Apuntes en viaje

Niño correa (segunda parte)

Fue así que enhebró un plan con la intención de fabricar chiquilines obedientes, educados, bestias domesticadas para el ejercicio productivo de la nación.

Niño correa (segunda parte) Foto: marta toledo

Esta semana volví a exhumar de la biblioteca El asesinato del alma. La persecución del niño en la familia autoritaria (Siglo XXI, 1977), de Morton Schatzman. La primera vez que di con el ejemplar, hace unos veinte años, descansaba en la mesa ratona del consultorio de mi padre, donde solía dejar junto a anotadores y algunos papeles sueltos, libros que leía entre paciente y paciente. 

Lo que me llamó la atención en aquella ocasión no fue el título si no la portada, nutrida con dibujos de niños sujetados con correas, tanto en la cabeza (barbilleras) como en los hombros; una niña –largo vestido con bordados– recostada sobre la cama, sujetada al colchón por los brazos. Como sea, Schatzman fue psiquiatra y psicoanalista –al igual que mi papá–, graduado en el Columbia College y en el Albert Einstein College of Medicine. El libro, que generó cierto revuelo cuando se publicó en inglés en 1973 (Soul Murder. Persecution in the family), se montaba sobre la historia de Daniel Paul Schreber (1842-1911), un juez alemán que enloqueció a los cuarenta y dos años, se recuperó y volvió a enloquecer casi nueve años después. Los celadores de la mente de entonces lo consideraban un caso típico de paranoia y esquizofrenia. Aunque luego de algunos años se encenderían ciertas fallas en la ejecución del diagnóstico. Era hijo de Daniel Gottlieb Moritz Schreber (1808-1861), un destacado médico y pedagogo alemán que, para decirlo de manera muy acotada y torpe, consideraba que la moral en esos años estaba resquebrajándose y que si no se reparaban los cimientos de la sociedad (niños y niñas), todo se desmoronaría. Fue así que enhebró un plan con la intención de fabricar chiquilines obedientes, educados, bestias domesticadas para el ejercicio productivo de la nación (el plan incluía comprensión torácica y congelación del bebé con cubos de hielo). Sus preceptos, muy difundidos en aquellos días (hoy hubiera sido un comentarista/panelista de esos que engordan la televisión vespertina vernácula), despertaban admiración. Lo curioso es que sus dos hijos enloquecieron y el mayor de los dos, Daniel Gustav, además optó por suicidarse. Pero bueno: quién no se suicida alguna vez.

Ya termino. Decía que Morton logra relacionar los métodos educativos del padre con las experiencias de Daniel Paul Schreber, que le valieron fama de loco. Para lograrlo recupera, como lo hiciera Freud, pero también Lacan, Deleuze y Guattari, entre otros, la descripción de sus propios delirios psicóticos volcados en su autobiografía Memorias de un enfermo de nervios, pero además incorpora la investigación que había iniciado al respecto W.G. Niederland en los años 50.

En la primera parte de este desvarío relaté como, siendo yo un travieso deambulador, mi padre me ataba. Consideraba que en ese espacio controlado por prepotencia de la cuerda, no solo estaría seguro, sino que aprendería a manejarme con independencia, conocer los límites, blabla. Con los años comprendí que nada de eso pensaba, o si lo hacía era simplemente para encender el exabrupto discursivo. Su verdadera razón era que le provocaba malestar estar al cuidado de un niño inquieto. Mi padre siempre fue un padre perezoso.

Meses antes de desatarse la pandemia a escala planetaria pasé unos días en Santiago de Chile. Es una ciudad que me atrae de alguna manera, aunque nunca entendí porqué. Fue durante un paseo matinal, un domingo caluroso de Enero, que me encontré con una situación desconcertante, a la vez divertida. Papá y mamá (suponemos) trenzados por las manos, caminan junto a sus dos hijos (conjeturamos también); uno de ellos suelto, camina libremente al igual que el perro; el otro niño, de unos cinco años, anclado en sus caderas por el arnés que liberaba, no sin antes oprimir open en el dispositivo, algunos metros de soga para que el niño pasee sin sobresaltos; controlar los riesgos que pudieran arrebatarle a la familia un domingo feliz de sol en Santiago.