Multipolaridad

Guerra o paz: el espejo distorsionado del poder

La cuestión militar también cambia en relación a una perspectiva geopolítica que se transforma.

Orugas. Foto: Pablo Temes

El mundo actual, a diferencia del de la Guerra Fría –bipolar, estructurado y predecible–, es multipolar, impredecible e inestable, acentuado –salvo alguna excepción– por la ausencia de líderes, lo que facilita que las naciones pierdan el rumbo y se expongan a una intrascendencia que podría conducir a un desastre. Pareciera que los conceptos de guerra y paz no figuran en la agenda de los dirigentes actuales. Del siglo pasado recuerdo a un líder: Charles De Gaulle.

En 1919, Georges Clemenceau dijo: “La guerra es algo muy serio como para dejarla en manos de los militares”. Sin embargo, fueron los políticos quienes gestaron, condujeron y conducen guerras carentes de moralidad y humanidad. El siglo XX y el actual son una muestra de ello.

Durante la denominada Gran Guerra (1914-1918), Europa vivió una gran tragedia: la muerte de más de diez millones de personas. La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) dejó más de cincuenta millones de muertos y propinó un golpe devastador a la civilización, barbarizando el conflicto en ambos bandos.

Los alemanes, bajo Adolf Hitler, por ideología y odio racial, exterminaron a millones de judíos, gitanos, discapacitados y cristianos, entre otros. Los japoneses, bajo el emperador Hirohito, no vacilaron en asesinar y reducir a la servidumbre a miles de prisioneros. Los soviéticos, bajo José Stalin, asesinaron a miles de “reptiles burgueses” por razones ideológicas. Los británicos y estadounidenses (Churchill y Roosevelt) tampoco estuvieron exentos de la comisión de crímenes de guerra y devastadores bombardeos.

En 1944, sobre la ciudad francesa de Caen, el mariscal Montgomery ordenó un bombardeo que causó más de cinco mil muertos civiles, entre ellos mujeres y niños, a pesar de que la ciudad había sido evacuada por los alemanes. En 1945, en una Alemania devastada y vencida, la aviación británica y la estadounidense bombardearon objetivos civiles, vulnerando elementales principios humanitarios. Entre ellos, la ciudad de Dresden, capital de Sajonia: mil bombarderos arrojaron más de cuatro mil bombas explosivas e incendiarias, reduciendo la ciudad a cenizas. El saldo fue de 15 mil muertos. Dresden no era un objetivo militar ni táctico o estratégico: se destruyó la “Florencia del Elba”, joya del Renacimiento y del Barroco.

El 6 de agosto de 1945, el presidente Harry S. Truman ordenó –ante un Japón vencido– el crimen de guerra más grande de la historia: una verdadera hecatombe nuclear. El lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima dejó más de 150 mil víctimas inmediatas y mediatas. Así lo describe el periodista español Jesús Hernández: “Se produjo una cegadora luz, como procedente de mil soles a la vez (…) Los trenes y tranvías volaron como soplados por un gigante, los automóviles se derritieron y bloques enteros de casas desaparecieron. De algunas personas solo quedó su sombra grabada en una pared. Las secuelas sufridas por los supervivientes harían a estos envidiar a los muertos. Muchos de ellos, con la piel hecha girones, experimentaron lo que se llamaría ‘el sol de la muerte’: la temible radiación, cuyos efectos se prolongarían durante décadas” (La Segunda Guerra Mundial, pág. 482).

Tres días después, una segunda bomba nuclear cayó sobre Nagasaki: más de 100 mil víctimas y la repetición de los efectos de Hiroshima. Truman nunca se arrepintió de su decisión.

La guerra no fue ajena a las estrategias y mecanismos de distorsión. Los soviéticos afirman que Stalingrado (1943) fue el momento culminante; los británicos, que lo fue la Battle of Britain (1940); los estadounidenses sostienen que el punto decisivo llegó con su entrada en la guerra. Hollywood contribuyó a esa visión.

En 1968, en My Lai (Vietnam), el oficial del Ejército de EE. UU. William Laws Calley Jr., al mando de una sección de infantería, atacó indiscriminadamente una aldea sin valor militar. Violaron a mujeres y niñas, incendiaron viviendas y mataron todo el ganado. Las víctimas fueron unas 500 personas. El oficial fue juzgado y condenado, pero solo cumplió tres años de arresto domiciliario y fue indultado por el presidente Richard Nixon.

En la Guerra de Malvinas se respetó a la población civil y “se combatió sin odio y con notable respeto a las normas morales por parte de los dos bandos” (Hastings y Jenkins, La batalla por las Malvinas, pág. 343); también lo reconoció el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).

La guerra es un renunciamiento a las escasas pretensiones de la humanidad, y la primera víctima de ella es la verdad, máxime cuando se mezcla ideología rígida, exaltación mesiánica y despersonalización de las víctimas, llegando a la irracionalidad y a los crímenes de guerra. Así fue en el pasado y así ocurre hoy, en Europa y en Medio Oriente, donde países con armas nucleares aplican métodos que muchos califican propios de los mongoles del siglo XIII.

La guerra no es una obra de Dios, pero constituye uno de los actos más trágicos en la vida de una sociedad y, por desgracia, también una de las formas más frecuentes de resolver disputas en la historia humana.

El holandés Sebald R. Steinmetz dijo en el siglo pasado que “la sociología debía ocuparse más de los conflictos y superar un vacío por demás evidente”. Nelson Mandela –Premio Nobel de la Paz en 1993– sostuvo que “la paz no es simplemente la ausencia de conflicto, sino la creación de un entorno en el que todos podamos prosperar”.

La paz fomenta el desarrollo integral de las sociedades y de los individuos, garantiza el respeto a la dignidad y los derechos humanos, y promueve la Justicia.

*Exjefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas y exembajador en Colombia y Costa Rica.