La pata de mono
Es feo andar pidiendo. Del pedigüeño se tienen las peores consideraciones. Pero es mucho peor aceptar sin preguntar nada. ¿A qué me estaré comprometiendo? Y si uno se considera un “representante” de otros es todavía peor: ¿a qué estará comprometiendo el beneficiario a aquellos a los que representa?
Se escuchan aquí y allá las mismas abstracciones ridículas de siempre, para justificar la aceptación de donativos: “Argentina”, “los argentinos”, “la patria”, “el futuro”, “la estabilidad”, “la nueva era”, “¡la seguridad!”, el PBI, la libertad. Cuánta hipocresía.
Cuando llega a mi portón alguien que necesita un paquete de arroz o de fideos para darles de comer a sus hijos (cosa que viene sucediendo mucho últimamente) se lo doy sin pensarlo dos veces, sin juzgar ni pedir nada a cambio, sin comprometer a la persona que pide.
Pero tomemos un caso sencillo, individual, emblemático, que revela la gravedad del paradigma de la aceptación ciega cuando lo que se acepta supone una concesión para nada compasiva.
Un cierto economista acepta un donativo de seis cifras en dólares de un señor que, ahora, está en prisión domiciliaria por causas ligadas con el narcotráfico y esperando la extradición para ser juzgado en los Estados Unidos. ¿Qué puede alegar el receptor de la dádiva? ¿“Yo no sabía”, “Pensé que lo hacía por mi bien y no por el de él mismo”?
Al aceptar miles o millones de dólares debería preguntarme por qué, para qué o “¿a quién beneficia?”, como proponía Brecht, quien, por otro lado planteó todas las variantes éticas de una decisión en las piezas gemelas El que dice sí y El que dice no. Salvo, claro, que se haya puesto el propio interés por encima de los intereses más generales de un pueblo, un código penal o una constitución. Quien dice sí sin preguntarse sobre las consecuencias de su aceptación está ya entregado a cualquier desatino.
Hay que leer las historias antiguas (La pata de mono es una de ellas), donde los deseos que cumplen los genios son siempre una trampa. No es que haya que abrazar la ataraxia epicúrea o la apatheia estoica. Desear está bien. El problema es que alguien atienda ese deseo.
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