La ceremonia de la confusión
Sin saberlo, asistimos cada día a una ceremonia meticulosamente orquestada, un producto del diseño más sofisticado, pero que no se celebra en templos ni catedrales, como antaño, sino en “shoppings”, pantallas y redes sociales: la ceremonia de la confusión, el rito contemporáneo que consagra la equivalencia entre tener y ser, convirtiendo la acumulación en sacramento profano y el consumo en plegaria ritual.
Esta liturgia del individualismo economicista opera mediante una alquimia perversa que trasmuta la carencia ontológica en deseo de mercancía. El sujeto, despojado de toda narrativa trascendente, busca de manera cada vez más desesperada llenar su doloroso y creciente vacío existencial con objetos que prometen identidad, para terminar constatando con melancolía que cada nueva compra es también una nueva confesión de vacío; cada adquisición, una prueba más de la insuficiencia radical que intenta cubrir.
La sociedad del rendimiento, denunciada en tantas de sus obras por Byung-Chul Han, ha perfeccionado esta confusión hasta convertirla en segunda naturaleza. Ya no percibimos la diferencia entre necesidad auténtica y deseo manufacturado y, de hecho, los algoritmos conocen nuestras carencias mejor que nosotros mismos y nos ofrecen, con precisión quirúrgica, exactamente aquello que creemos necesitar, y todo ello con una sutileza tal que esta personalización del consumo crea la ilusión de autonomía mientras profundiza la heteronomía más radical.
Ya Bauman advertía sobre la fragilidad de los vínculos en la modernidad líquida, pero no alcanzó a dimensionar completamente esta nueva forma de alienación pues el consumidor contemporáneo no solo está alienado de sus productos, está alienado esencialmente de su propia capacidad de desear: sus anhelos le llegan prefabricados, sus sueños han sido testeados de manera meticulosa en focus groups y sofisticadas encuestas, sus aspiraciones cotizadas en bolsa.
La ceremonia alcanza su triste paroxismo precisa y explícitamente en el universo digital, allí donde el yo se convierte en marca personal que debe ser constantemente actualizada y promocionada y en el que la selfie no es un gesto narcisista, como pareciera a primera vista, sino todo un acto litúrgico que confirma la propia existencia a través de su exacerbada visibilidad: existo porque soy visto, soy porque consumo, consumo porque otros me ven consumir, la tautología es perfecta.
Ahora bien, esta sacralización del tener como privilegiada medida del ser no es accidental sino el resultado preciso y calculado de décadas de ingeniería del deseo, que ha logrado penetrar hasta los estratos más íntimos de la subjetividad, décadas en las que las inicialmente ingenuas técnicas publicitarias han evolucionado desde la persuasión burda hasta la manipulación neurológica sofisticada: hoy ya no se venden productos o servicios, sino estados de ánimo, aspiraciones, identidades completas listas para usar, intercambiar y descartar.
La posible (y muy deseable) resistencia a esta ceremonia, casi siempre inadvertida, no pasa por el ascetismo moralista, sino por la recuperación de la capacidad de distinguir entre tener y ser, un trabajo de desintoxicación simbólica que permita redescubrir formas de existencia no mediadas exclusivamente por el mercado como marca y seña de todo,
espacios donde el valor no se mida en términos monetarios, donde el tiempo no sea productivo, donde la identidad no dependa tan solo de la posesión. Solo rompiendo el hechizo de esta ceremonia cotidiana podremos escapar de la confusión que nos ha convertido en adoradores inconscientes de nuestras propias cadenas.
* Profesor de Ética de la Comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.
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