En 1859, Charles Darwin publicó su célebre El origen de las especies, en el que daba cuenta –luego de un minucioso proceso de observación de la naturaleza– que todas las especies de seres vivos, partiendo de un antepasado común, han ido evolucionado a lo largo de la historia por medio de un proceso de selección natural en el cual aquellos más aptos lograron sobrevivir, dejando en el camino aquellos que no se adaptaron a los cambios ambientales que han tenido lugar a lo largo de millones de años.
Su teoría supone que aquellos seres vivos que son más aptos han evolucionado positivamente para mantenerse vivos. La evolución supone un avance, progresar, mejorar. Lo opuesto es la involución, lo cual implica retroceder, empeorar. En el caso de las sociedades, lo mismo se puede replicar al ver cómo las primeras comunidades organizadas fueron evolucionando en su manera de relacionarse y cómo aquellos que adoptaron instituciones que garanticen las libertades individuales y la igualdad de derechos dieron lugar a países más civilizados y prósperos.
Cuando uno observa la evolución social de la mayoría de los países vemos que cada vez van adoptando medidas tendientes a proponer instituciones que favorezcan la convivencia civilizada y pacífica entre individuos, lo cual permite el progreso y la evolución de las personas. Claro que siempre hay excepciones y que el “ideal” es una aspiración a conseguir, ya que el propio sentido del concepto “evolución” de por sí lleva implícita la posibilidad de mejorar.
Argentina, en líneas generales, parece ir en otro sentido. El concepto darwinista de evolución parece no aplicar en nuestro país, al menos en los últimos 50 años. Muchos pensamos que a partir de 1983 íbamos a dejar atrás la barbarie para comenzar a desandar un camino evolutivo que nos llevaría a una senda de progreso. Lamentablemente nada de ello sucedió. Parece que los argentinos nos empecinamos en desmentir a Darwin. No solo no evolucionamos sino que involucionamos. Cada cosa que se puede hacer peor la hacemos peor. Cuando creemos que no se puede caer más bajo, entonces cavamos un pozo.
Claro que esto no es producto de la casualidad, sino el lógico resultado de años de pérdida de valores y educación. El respeto a la ley es tomado como sumisión a la autoridad, el ejercicio de la autoridad es visto como represión, y la represión remite inevitablemente a la última dictadura militar. Así las cosas, la anomia en la que se sumergió la sociedad argentina queda de manifiesto en los acontecimientos en ocasión del fallido encuentro entre River y Boca. De todos modos, este último suceso solo fue uno más de tantos hechos en los cuales los argentinos decidimos “resolver” nuestras diferencias por medio de la violencia. Tener una visión diferente o alternativa automáticamente nos convierte en enemigos. Es blanco o negro. No hay nada en el medio. Es todo o nada.
Al “resolver” nuestras diferencias por medio de la violencia (piquetes, paros salvajes, robos, actitudes patoteriles, rechazo de todo tipo de norma y límites), estamos involucionando a la época de las cavernas en la que predominaba la ley del más fuerte. De este modo, nos alejamos de la posibilidad de progreso y evolución, al tiempo que nos autocondenamos a vivir cada vez peor, como lo vemos día a día, en nuestro país. Sin orden ni respeto a la autoridad no hay libertad sino caos y descontrol; y cuando ambos están presentes solo vale la ley de los violentos que imponen sus condiciones a las mayorías pacíficas.
*Profesor de historia, Universidad del CEMA.