Trasladémonos imaginariamente al año trece. No al último, ni al anterior, sino al del mil ochocientos. 1813, sí: el año de la Asamblea. La independencia no se declaró todavía, pero el Padre de la Patria ya está de regreso en la patria y va iniciando, diligente, su gesta de Libertador. Libertad, independencia: eran temas muy de esos días. Y en esos días, precisamente, la Asamblea del año XIII (aquí tocan números romanos) declaró la libertad de vientres, esto es, a corto plazo, la abolición de la esclavitud.
Dejemos de lado, en este caso, al menos por el momento, a Hegel y su dialéctica. Supongamos que hubiese algunos que, por la razón que fuese, reclamaran para sí mismos el mantenimiento de la esclavitud. Supongamos que lo exigieran: el grillete, los latigazos, la pernada, los abusos; supongamos que exigieran que no fueran suprimidos el trabajo a destajo ni las tan patentes humillaciones con que largamente se los sometía (a ellos y a su descendencia). Ser tratados como animales o, peor, como meras cosas (pues el buen propietario, a sus vacas o a sus caballos, podría llegar a tratarlos mejor que a sus esclavos).
No había caso: ya estaba prohibida. La esclavitud quedaba prohibida. Quienes nacieran, a partir de 1813, en un país que como tal estaba todavía por verse, serían libres, libres de hecho. Y no podían renunciar a eso, no podían desistir de eso. Quizás quepa parafrasear aquí a Jean-Paul Sartre, eso que Sartre escribiría en Francia y mucho después, y decir que en cierto modo estaban condenados a la libertad. La esclavitud ahora estaba prohibida, la libertad era ahora obligatoria (¿paradoja? Puede ser. Pero al menos no la trampa de llamarle libertad al poder de sojuzgar, a las tretas de los dominadores). Quien quisiera ser esclavo, ser la cosa y la propiedad de un amo, no podía: era libre.
Es sabido que en esa libertad perduraban la explotación, la dominación, el sometimiento; es sabido que la obtención social de una libertad más verdadera y más plena está todavía pendiente. Pero aquello del año trece fue sin dudas un avance. Y eso en base a una consideración fundamental: que una nación, como tal, no podía ser de veras libre, si en ella existían esclavos. No era asunto de cada cual, ni un arreglo “entre privados”; fue la manera en que una nación pensó de veras su libertad. A nadie, para que la hubiese, se podía rebajar a indignidad, porque eso volvería indignos a todos. El himno nacional y su grito sagrado se habían estrenado apenas unos días antes.