Desde chiquito, Jaime Francisco de Nevares pegó un volantazo a su historia de niño bien y se entregó de lleno a los que poco y nada tenían, los pobres. De sus propios labios podía escucharse la historia de su bisabuelo, don José María de Nevares Tres Palacios y Albarracín, un patriota de la primera hora a quien llamaban “el vigía”, por haber tocado las campanas del convento de Santo Domingo durante las invasiones inglesas. Su madrina de bautismo era Eloísa Juárez Celman, la hija del presidente Juárez Celman, muy amiga de su madre, Isabel Casares de Nevares. La familia aristocrática, con cinco hijos, habitaba un solar sobre la calle Maipú, donde ahora está la Plaza San Martín. Jaime perdió a su padre, Jaime Francisco de Nevares, cuando tenía 5 años.
Aunque su vocación religiosa fue muy precoz –se vislumbraba desde las aulas del Colegio Champagnat, de donde se graduó con medalla de oro-, ya tenía bajo el brazo el mismo título de abogado que había conquistado su padre en la Universidad de Buenos Aires, cuando a los 27 años ingresó al Seminario de Fortín Mercedes. Tanto lo admiró que, a los ocho años, le dijo a su madre que quería adoptar el nombre de su padre –en realidad el obispo se llamaba José María-. Y así fue, estudio jurídico mediante. Con institutriz inglesa -Miss Claris- y una familia de la alta sociedad, su madre católica hacía frecuentes donaciones a los salesianos de la Patagonia.
Su historia sacerdotal estuvo marcada por algunos hitos. En 1955, prisión en Bahía Blanca, cuando el coletazo de la Revolución Libertadora encarceló a 38 sacerdotes de esa ciudad, entre ellos De Nevares, por entonces director del colegio salesiano La Piedad. En 1961, el Papa Juan XXIII lo nombró obispo de una diócesis flamante, Neuquén. Juró bajo el mismo lema que había elegido para su consagración sacerdotal: “El amor de Cristo nos apremia”.
En 1968, el viaje a Medellín para participar en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano le confirmó que había venido a este mundo para predicar. Al regresar, hizo 30 mil copias de la Encíclica Populorum Progressio (en la que el Papa Paulo VI señalaba el creciente desequilibrio entre países ricos y países pobres) y la repartió en su diócesis. A fines de 1969, apoyó públicamente “El Choconazo”, las huelgas obreras durante la construcción de la Villa Chocón –entre las huelguistas había varias mujeres-.
En 1971, le dijo “no” al presidente de facto Lanusse, cuando le ordenó bendecir la capilla de la villa neuquina. Junto a Alicia Moreau de Justo, Rosa Pimentel, Alfredo Bravo y varias personalidades, fundó en 1975 la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), en busca de dos palabras por entonces olvidadas: derechos y justicia. Luego siguieron el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, los 100 para Seguir Viviendo, el FOSMO contra el servicio militar obligatorio, el Servicio Pastoral para la Comunicación (SERPAC) y la CONADEP, su participación de 1983 en la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas. En 1994, integró la convencional constituyente para la Reforma de la Constitución Argentina. En 1976, tras el golpe militar, De Nevares y otros obispos (Miguel Hesayne, de Viedma; Justo Laguna, de Morón; Jorge Novak, de Quilmes; Alfredo Espósito Castro, Zárate-Campana) presionaron a la Conferencia Episcopal Argentina para firmar un documento en el que se oponían a la dictadura.
De Nevares quedará en la memoria de los argentinos como un referente ético.
Y mucho de lo que se sabe de su accionar público se comprende desde los valores de su vida privada. En tal sentido, es revelador el libro de su secretario, Juan San Sebastián, “Don Jaime de Nevares. Del Barrio Norte a la Patagonia” (1997), en el que reconstruye una anécdota que lo pinta de cuerpo entero, como seguramente quisiera ser recordado: “Enterado de que la esposa del ex dictador de facto Jorge Rafael Videla estaba en Neuquén y que visitaría la Catedral, Don Jaime hizo posta en la puerta para esperarla. Deseaba ardientemente poder hablar con la Junta Militar para pedir por los desaparecidos y los campos de concentración. Cuando ésta llegó, la acompañó al interior de la catedral y a la salida le dijo: "Señora, hay muchas madres que no saben dónde están sus hijos...". A lo que ella respondió: "Yo sé donde están mis hijos". Don Jaime le dijo: "Creí que hablaba con una madre", y se dio vuelta para irse. La señora de Videla le dijo:"Monseñor...". El se dio vuelta y le dijo: "Ahora es tarde señora". Y se fue.”