ustedes hombres que sepan vivir, ustedes no tienen más que mujeres de su clase, sus compañeras de ignorancia y miseria.

No es, por lo tanto, en nombre de la superioridad de la mujer (como no dejarán de acusarme) que yo les digo que reclamen los derechos para la mujer; claro que no. En primer lugar, antes de discutir sobre su superioridad, es necesario que se reconozca su individualidad social. Me apoyo en una base más sólida. Es en nombre de su propio interés, el de ustedes, hombres; en nombre de su mejoría, la de ustedes, hombres; en fin, en nombre del bienestar universal de todos y de todas que los comprometo a reclamar por los derechos para la mujer; y, mientras tanto, reconocérselos, aunque sea en principio.

Es entonces, a ustedes, obreros, que son las víctimas de la desigualdad de hecho y de la injusticia, es a ustedes a quienes compete establecer al fin el reino de la justicia y de la igualdad absoluta del hombre y la mujer sobre la tierra.

Denle al mundo un gran ejemplo, ejemplo que probará a sus opresores que es mediante el derecho que ustedes quieren triunfar y no por la fuerza bruta; ¡a pesar de que ustedes, 7, 10, 15 millones de proletarios podrían disponer de esta fuerza bruta! 

Mientras reclaman para ustedes la justicia, demuestren que son justos, equitativos; proclamen, ustedes, hombres fuertes, hombres de brazos desnudos, que reconocen a la mujer como su igual y que esa es la razón por la cual le reconocen un derecho igual a los beneficios de LA UNIÓN UNIVERSAL DE LOS OBREROS Y DE LAS OBRERAS. 
Obreros, quizá dentro de tres o cuatro años tengan su primer palacio, listo para recibir a 600 ancianos y a 600 niños. ¡Pues bien! Proclamen en sus estatutos que se convertirán en SU CARTA, proclamen los derechos de la mujer a la igualdad. Que quede escrito en SU CARTA, que se admitirá en los palacios de la UNIÓN OBRERA, para recibir en ellos una educación intelectual y profesional, una cantidad igual de NIÑAS Y DE NIÑOS. 

Obreros, en el 91 sus padres proclamaron la inmortal declaración de los DERECHOS DEL HOMBRE y es a esta solemne declaración que ustedes deben ahora el ser hombres libres e iguales en derecho ante la ley. ¡Honor a sus padres por esta gran obra! Pero, proletarios, les queda a ustedes, hombres de 1843, una obra no menos grande que cumplir. A su vez, liberen a las últimas esclavas que quedan aún en la sociedad francesa, proclamen los DERECHOS DE LA MUJER, y en los mismos términos que sus padres proclamaron los suyos, digan:

Nosotros, obreros franceses, después de 53 años de experiencia, reconocemos estar debidamente esclarecidos y convencidos de que el olvido y el desprecio en que se han mantenido los derechos naturales de la mujer son la única causa de las desgracias del mundo y hemos resuelto exponer en una declaración solemne inscrita en nuestra Carta, sus derechos sagrados e inalienables. Queremos que las mujeres sean instruidas respecto de nuestra declaración, para que no se dejen más oprimir ni someter a la injusticia y la tiranía del hombre, y que los hombres respeten en las mujeres, sus madres, la libertad y la igualdad de la que disfrutan ellos mismos. 

  1. Debiendo ser el objetivo de la sociedad la felicidad común del hombre y de la mujer, la UNIÓN OBRERA garantiza al hombre y la mujer el disfrute de sus derechos de obreros y obreras. 
  2. Esos derechos son: la igualdad a la admisión en los PALACIOS DE LA UNIÓN OBRERA sea como niños, heridos o ancianos.
  3. Siendo para nosotros la mujer igual al hombre, queda claro que las niñas recibirán, aunque diversa, una instrucción tan racional, tan sólida y extensa en ciencia moral y profesional como la de los niños. 
  4. En cuanto a los heridos y los ancianos, el trato será el mismo para las mujeres que para los hombres.

Obreros, tengan por seguro que si tienen suficiente equidad y justicia para inscribir en su carta las escasas líneas que acabo de esbozar, esta declaración de los derechos de la mujer pasará pronto a las costumbres; de las costumbres a la ley, y antes de 25 años verán inscrito encabezando el libro de la ley que regirá a la sociedad francesa: IGUALDAD ABSOLUTA del hombre y de la mujer. 

Entonces, hermanos míos, y solamente entonces, la UNIDAD HUMANA se habrá CONSTITUIDO. ¡Hijos de la revolución del 89, he aquí la obra que sus padres les han legado!