El triste tiritar
No todas somos iguales, pero servimos para la misma causa: el abrigo. Cuando se vienen los fríos, se acuerdan de nosotras, las frazadas; las mismas que durante el verano estuvimos exiliadas en bolsas con hediondas naftalinas. Suelen alegrarse al vernos otra vez, como si recobraran un cariño olvidado en el placard. No es habitual que compren nuevas o nos descarten, mantenemos en nuestros pliegues apretones infantiles o calorcitos de hogar muy codiciados. Muchas de las antiguas venimos hechas a mano de alguna bisabuela habilidosa con el crochet. Y si bien las nuevas mantas térmicas multiplicaron nuestra apariencia, siempre andan buscando el ribete del recuerdo o la ingenuidad de un patchwork.
El invierno nos favorece, sobre todo en tiempos de confinamiento y suba de tarifas. Cenan más temprano, apagan las estufas por la noche y se aferran a nosotras como si volvieran a ser niños. Las frazadas nos volvimos indispensables, aunque los acalorados de siempre (provistos de loza radiante o circulación de aire caliente) se despierten destapados y terminemos hechas un bollo al pie de la cama.
Conozco a una persona que junta mantas en el baúl de su auto y las reparte entre la gente que duerme en las veredas. El triste tiritar lo desvela. Ahora se quedó sin ninguna, anda buscando nuevas; combate los apegos para que nos tengan los que tiemblan.
Calurosos y nostálgicos, suelten mantas de otras épocas. ¿Qué sentido tiene conservar ciertos recuerdos si quienes necesitan ni siquiera llegan al presente?
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