Cada vez que vamos -o íbamos- al Aeroparque de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, un tal Jorge Newbery escolta nuestra experiencia aérea. Y sin duda, cuando se habla de historia de la aviación nacional y se escucha su nombre, habría que ponerse de pie.
¿Pero quién fue realmente el hombre de eterna campera de cuero que nació un 27 de mayo de 1875? Sí, su vida está indiscutiblemente marcada por los cielos. Sin embargo, fue una personalidad arrolladora en un momento en que el cambio de siglo venía con innovaciones, reclamos populares, anarquismo, tensión para el sueño de la Argentina agroexportadora y un embrionario radicalismo con Leandro N. Alem.
Newbery tuvo once hermanos y fue el hijo de un dentista estadounidense que había luchado en el frente de varias guerras esclavistas. Reales o imaginarias, con su vida legendaria inoculaba el espíritu aventurero de dos de sus hijos –Jorge y Eduardo-, en los relatos que construía al pie de la cama, en la casa familiar de la calle Florida. Tal vez por eso, la ruta de ambos hermanos tuvo el arrojo como común denominador y también el mismo sino trágico.
Para empezar, a los ocho años, Jorge viajó solo a Nueva York para conocer a su abuelo paterno. Estudió en el San Andrés de Olivos y, cuando egresó, volvió a Estados Unidos, primero para estudiar en la Universidad de Cornell, y luego en Drexell Institute, con Thomas Alva Edison. Regresó a Buenos Aires con el título de Ingeniero Electricista. Tenía 21 años y lo nombraron Jefe en la Compañía Luz y Tracción del Río de la Plata.
Pocos saben que, antes de dedicarse a la aviación, ingresó en la Armada y llegó a ser capitán de fragata. Su vida de marino estuvo coronada de numerosos records deportivos como nadador, remero, esgrimista, boxeador, navegante e incluso automovilista. Hasta que la Navidad de 1907, su amigo Aarón de Anchorena lo convenció de que se subiera con él a un globo aerostático de seda de 1.200 metros cúbicos que acababa de comprar en Francia, y su vida nunca más volvió a ser igual. A los pocos días, Newbery estaba fundando el Aero Club Argentino, que sería el germen de la aviación civil y militar en el país. En Estados Unidos, Henry Ford todavía no había lanzado el Ford T.
Poco después le dio una palmada en el hombro a su hermano Eduardo y lo despidió con un “hasta la vuelta”, cuando lo vio subir al flamante globo Pampero que partía de un terreno de Belgrano (el campo Tornquist, actual Luis María Campos y Maure) rumbo a La Pampa. Pero el globo nunca llegó ni se halló el cuerpo de su hermano.
A la par que Newbery comenzaba a ser conocido como “el loco de los globos”, se casó con Sara Escalante, la hermosa heredera de una aristocrática familia tucumana, que sucumbió en sus brazos por la misma razón que luego los distanció: su irrefrenable perfil aventurero, en todos los planos.
Después de la tragedia, en 1909 necesitaba un poco de viento a favor para seguir adelante, y le pidió apoyo público al Dr. Alfredo Palacios, candidato a diputado por el socialismo. “Nadie quiere oír hablar de globos, doctor. Si usted sube, se hará un movimiento favorable”, le dijo y juntos volaron a Córdoba. Así lo recordaría el político más tarde: “Yo sabía lo que era una nube pero nunca la había tocado. (…) Llegamos a los tres mil metros, iniciamos el descenso y bajamos en la estancia de la familia Correa […que] se disponía a tomar el té. Se nos invitó y fuimos realmente, unos invitados caídos del cielo…"
Cada paso que daba este dandy socialista era un desafío al anterior
Luego de varias pruebas, se pertrechó en un nuevo aerostático, el Huracán (hazaña que inspiró el nombre del Club de Fútbol), y cruzó solo el Río de La Plata, cruzó Uruguay y llegó hasta Bagé en la frontera con Uruguay. Había sobrepasado los 100 kilómetros por hora, a más de 3 mil metros de altura y, con -3° C, una hazaña que le otorgaba el cuarto lugar en el ranking mundial de distancia y tiempo de suspensión: había cubierto 550 kilómetros en 13 horas de vuelo ininterrumpidas.
