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argentina trucha

Inscribiendo un cumpleaños

La sospecha de falsedad no incumbe solo al Presidente, ella se extiende a toda la clase política. He ahí la cuestión.

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Patria con bonete festivo. | Pablo Temes

Impresionante conmoción: el Presidente obligó a la gente a sacrificar su libertad bajo la premisa de librarlos de la enfermedad y la muerte, mientras él no cumplía con los rigores que había decretado. Que un gobernante actúe así no constituye ninguna novedad, debido a que la manipulación forma parte del repertorio de la política desde el origen de los tiempos. La cuestión es otra: en qué contexto ocurrió el hecho, en qué sentido reproduce el modelo tradicional del abuso de poder, y qué aporta de novedoso al drama de la dominación política. En definitiva, dónde hay que inscribirlo. Analizaremos el tema a través de tres dimensiones: el escándalo, la tragedia y la falsedad. Concluiremos mencionando dónde reside para nosotros el problema.

Escándalo. Los que han analizado el escándalo político distinguen dos formas de entenderlo: como conducta desviada de una norma –es escandalosa, por ejemplo, la corrupción, aun antes de conocerla– o como indignación pública ante un hecho que la mayoría considera una infidelidad de personas o instituciones relevantes de la sociedad.

Esta segunda acepción supone la condena severa de la opinión pública, “en un intento de estigmatizar a tal agente, de modo que quede marcado en adelante por una nueva identidad con un status moral inferior”, según escribe el catedrático español Fernando Jiménez en un artículo muy actual, que se encuentra en la red: “Posibilidades y límites del escándalo político como una forma de control social”.

Es interesante que no siempre coincidan la corrupción con el escándalo. La impresión es que este episodio generó mucha más ira que los cuadernos de Centeno o los bolsos de López. La razón es que el cumpleaños de Olivos involucra personalmente el Presidente, confrontando sus actos con sus palabras y decisiones, en un contexto excepcional como la pandemia. Daña lo que se ha llamado “las bases fiduciarias de la autoridad”, es decir, la confianza depositada en una figura pública, que al quebrarla incurre en deslealtad, un comportamiento sancionado con dureza por la cultura popular.

La repulsa del público funciona aquí como un dispositivo de control social sobre el considerado desleal, quien se arriesga a perder su status en el caso de no revertir o justificar su conducta. Es paradójico: en ciertas circunstancias pueden ofender más la traición o la hipocresía que los negocios sucios. En eso consiste el escándalo que agobia a Fernández.

Tragedia. Una de tres versiones de lo trágico resulta útil para entender el efecto repugnante del cumpleaños. La tragedia puede concebirse como el conflicto fatal y absurdo entre los héroes, según la literatura, o asimilársela al sufrimiento y la alienación en los vínculos sociales o personales, como lo han mostrado la sociología y el psicoanálisis. Pero hay otra forma del padecimiento trágico, sobre el que Freud advirtió porque estaba más allá de su capacidad racional: las desgracias que provienen del mundo exterior, de las fuerzas impersonales de la naturaleza que se abaten en forma arbitraria sobre individuos que no las esperan ni las merecen.

Esos acontecimientos encajan perfectamente en lo que significó la pandemia: una catástrofe súbita y terrible desatada sobre inocentes.

Mientras ellos festejaban nosotros no podíamos siquiera despedir a nuestros muertos: una injusticia atroz e irremediable, porque no habrá otra oportunidad.

La pax peronista

Quizás el coronavirus le adosó al abuso de poder clásico un elemento nuevo, particularmente hiriente: los lazos corporales directos, que adquieren relevancia superlativa ante la enfermedad y la muerte, estaban prohibidos por el poder cuando el poder celebró su fiesta. La lectura fue letal: de un lado quedaron los inocentes, sin la posibilidad de un abrazo consolador; del otro, los frívolos y encumbrados farsantes que habían abandonado el sentido de su responsabilidad. Si el cumpleaños –una nimiedad– pegó más que los cuadernos de Centeno es por el acontecimiento trágico que ocurría mientras se llevó a cabo. La defensa de los inocentes, basta leer el alegato de Job, puede ser atronadora.

Falsedad. El ocultamiento y la mentira, del mismo modo que la manipulación, forman parte de la política desde siempre. Por eso es tan complejo el juicio moral en este campo. Cuando Menem confesó que si decía lo que pensaba hacer no lo votarían, repetía una conducta típica que podría justificar Maquiavelo como astucia o Max Weber como responsabilidad. Hannah Arendt, quien tenía una visión ética de la política, aceptaba un hecho empírico: la falsedad, la impostura, la mentira benevolente, las estratagemas, los secretos de Estado, la diplomacia, siempre fueron considerados como medios justificables en las transacciones políticas. Pero el problema es de otra índole en este caso.

Más allá de que se las englobe, el diccionario no define de la misma manera las palabras “mentira” y “falsedad”. Existe una diferencia sutil entre ambas: la mentira es una “expresión contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente”; la falsedad es una “falta de verdad o autenticidad”. Interesa aquí la autenticidad, una cualidad filosófica que, como la verdad, muchas veces es contradicha en la esfera pública. Pero no es cuestión de meterse en honduras con motivo de un cumpleaños por escandaloso que haya sido.

La acechanza para el Presidente, y para los políticos en general, parece ser otra y no proviene de la teoría sino de un término coloquial exclusivamente rioplatense, por no decir argentino: lo “trucho”, que es nuestra forma sarcástica de definir la falsedad.

Ser trucho es algo inefable, acaso una reminiscencia de la viveza criolla. Se aplica a cosas o personas, con una certeza: apunta a la esencia del objeto, no a su contingencia. Una mentira puede ser ocasional, no convierte al que la profiere en mentiroso. Lo trucho, en cambio, es constitutivo, e insostenible y bochornoso como lo fraudulento.

Como lo argentino. Con un agravante: equivale a la degradación. Es equiparable a “una nueva identidad con un estatus moral inferior”, volviendo a la interpretación que citamos. Cuando se habla de la palabra devaluada de nuestros políticos se alude a este fenómeno.

El problema. La sospecha de falsedad no incumbe solo al Presidente, ella se extiende a toda la clase política. He ahí la cuestión. La gente sabe que en política se miente y se oculta, pero cuando tales manipulaciones desnudan lo trucho –ese argentinismo deplorable– el pacto de representación colapsa.

Sobre todo, después de la tragedia del covid.

En ese giro de la historia hay que inscribir el cumpleaños de Fabiola.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.