COLUMNISTAS
lucha sin fin

La voraz política agonal

El combate por el poder es cada vez más alienado y transcurre en un mundo ajeno a la verdad de las cosas.

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Formas cónicas. Ámbito y herramienta. | Pablo Temes

Constituye un tópico de la politología la distinción entre las fases agonal y arquitectónica de la política. La primera remite a la competencia por el poder, mientras la segunda hace referencia a la administración, que es una tarea constructiva, vinculada con el diseño y la concreción de las políticas públicas.

El espíritu agonal es un rasgo secular de Occidente, que se remonta a los griegos: se ha escrito que ser siempre el mejor y superar a los demás podría ser el lema de la Grecia antigua. Lo agonal puede asimilarse así a lo deportivo: vencer es el lema; alcanzar la cima, el propósito.  

La imagen de la política que construyen los medios privilegia lo agonal sobre lo arquitectónico, acaso porque la lucha por el poder es un formato accesible y atractivo para las mayorías: compiten por la presidencia A contra B como lo hace nuestro equipo predilecto contra su principal rival. La exitosa serie Succession posee esa seducción: padre e hijo luchan sin piedad por la propiedad de la empresa familiar, dándole a la acción una dinámica irresistible. Quién le doblará finalmente el brazo al otro, humillándolo; quién alzará el cetro y cuál morderá el polvo de la derrota nos mantiene en vilo, pendientes del desenlace.       

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Si se desmenuzan lo agonal y lo arquitectónico, se verá, sin embargo, que el aspecto belicoso es el rasgo más espectacular pero no el que insume la mayor parte de la actividad política. Este campo está constituido por otros dos componentes clave, propios de la fase arquitectónica: legislar y gobernar. Elaborar leyes y conducir los estados subnacionales: eso es lo que hace la mayor parte del tiempo la mayoría de los políticos. A diferencia de lo agonal, signado por la rivalidad y los grandes relatos antagónicos, legislar y administrar requieren complejos esfuerzos e inevitables consensos.

Es real que mientras ejercen esos roles casi todos los políticos anhelan o sueñan con llegar a la presidencia de la nación. Pero lo cierto es que ese cargo lo alcanzan muy pocos, cada vez menos. El club de los presidenciables en la Argentina se ha vuelto muy exclusivo: en condiciones normales se necesitan un depurado maquiavelismo, poder territorial, acaudalados sponsors y muchos medios de comunicación favorables para llegar a la cúspide. Por esto, un Macron o un Boric son impensables aquí, y otro Alberto Fernández, improbable. Eso reduce el juego a una conocida minoría. Son los que condicionan la acción y saturan con sus séquitos los medios y las redes.   

Profundizando la metáfora deportiva, podría decirse que, si hay multitud de políticos que legislan y gobiernan, los pocos presidenciables practican el alpinismo. Trepan una montaña, la más alta y escarpada de la cordillera, en cuya cima los esperan la banda y el bastón. El frenesí y la adicción de los presidenciables semejan a la de los desafiantes de los llamados “Ocho miles”, nombre que reciben en la jerga los catorce picos del Himalaya que alcanzan esa altura. En ascenderlos se cifra la vida de estos deportistas, hasta vencer al Everest que constituye el premio mayor. Ellos solo ven la montaña y la cumbre, todo lo demás se desvanece.

La pasión excluyente por la cima empalma con una figura que caracterizamos en la columna anterior: el sobreviviente, aquel que experimenta la satisfacción de arriesgarse a la muerte y eludirla.  Es el más fuerte, el que logró un estadio inefable de superioridad. El alpinista Reinhold Messner, uno de los más célebres de los últimos años, responde en un reportaje que lo que rigió su carrera fue el afán de aventura y el hecho de haber sobrevivido. Otros asimilan el deseo a un componente inescindible de su persona: “Cada uno tiene sus motivos –dice una escaladora de altas cumbres-. Hay quien sueña con una isla desierta. Yo sueño con la montaña. Es un estilo de vida y desprenderse de él es desprenderse de una parte de ti misma”.

Anomias poselectorales

Pero existe un problema: entre los más osados, aquellos que renuncian al suplemento de oxígeno para que su éxito sea más meritorio, la ascensión provoca distorsiones perceptivas, dificultades de comprensión, alucinaciones. A medida que el aire pierde densidad, la mente se embota y el sentido de la realidad decae. En un paper académico, disponible en internet, titulado “Isolated psychosis during exposure to very high and extreme altitude. Characterisation of a new medical entity”, se describe esta patología de las alturas. Tal vez sería instructivo que nuestros presidenciables lo leyeran.

Concluyen los investigadores que “se ha planteado que la psicosis beneficia a los escaladores cuando las alucinaciones consisten en voces o personas que los alientan a un comportamiento de supervivencia; sin embargo, también puede resultar perjudicial, lo que da como resultado posibles juicios erróneos en escenarios peligrosos”. Para los especialistas, este trastorno es, efectivamente, asimilable a la psicosis, que según la Asociación Estadounidense de Psiquiatría incluye los siguientes síntomas: alucinaciones, delirios, habla desorganizada, comportamiento psicomotor anormal, además de deterioro cognitivo, depresión y manía.  

Lo que queremos enfatizar, asimilando la competencia presidencial al alpinismo, es que lo agonal está devorándose a lo arquitectónico. La psicosis de los aspirantes los hace perder la noción del conjunto. A más altura, menos lucidez. El combate por el poder es cada vez más voraz y alienado: transcurre en un mundo ajeno a la verdad de las cosas, embotado por un afán excluyente. El desacuerdo en torno al Presupuesto lo expone: los halcones, que también frecuentan las cumbres, terminaron imponiéndose, con el apoyo implícito del club de los presidenciables, de uno y otro bando, y el sostén militante de los medios que los propulsan.

Mientras tanto, la sociedad padece y aborrece. Padece el descenso de los ingresos, la pobreza, el deterioro de la educación, la escasez de oportunidades. Y aborrece cada vez más a los políticos alucinados por la presidencia, cuya agenda no tiene nada que ver con sus preocupaciones. Basta ver en los sondeos el descenso generalizado de la imagen de los principales dirigentes durante el año que concluye.

Cuando Ortega y Gasset instó a nuestras élites a dejar de divagar, con su célebre   solicitud “¡argentinos, a las cosas!”, no pudo imaginar que décadas después algunos de sus representantes terminarían en las “no-cosas”, tal como las define Byung-Chul Han en su último libro: un mundo virtual, dominado por las apariencias y los relatos, “cada vez más intangible, nublado y espectral”.

Licenciado en Sociología, UBA. Fundador y director de Poliarquia Consultores.