desencanto

La erosión de los políticos

El malestar con la política lleva décadas y está produciendo consecuencias deplorables: el ascenso de los populismos.

Reggianito. Político en hebras. Foto: pablo temes

¿Cómo mirar la realidad política de la Argentina sin autoflagelarse, considerándolo un país fatalmente desquiciado, donde las oportunidades de revertir los problemas están perdidas? Tal vez, para empezar, asumiendo que la política, al menos en Occidente, no satisface desde hace años las necesidades y deseos de los votantes, según sus expectativas, condicionadas por los estándares de bienestar de cada país. El malestar con la política lleva décadas y está produciendo consecuencias deplorables: el ascenso de los populismos de izquierda y derecha, frente a la impotencia de las instituciones democrático-liberales. Estados Unidos es hoy una muestra paradigmática de esta contradicción explosiva.

Pero, como afirmamos, el desencanto viene de lejos. Puede leerse, para constatarlo, este duro diagnóstico, que resultará un tanto familiar: “Lo que tenemos es una sociedad en la que el descontento, la incredulidad, el cinismo y la inercia caracteriza el estado de ánimo del público; un país cuya economía sufre graves dislocaciones, cuya moneda está en peligro, donde el desempleo y la inflación coexisten, donde un número cada vez mayor de personas e incluso grandes empresas viven en la recesión; un país cuyas principales instituciones públicas obtienen cada vez menos lealtad de sus ciudadanos. Estamos en problemas”. No es la Argentina en 2022 sino Estados Unidos en 1970, según la descripción del célebre periodista norteamericano David Broder.

El mal de muchos, sin embargo, no nos absuelve. La razón no debe buscarse en las tendencias globales, sino en dos indicadores socioeconómicos clave: los de pobreza e inflación, donde la Argentina marca récords. Ellos tienen consecuencias nefastas, que trastornan la vida social y económica, hasta llevarla a límites exóticos, de los que periódicamente dan cuenta los grandes medios internacionales, como lo hizo esta semana el Washington Post (“Worried about inflation? In Argentina it’s a way of live”).  

Esa es la forma insensata de vivir de este país en las últimas décadas: sin moneda y, por lo tanto, sin contratos confiables; y con una pobreza galopante, a pesar del abundante presupuesto público dedicado a la contención social.

La pandemia, por cierto, iba a empeorar las cosas. Como en otros países, transcurrió desde la gesta nacional a un duro despertar, en medio de un desastre sanitario y económico con final aún difuso. ¿Cuál es la consideración pública que obtienen nuestros principales políticos en esta particular circunstancia, donde se agolpan problemas estructurales e históricos con la realidad desoladora e incierta a la que condujo el coronavirus? La confrontación entre la situación actual y lo que ocurría en los primeros meses de 2020, cuando empezó la pesadilla, ilustra el grado de erosión de nuestra clase dirigente.

Una comparación elaborada a partir de las series históricas de Poliarquía, permite constatar la dimensión del fenómeno. En primer lugar, se observa que en abril de 2020 la diferencia entre la imagen positiva y negativa de los doce principales políticos argentinos (seis del Gobierno y seis de la oposición), arrojaba en promedio un saldo favorable de 2 puntos, mientras que en este momento exhibe un balance negativo de 15 puntos. El recuento de 2020, aun superavitario, estaba condicionado por las altas evaluaciones negativas de Cristina Kirchner y Mauricio Macri, pero lo compensaba la fuerte apreciación de Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta, Axel Kicillof y María Eugenia Vidal, cuyas imágenes positivas promediaban el 52%.

Casi dos años después, el panorama se ha invertido. La diferencia entre las imágenes positiva y negativa de este conjunto de dirigentes delata el hastío social. Solo Rodríguez Larreta puede mostrar hoy un saldo considerable a favor entre ambas imágenes (+22), pero este valor resulta la mitad del que obtenía en el otoño de 2020. De una forma u otra, el conjunto de los protagonistas pagó altos costos. 

Sin embargo, el escenario más desolador lo padece el oficialismo: sus principales dirigentes generan abultado rechazo. Encabezan este ranking la vicepresidenta y su hijo, seguidos por Aníbal y Alberto Fernández, Massa y Kicillof. En este momento no se advierte un competidor con chances en el peronismo para la próxima elección presidencial.

Si se considera a los aún no declarados aspirantes a cargos significativos en 2023, el resultado no mejora sustancialmente, con algunas excepciones además de Larreta. Las figuras prometedoras son Facundo Manes, cuyo saldo favorable de imagen es de 16 puntos y Diego Santilli, que alcanza +13, ambos con bajo nivel de conocimiento relativo, lo que posibilitará una capitalización futura de sus figuras si hacen las cosas bien. En cambio, tanto Gerardo Morales como Martín Lousteau poseen más imagen desfavorable que favorable. En el caso del dirigente radical porteño el retroceso resulta significativo: su evaluación adversa trepó de 23% a 44% desde abril de 2020, cuando su valoración positiva era apreciablemente mayor que la negativa. 

A los políticos de discurso radicalizado no les está yendo mejor. Consagrado por sus fanáticos en bizarras concentraciones, Javier Milei es rechazado por el 54% de los argentinos y aprobado por apenas el 24%, lo que constituye un motivo para analizar las disparidades entre la resonancia mediática y la evaluación pública.  Lo mismo ocurre con Cristina y Macri desde hace tiempo. 

El caso de Patricia Bullrich, tal vez la dirigente que expone con menos inhibiciones su aspiración presidencial, es, en cambio, típico de los políticos afiliados a la controversia en un marco democrático: tiene tantos seguidores como detractores, aunque, como a todos, le iba un poco mejor hace dos años. 

Acaso la pasión por el poder se base en dos creencias: una es la capacidad personal (“tengo los atributos para llegar”); la otra, es la posibilidad de superar las limitaciones de la realidad (“estoy en condiciones de cambiar las cosas”). 

El “Sí se puede” y otras consignas parecidas se apoyan en esas convicciones. Son mitos movilizadores de la acción, como afirmaba George Sorel.

Podría preguntarse, para concluir, cómo evolucionarán estas creencias en los próximos meses, a partir del entendimiento aparentemente benévolo con el FMI. ¿Pensarán nuestros desgastados políticos (aunque digan lo contrario): ahora el terreno está despejado, sigamos la lucha despiadada por el poder, o buscarán cumplir con lo acordado, lo que incluye consensos básicos? 

Apostemos a la sensatez, aunque la historia del país hasta aquí augure lo contrario.