Desde el año 2002, con el patrocinio de las Naciones Unidas, cada 21 de mayo, el planeta entero celebra la diversidad cultural. Y esta sí que es una fiesta para descorchar, porque llegar hasta acá costó literalmente sangre, sudor y copiosas lágrimas.
Si alguien le hizo mucho mal a este mundo, fue Charles Darwin. En realidad, no tanto él sino los que tomaron su teoría científica como modelo y la aplicaron a los estudios sociales. Para ser más claros, Herbert Spencer y también Joseph Fisher, quien quiso oponerse al primero aunque terminó diciendo casi lo mismo: que las leyes que rigen el mundo natural también son válidas para tasar el ritmo de la sociedad. Y bautizaron a su idea "darwinismo social".
Cuando en 1859, Darwin publicó El origen de las especies, su teoría vino como anillo al dedo a la voluntad expansionista (digamos, colonialista) de Inglaterra que no sabía dónde más colocar el exceso de productos que le dejaba su existosa revolución industrial. Y ya sabemos: la supervivencia del más apto, la defensa de la vida propia, la herencia y la selección natural son los pilares de su tesis cientifica. Pero claro, él era un biólogo y sus descubrimientos -si bien fueron la epifanía de la comprensión de la diversidad natural del planeta- resultaron un desastre cuando fueron la tijera para catalogar comunidades y grupos humanos.
En realidad, ahora que lo pienso, estoy incluso dispuesta a perdonarle a Darwin la mirada etnocentrista sobre los yámanas. Varios retorcijones de estómago me provocaron esos párrafos en donde escribía que eran “los hombres más desgraciados del mundo” por culpa de la “perfecta igualdad” que reinaba entre ellos. Nunca comprendió su espíritu democrático y mucho menos su apatía por la propiedad privada.
El evolucionismo social también fue el huevo de la serpiente de Adolf Hitler y Benito Mussolini y ya sabemos hasta dónde nos arrastraron. En 1945, haciendo pie sobre las ruinas de Europa, cincuenta países se pusieron de acuerdo y crearon las Naciones Unidas. Ya desde entonces venían rumiando cómo recomponer desde los mismos pilares de la ciencia un mundo tapizado de odio. “El odio y las rivalidades raciales se nutren de nociones científicamente falsas, y viven de la ignorancia. También pueden provenir de ideas bien fundadas desde un punto de vista científico pero que, luego de ser deformadas y privadas de su contexto, llevan a inducciones equivocadas”, anunciaba el organismo en 1965, en el documento titulado “Una sola raza, la raza humana”.
La única diferencia que puede existir entre los pueblos, entonces sería cultural, no genética: “Ningún grupo nacional, religioso, geográfico, lingüístico o cultural constituye ipso facto una raza”. Y finalmente, en 1978, Naciones Unidas abolió el concepto “raza”. No existe más, se terminó. Prohibido decir “raza amarilla, raza blanca, raza negra, etc”.
“Todos los seres humanos pertenecen a la misma especie y tienen el mismo origen. Nacen iguales en dignidad y derechos y todos forman parte integrante de la humanidad”.
“Todos los individuos y los grupos tienen derecho a ser diferentes, a considerarse y ser considerados como tales. Sin embargo, la diversidad de las formas de vida y el derecho a la diferencia no pueden en ningún caso servir de pretexto a los prejuicios raciales; no pueden legitimar ni en derecho ni de hecho ninguna práctica discriminatoria”, abundaba el documento, por si no había quedaba claro.
Es decir, ya es un hecho que todos los pueblos y comunidades tienen las mismas potencialidades biológicas para alcanzar cualquier grado de civilización. ¿Y por qué entonces no llegan todos a la misma meta, al mismo modelo social? La respuesta está en la historia cultural, que es única e irrepetible para cada nación, tribu, etnia. Son decisiones internas.
Antes de que nos sumergiéramos en el nuevo milenio, “multiculturalismo” había llegado a ser la palabra más googleada. El neologismo es sinónimo de “respeto al diferente” y abría una ventana de aire fresco en el clima enrarecido de las desigualdades sociales, jurídicas y laborales. Se había puesto de moda en los años 60, y la punta de lanza la empuñó la reivindicación de la comunidad negra de los Estados Unidos para que se reconocieran sus derechos civiles.
Diez años más tarde, se sumaron otros colectivos: los gays, la tercera edad, los ex combatientes, las personas con diversas discapacidades, las comunidades aborígenes, etc. Y la ola siguió creciendo y llegó a otras orillas: Canadá, Inglaterra, los Países Bajos, Francia, Australia…. Todos entonaban la misma estrofa, con las mismas notas musicales, aunque sonaran en escalas diferentes: el rechazo a la monocultura, la apertura a la “pluralidad cultural” como base democrática; ninguno por encima del otro.
Y de a poco, algo se fue logrando, aunque falte tanto.