Asuntos internos

El imitador de voces

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

Pocas cosas hay más fecundas que una cena con amigos que además escriben. No es una cena con escritores, sino ante todo con gente por la que uno experimenta aprecio, amor incluso, y con la que se habla de muchas cosas, y entre ellas de libros. Fue así que en el intento de lograr que uno de estos comensales se introdujera por primera vez en la narrativa de Guillermo Cabrera Infante caímos en la ficción de lograr que por medio de una intervención cerebral los que sí lo habíamos leído lográramos olvidarlo por completo para poder así poder volver a leerlos por primera vez, privilegio insondable que significa una de las pocas grandes envidias que experimento sin ninguna culpa.   

Haciendo una larga lista de las cuantiosas virtudes de Cabrera Infante, a quien dos de los comensales habían leído, se me ocurrió recordar su capacidad camaleónica para escribir metido en los zapatos de cualquiera, como lo hiciera al estilo Borges, Carpentier o Lezama Lima en Tres tristes tigres, sin contar el hecho que cambió su vida a los 19 años cuando escribió una parodia de El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, la llevó a la revista Bohemia y, para su sorpresa, la revista la publicó. De modo que todo nació con una imitación, que es un modo alto y pueril de empezar. Y fue allí donde mis dinner friends objetaron que a la hora de imitar había alguien que superaba con creces al gran Caín, y su nombre era y sigue siendo el de Conrado Nalé Roxlo, autor, entre muchas otras cosas, de Antología apócrifa y su sucedáneo, Nueva antología apócrifa, el primero de 1943 y el segundo de 1969.

Y como hace cualquier persona curiosa, allí, en ese preciso momento, gracias a la buena idea de Marcos Galperin, estaba comprando las dos antologías, que acabo de devorar maravillado, o mejor, subyugado y arrepentido, y un poco avergonzado también por andar admirando por ahí a cualquier imitador de medio pelo cuando en un tiempo suelto por las praderas de la lírica un imitador ejemplar, irrompible y soberbio. 

El propio Nalé Roxlo lo advierte en una especie de nota al lector: ninguno de los “entretenimientos” (así los llama) fue escrito con el modelo a la vista: son más bien la estilización del recuerdo dejado por las lejanas lecturas, algunas de la adolescencia, de escritores tan disímiles como Unamuno, Góngora, Bernard Shaw, Dickens, Dumas padre, Neruda, Heine, Borges, Baudelaire, Twain, Joyce, Wilde, Huysmans, Dostoievski, Lugones, Arlt y tantos más. El virtuosismo imitador llega al punto que a veces consignar el nombre del imitado es ocioso y redundante (decir “ocioso y redundante” es ocioso y redundante, pero fue hecho a propósito). Cuando dice: “La metamorfosis tiene antelaciones clásicas. Asevera Cayo Cornelio Tácito (Anales, libro XVII. Edición erzeviriana de Gronovio, Amsterdam, 1672) que los jovencitos romanos, al abandonar la pueril toga pretexta, afectaban jactanciosas y prepotentes virilidades”, está de más aclarar que el apelado es Borges, porque pocos pueden dar cuenta de bibliografía innecesaria con mayor pedantería. 

Conrado Nalé Roxlo, más humilde y tres años más anciano que el ahora indiscutible escritor nacional (cuando esas imitaciones fueron escritas, Borges era solo un escritor más, cosa que sigue siendo, aunque pretendamos que sea más que eso, como si la categoría “un escritor más” no fuese lo suficientemente superior a la de “un escritor menos”), goza del privilegio que otorga saberse maestro en el arte de imitar voces, y al mismo tiempo mira, con desprecio sutil, desde arriba, a otro imitador, que es lo que Borges, cuyo espectro es menos variado, original y ruidoso, resulta ser a fin de cuentas. ¿O hay alguien por ahí que piensa todavía que Borges es el inventor de algo? 

De acuerdo, Nalé Roxlo tampoco inventó la imitación, pero parece haberla llevado a un grado artístico inalcanzable. Y eso lo hace un arte elevado.