ficciones

Parricidios imaginarios

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

Las bibliotecas de casa dan un poco de pena. Aunque cuando las armamos regía un criterio –que en la que yo considero mi biblioteca personal consistía en agrupar por autor–, ahora reina el caos. La que está cooptada por mi novio podría impresionar dada su enormidad, pero marea con un panorama tortuoso en el que encontrar un ejemplar específico lleva muchísimo tiempo. Nuestra descendencia no se perfila mejor: parias, sus libros yacen aquí y allá, a veces desvencijados. En mi caso, la dificultad para hacer de la biblioteca algo más viable también parece ser un vicio hereditario. Mis padres, separados desde mi tierna infancia, tenían las suyas igualmente descontroladas. La de él podría calificarse, gracias al contenido de los libros y no a la presentación, de genial, y la de ella, de floja, aunque imprevisible. Fue justamente en esos dominios maternos llenos de best sellers aburridos, biografías traducidas por españoles y hasta compilaciones de dietas, donde encontré, de muy chica, un título que me encantó: Yo, Pablo Schoklender. Cuando supe de qué trataba, preferí no entrarle. Pero el tema me perseguía y unos años después, en lo de papá, me estremecí al leer, en un cuento de Maupassant: “Señoría, como no quiero ir a un manicomio, y como prefiero incluso la muerte a eso, lo contaré todo: Maté a este hombre y a esta mujer porque eran mis padres”. 

Siempre se destaca que Maupassant escribió formidablemente sobre la locura. Sus biógrafos manejan versiones contrapuestas en torno del origen de esos textos. Algunos aseguran que escribía sobre el estado de enajenación al que lo llevaba la sífilis. Otros, que el material tiene más que ver con su asistencia a las exhibiciones de histéricas que Charcot organizaba en Salpêtrière. También hay un bando que afirma que tuvo una familia apócrifa con una mujer y tres hijos, y otro que lo niega. A ciencia cierta, se sabe más sobre sus padres, que fueron tres: Gustave de Maupassant, con quien tuvo una relación entre nula y penosa, otro Gustave pero con el ilustre apellido Flaubert, y su mamá, enferma de los nervios y sobreprotectora, pero poliglota y amante de los libros. Refugiarse en Flaubert fue caer en las mejores manos. El maestro lo guiaba en las lecturas y le proponía ejercicios de escritura tipo: describa un manzano que sea distinto de todos los otros manzanos. A cambio, soportaba la correspondencia exaltada del discípulo que lo informaba a sobre sus proezas sexuales, como eyacular diecinueve veces en dos días. Cuando cae enfermo, Maupassant sigue escribiendo cartas fervorosas, pero con tonalidades mucho más oscuras. Hay una famosa que manda a un amigo en la que se jacta de contagiar la sífilis a prostitutas. Casi todos sus biógrafos ven en esto menos un hecho comprobable que una expresión del terror ante la muerte cercana, cubierta de orgullo falso. Su obra está llena de malos sentimientos, estados alterados y acciones condenables y extremas. La paranoia, la perversión, los padecimientos de las prostitutas, el aborto sangriento y desesperado de una mujer, el suicidio de un padre que se entera de que su hijo es de otro, el crimen que hoy llamamos femicidio, el odio interfamiliar. ¿Habrá fantaseado el buen Guy con matar a su padre biológico? 

Llámenme morbosa, pero me gustaría que el parricidio como tema aparezca en más ficciones –y solo ahí–, sea en el formato que sea. Sus posibilidades de triunfar, por ejemplo, en el cine, deberían ser altas. Si hay gente que ama las bélicas o el gore, si el género terror es en algunos casos una forma de manifestar lo sagrado, y si muchas de las de mafia o samuráis son consideradas clásicos, por qué no colarían más seguido las películas de matar a mamá y a papá. Y también quiero más novelas, cuentos, historietas o incluso pinturas que subviertan al Saturno devorando a su hijo, de Goya. O que se redoble la apuesta, como en Killer Joe, de 2011, protagonizada por Matthew McConaughey y dirigida por William Friedkin, en la que parricidio se combina magistralmente con el filicidio, dando la impresión, falaz pero verosímil, de condensar todas las formas de violencia entre humanos a partir de esas dos. No recuerdo si en la adolescencia, cuando me solazaba en fantasías sórdidas ante cada traspié de la vida, me animé a imaginar las muertes de mis viejos a mano propia. Por suerte carecía de los motivos del parricida de Maupassant, o de los alegados por los hermanos Shoklender. Pero la afección tenaz por el tema indicaría que, quizás, alguna vez... Me tranquiliza que mi memoria sea más coqueta y piadosa que yo, apañándoselas para ocultarme lo horrible que pude llegar a ser. Las imaginaciones tétricas que un genio como Maupassant puede convertir en literatura, para los demás, son casi siempre material censurable.