En paralelo, su carrera como ingeniero le granjeaba otras satisfacciones. Era el titular de la cátedra de Electrotécnica en la Escuela Técnica que había fundado Otto Krause. Lo nombraron Director del Servicio de Alumbrado de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires y, no con pocas polémicas, propuso la estatización de los servicios de luz y gas, que beneficiaban a empresas privadas extranjeras. Expuso su postura en el Congreso Internacional de Electricidad, en Saint Louis (Estados Unidos) y luego en Londres, en la Comisión Electrotécnica Internacional. Unos años más tarde, en 1913, fundaría la Asociación Electrotécnica Argentina. Escribió prolíficos tratados sobre las líneas telefónicas, la lámpara eléctrica e incluso el petróleo.
En tres años había volado más de 40 globos. Había llegado la hora de un nuevo desafío. Se recibió de piloto, puso el Aero Club Argetino al servicio del Ministerio de Guerra de la Nación y convenció al presidente Roque Sáenz Peña de crear la Escuela Militar de Aviación, el 10 de agosto de 1912. Newbery, Enrique Mosconi y J.M. López fueron los primeros directores. Por eso, el 10 de agosto se celebra el día de la Fuerza Aérea.
Siempre tirando para arriba, descubrió otro berretín: el monoplano.
A bordo de un Blériot Gnome de 50 HP -el Centenario- se alzó con otro récord, el del cruce del Río de la Plata –antes había sido en globo, ahora en aeroplano- para aterrizar en Colonia, el 24 de noviembre de 1912
En un mundo destrozado por la Primera Guerra Mundial, se puso al hombro una nueva misión: crear una flotilla militar. Para recaudar fondos, inventó una comisión (Comisión Central Recolectora de Fondos para la flotilla Aero Militar Argentina), imprimió postales alegóricas y logró vender un millón y medio. Finalmente, el 25 de mayo de 1913, cuatro monoplanos flamantes cruzaban el cielo del Hipódromo Argentino. Ya sabemos quién piloteaba uno de ellos.
Su gran anhelo sin embargo, era poder cruzar la cordillera de los Andes en aeroplano. Compró en Francia un Morane Saulnier, con motor Gnome, de 80 caballos de fuerza y trajo un mecánico francés, Paul Gailly, para acondicionarlo con un motor Le Rhone. Hizo varias pruebas, estudió vientos, probó, desafió sus propios límites y estaba seguro: superaría la marca sudamericana. Debería volar a más de cinco mil metros de altura. En una de sus pruebas acarició los 6.225 metros. El mundo ya estaba a sus pies. Partiría desde Santiago de Chile hacia Mendoza.
Dos días antes, el 1 de marzo de 1914, viajó a la ciudad cuyana a ultimar detalles. Cuando regresaba a Buenos Aires, a buscar su avioneta, piloteaba una prestada que cayó en picada 15 minutos después de despegar. Newbery murió instantáneamente. Tenía 37 años, lo llevaron en tren hasta la estación Palermo, lo embalsamaron y lo velaron en la Sociedad Sportiva Argentina. Al día siguiente, un interminable cortejo popular acompañó su coche fúnebre hasta el Cementerio de Recoleta. Había llegado a ser un ídolo popular. Luego de su desaparición, Celedonio Flores le dedicó el tango “Corrientes y Esmeralda” (1931); Roberto Firpo, “De pura cepa” y Pedro Datta, el vals “El aeroplano”. En 1975, una película de Hugo Fregonese, “El ala rota”, lo trajo de nuevo al aire en la sonrisa de Germán Krause.
MM / DS