Recurriendo a una metáfora arquitectónica, alguna vez comparamos al peronismo con una casa de dos plantas. Esa imagen se inspiraba en la obra del politólogo norteamericano Steven Levitsky, acaso el intérprete más sagaz del movimiento fundado por Perón. La tesis de este académico es sugerente porque elude las mutaciones ideológicas, que despistan a los estudiosos del fenómeno peronista, para centrarse en su organización. A grandes rasgos, distingue dos niveles: una cima fluida, donde se suceden los liderazgos nacionales; y una base preexistente, que aloja a las estructuras territoriales: las organizaciones sociales, los punteros y militantes, las unidades básicas, los sindicatos, las gobernaciones y las intendencias.
Esto permite imaginar una casa, donde los propietarios, que viven en la planta baja, alquilan el piso superior al líder bendecido por la popularidad. Según el contrato, el inquilino puede decorarlo y amueblarlo a su gusto, invitar a los amigos que se le antojen y poner su música preferida. Pero le estará prohibido construir un tercer piso o alterar la estructura edilicia. A cambio, el propietario le cederá el protagonismo, quedando en segundo plano. El valor del alquiler será alto y deberá abonarse en bienes y servicios a los propietarios, cuyo mandato histórico es mejorar las condiciones de vida del barrio.
El día que planteamos esta imagen en un encuentro académico, surgió una pregunta: por qué los dueños nunca ocupan el piso superior. La respuesta fue: porque jamás lograron tener buena imagen. Víctimas del prejuicio, más que de sus errores, fueron estigmatizados por una sociedad que idealiza Paris y aborrece el suburbio. En cierta forma, los propietarios de la casa peronista son para ella los herederos de los “cabecitas negras”: poco aseados, metiendo eternamente las patas en las fuentes de la Plaza de Mayo. Esto, por cierto, no los exime de delitos y corrupciones, pero los condena al prejuicio racial y político perpetuo, que cierto republicanismo sigue ahondando, con el relato de un país que respeta las instituciones mientras excluye a un tercio de sus habitantes.
Un día el contrato de alquiler caduca en la casa peronista, porque una de sus cláusulas dice que si el inquilino cae en desgracia debe desalojarla. Eso les ocurre a los líderes decadentes, cuando ya no pueden abonar el alquiler que garantiza el bienestar de los vecinos. A Menem, el neoliberal, y a Cristina, la populista de izquierda, tan en las antípodas, les ocurrió lo mismo: concluyó el contrato y los dueños se hicieron cargo de la vivienda. Hace veinte años Menem debió devolverle las llaves a Duhalde, quien personificó y representó entonces a los titulares del peronismo; ahora Cristina se las entregó a Juan Manzur y su comitiva. Pronto pondrán el cartel: se alquila la casa peronista.
Esto significa que se ha abierto, una vez más, la sucesión. Carlos Floria, el inolvidable maestro de politólogos, solía repetir en su tertulia que la sucesión peronista es el gran acontecimiento de la política argentina. La casa peronista, que metaforiza la organización, de alguna manera vence al tiempo, como quería el fundador.
Sin embargo, la caducidad del contrato sucede esta vez en un contexto inquietante: primero, el peronismo está en la mitad de un mandato presidencial; segundo, la conductora tercerizó la administración, sumando a la debilidad de su liderazgo la indeterminación de los actos de gobierno, cuyo curso es imprevisible e indescifrable.
En esas condiciones, el riesgo cierto es la ingobernabilidad.
Con severo padecimiento económico y profundo rechazo social, es probable que los propietarios de la casa no puedan sostenerse, debido a su mala imagen histórica, sumada a ciertos impresentables que los acompañan, cuya naturaleza recuerda el cuento del alacrán. En otras palabras: a la insuficiencia de Manzur, hay que agregarle el aguijón de Aníbal.
Cuatro escenarios para Argentina
Una vez cesado el contrato, la ecuación de la casa peronista no cierra, aun remontando las elecciones, lo que se considera improbable. El antecedente de una sucesión en medio de un mandato no es auspicioso: ocurrió cuando murió Perón. Felizmente, ahora no existen los militares para subsanar el vacío de poder. La gobernabilidad deberá preservarse o perderse por la lucidez o la necedad de los dirigentes democráticos que tenemos.
Ante situaciones límites, como es la amenaza de la ingobernabilidad en condiciones económicas y sociales críticas, aflora la cuestión de la naturaleza de la política en democracia. Y de su vínculo con el pasado, el presente y el futuro. No es lo mismo la consigna “cuanto peor, mejor” de inspiración leninista –secretamente acuñada por las oposiciones irresponsables–, que una lectura realista de la crisis, que aconseje tomar en cuenta la consecuencia de los actos. Éste será en adelante el desafío de los opositores y de los peronistas lúcidos ante la probable debilidad extrema de un gobierno al que le faltarán dos años para concluir su mandato.
Cuando vinculó la ética con la política, Max Weber estaba más cerca del realismo maquiavélico que del idealismo platónico. Por eso argumentó, con notable actualidad, que a la política le corresponde un régimen ético específico, en tanto versa sobre el poder, detrás del cual acecha la violencia. Y aún más: sostuvo que en política es contraproducente la verdad unilateral, el narcisismo de los líderes, la culpabilidad histórica, la demagogia de los periodistas y el fanatismo religioso.
Si contemplamos la escena argentina con ojo weberiano, comprobaremos que prevalece lo contraproducente: políticos narcisistas que se inculpan por hechos del pasado, medios de prensa que han convertido sus secciones audiovisuales en máquinas de cavar la grieta, en lugar de tribunas de doctrina como querían sus fundadores; postulantes a la Presidencia que suponen que blandiendo la amenaza del populismo llegarán antes a la Casa Rosada; dirigentes populares que pugnan por poner más pobres en la política y gobernar sin alternancia.
Ésta es la Argentina mediática. La que vocifera y hace su negocio oportunista.
Por debajo, políticos de las dos orillas, empresarios, sindicalistas, dirigentes sociales, profesionales y religiosos dialogan, buscando las claves de la reconstrucción nacional. Les incumbe el futuro y la responsabilidad ante él, que era el signo de la madurez política para Max Weber.
Son los que buscan, sin grandilocuencia y contra reloj, una salida del laberinto que atrapa al peronismo y compromete al país.
*Analista político. Director de Poliarquía consultores.