Si no me tienen fe
Cuando asumió Milei, dentro de la endogámica opinología nacional de redes, hubo esperanza en focos imprevistos. Macristas –¡pero también kirchneristas!– desencantados de todo lo anterior, reorientaron su entusiasmo hacia un gobierno que, a esta altura, también los defraudó. Pero en la luna de miel, les alcanzaba con el relativo control de la inflación, el falaz desmonte de algunas políticas progres y los vistos buenos de Trump para alucinar un buen futuro para Argentina. No hubo gran recelo en aceptar alineamientos geopolíticos peligrosos, alcanza pensar en Netanyahu, ni en participar a costa de tuits efectistas del circo libertario y su falsa rebeldía.
Para los que nunca hemos tenido la capacidad de identificarnos con la partidocracia local, esta adhesión optimista fue difícil de entender. Si ni siquiera habíamos podido registrar con claridad las virtudes de las dirigencias anteriores, pensar que el tinglado presentado como anarco liberal iba a llegar a buen puerto, nos resultaba imposible.
La ilusión que da soporte a lo que con tan buen tino Milei llamó “la casta”, es envidiable cuando no la tenemos, porque, como el fútbol, implica momentos de expectación y alegría.
Los parias escépticos como yo, vemos a una clase que se mantiene por encima de sus gobernados gracias a la perpetua repartija de cargos y conchabos, contando con la buena voluntad de los extraños que confían en ella.
Con mucho de ritual y adoración, este esquema captó, en las últimas presidenciales, tanto al clásico votante del mal menor o al que creyó de veras en la fuerza milagrosa de la motosierra, como a politizados que pasaron de Dylan o Balcarce a Conan, justificando su fe con argumentos más ingeniosos.
Cuando no hay centros, ni izquierdas o derechas que nos convoquen y tampoco nos tienta que el próximo perro en el poder sea el dogo de Cúneo, nos toma el resentimiento ligero, pero al mismo tiempo lacerante, del que debe brindar con la copa vacía porque se acabó el champagne.
No habrá satisfacción a cambio de nuestro voto. Por no saber jugar otro papel que el del opaco espectador de derrotas, subsistimos por fuera de todas las celebraciones.
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