COLUMNISTAS
opinión

Al gran pueblo (universitario) argentino, salud

20240428_marcha_universidad_pages_g
Presente. La marcha fue una de las más populosas que se recuerdan desde 1983. | Ernesto Pages

En el siglo XVIII, Edmund Burke definió a la sociedad humana como “un pacto entre los vivos, los muertos, y los que aún no nacieron”. En efecto, según él, las comunidades no se creaban en un segundo, de la nada, entidades vacías sin referencias históricas ni orientación a futuro, sino que eran el producto de procesos de acumulación de saberes, experiencias, pujas y hasta sinsabores que fluían entre generaciones en una compleja trama.

Podría parecer extraño utilizar la obra de quien fuera el más importante teórico del conservadurismo inglés, rabioso rival de las ideologías revolucionarias jacobinas del iluminismo, para hablar del sistema universitario público argentino. Después de todo, las universidades públicas argentinas serían (supuestamente) núcleos del pensamiento de izquierda siempre deseosas de adoctrinar las mentes (supuestamente) en blanco de sus estudiantes. Sin embargo, no hay mayor ejemplo de acumulación intergeneracional que el sistema público de educación superior (como parte del sistema educativo público en su conjunto). La Universidad Nacional de Córdoba, la primera fundada en este territorio, preexiste a la Nación por más de dos siglos. La Universidad de Buenos Aires es anterior a la Constitución.

Un poco a contrapelo del tono de hoy en la conversación pública (donde las diferentes corrientes de pensamiento y las distintas perspectivas son “domadas”, “pulverizadas” o cosas similares en un debate algorítmico), podemos afirmar que nada de lo que acontece en la vida de las instituciones de la educación superior se pierde, todo se transforma y sobreimprime. Tan amplio y tan intergeneracional fue el proceso de creación, reforma y acumulación que absolutamente todos los movimientos políticos de importancia tuvieron algún protagonismo en él. En efecto, cada partido político, amén de sus coordenadas ideológicas, puede jactarse de haber ampliado o fortalecido de alguna manera a las universidades nacionales.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Ninguna sociedad puede llamarse civilizatoria si destruye sus capitales acumulados

La tradición de vínculos entre gobiernos y universidades es larga, y casi sigue toda la historia nacional, desde el período colonial, pero por motivos de espacio, bien podemos iniciar con la –tan elogiada por el actual Poder Ejecutivo Nacional– Generación del 80. La primera gran legislación central sobre las universidades, la ley Avellaneda de 1885, ingresó en esa profunda transformación legislativa que el roquismo generó en sus comienzos, a la par y en coordinación con la ley 1.420 de Educación Pública de un año antes. Y en la etapa del roquismo tardío, donde aparecieron más las preocupaciones por la cuestión social, fue uno de sus principales intelectuales, Joaquín V. González (primer rector de la Universidad Nacional de La Plata) quien lideró la reflexión sobre la temática, y realizó muchos aportes, por caso con la extensión, a la que vio como un tema central en los años por venir.

La identidad misma de la Unión Cívica Radical, el centenario partido que llegó al poder en 1916, es inseparable del recuerdo de la Reforma Universitaria de 1918 y de su espíritu, condensado en el Manifiesto Liminar. La autonomía universitaria, la libertad de cátedra y los órganos de cogobierno universitario fueron el fruto de aquella lucha. El gobierno compartido entre los claustros docente, estudiantil y graduado es una de las mejores tradiciones universitarias, en especial, porque genera la necesidad de los estudiantes de organizarse políticamente. El ganar lugares en los órganos de cogobierno y luego participar en ellos haciéndose partícipes de las decisiones colectivas es algo más que un mero procedimentalismo: ha sido una escuela de ciudadanía y responsabilidad cívica para incontables generaciones.

Marcha Universitaria Federal
Masiva movilización en defensa de la educación pública. Foto: Agencia AFP

El peronismo, por su parte, reivindica la decisión de Juan Domingo Perón de decretar la gratuidad universitaria en 1949. Esto permitió ampliar de manera dramática la matrícula de estudiantes, pero también fue en las aulas de las universidades donde surgió gran parte de la oposición al gobierno peronista, y sin dudas, las casas de altos estudios fueron el teatro de operaciones de todas las luchas sociales y políticas en el tenso período que va de 1955 a 1983.

Raúl Alfonsín participó también en esta historia de legados, con la decisión del ingreso irrestricto a las aulas, y con la integración de una generación entera de jóvenes politizados a la identidad radical. Incluso, el gobierno de Carlos Menem tuvo aportes a la consolidación de la educación superior. Aún en un contexto de desfinanciación y fuerte conflicto con el sector, la creación de la Coneau y del programa de incentivos a la investigación, entre otros, impulsó el fortalecimiento de la profesionalización universitaria y la institucionalización de procedimientos de auditoría y evaluación de títulos y programas.

Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner llevaron adelante un programa de federalización del acceso a la universidad con la creación de dieciséis universidades nacionales. Luego de este proceso se llegó a abarcar por primera vez todo el territorio nacional: cada provincia argentina cuenta con al menos una universidad pública en su territorio. El mayor financiamiento del Conicet, además, multiplicó los vasos comunicantes entre el mundo universitario y la investigación.  

Ningún problema estructural se solucionará con ahogo financiero y agresividad discursiva

La  decana de la Universidad Nacional del Comahue, Beatriz Gentile, mencionó en un discurso reciente la ampliación de la matrícula estudiantil, que en los últimos cuarenta años se expandió varias veces por sobre la población. Este éxito, o cualquiera, no puede computarse exclusivamente a ninguno de los gobiernos pasados, sino que casi todos ellos aportaron directa o indirectamente. A diferencia de lo que hoy parece decirse, nuestras universidades están paradas sobre hombros de gigantes.

Esto no implica, desde ya, que el sistema universitario nacional sea perfecto. Nada que es el producto de un proceso de creación aluvional, sedimentario y orgánico a lo largo de doscientos años lo es. Tampoco debe ser considerado sagrado, o intocable, reformar el sistema y mejorarlo es una tarea tan épica y necesaria como marchar en su defensa. Sin embargo, aún en su densidad histórica es frágil: las instituciones se construyen a lo largo de siglos, pero es mucho más rápido y fácil destruirlas. Y una vez que algo se destruyó, repararlo o reconstruirlo puede ser directamente imposible. Ningún problema estructural se solucionará con ahogo financiero y agresividad discursiva ramplona.

La universidad pública es un bien social que no nos pertenece. Lo construyeron, conjuntamente aún sin proponérselo, millones de personas que ya no están. Es un capital que pertenece a quienes vivimos, quienes tenemos el deber no sólo de defenderlo sino de mejorarlo. Debemos saber sin embargo, que es nuestro deber entregarlo en pie a quienes todavía no nacieron, para que puedan sumarse a esa larga cadena intergeneracional que llamamos Nación. Ninguna sociedad puede llamarse civilizatoria si destruye sus capitales acumulados; ninguna sociedad puede reclamar para sí la idea de libertad si ofrece un páramo a las futuras generaciones.

 

* Politóloga.

**Historiador.