Tomala vos, dámela a mí
Los argentinos en general mantenemos con la corrupción una relación más bien laxa, relajada, despreocupada, hasta indolente. No: no es un asunto que nos desvele. No nos consterna, no nos sulfura, no es nuestro límite; practicamos bastante a menudo la gimnasia de hacer la vista gorda, y hasta puede que nos resulten candorosas, demasiado ingenuas, incluso un poco quedas, las personas estrictamente honestas (siempre pasibles de que se les aseste la usual etiqueta del reproche por su “superioridad moral”). Encuentro más que atendibles los argumentos con los que Martín Caparrós cuestionó eso que denominó “honestismo” como un factor de despolitización; pero está claro en su propio planteo que la contracara de esa tendencia pasa por la politización y por la discusión ideológica, no por la admisión entre cínica e indiferente, entre cómplice y ajena, de las sospechas de contrabando, la posibilidad del desvío de fondos, la evidencia del cobro de coimas, los indicios de amaño de licitaciones, de sobornos a legisladores, de estafas de trasnoche, de trampas contra el erario público, acomodos, cosas turbias.
Los argentinos estamos en general bien dispuestos a dejarlo pasar, a entenderlo como una avivada, a admitir que otras variables lo compensen o justifiquen (hago a un lado, por falaz, la consternación que no responde sino a un encono previo con el involucrado del caso). Y sin embargo, o por eso mismo (sin embargo: a pesar de; por eso mismo: para desmontar y revertir sobreactuadamente nuestra propia complacencia), solemos girar de pronto sobre nuestros propios pasos cívicos para reaccionar ante la corrupción con el rigor de una indignación implacable. Llega un punto en que la vista gorda adelgaza, enflaquece hasta la anorexia, y el airecito prescindente del dejar pasar lo que sea muta hacia la inflexibilidad del más estricto sentido de lo que corresponde o no corresponde. Llega un punto, sí, pero ¿cuál es ese punto? ¿Dónde se encuentra, qué lo define? La voladura de un arsenal militar, por ejemplo, con daños y costo de vidas, pasa de largo; un caso de leche en polvo con fecha vencida se nos graba para siempre en la memoria. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿A partir de qué?
Yo no lo sé, me lo pregunto. Y en razón de que me lo pregunto, sigo ahora atentamente los partidos de Barracas Central. Los sigo y veo que el sólito manotazo de marca, que no llega ni a ser sujeción, deriva de pronto en la sanción de un penal; o que el mismo patadón a la cara que a Lema le costó una expulsión, a otro jugador el otro día no le costó ni una amarilla (y es que del padre de Lema sabemos poco y nada, y del padre de ese otro jugador sabemos en cambio bastante). Es fútbol, no significa nada; pero tiene, por eso mismo, el poder de significarlo todo. ¿Se podrá acaso detectar ahí, en las artimañas de un referí bombero, ahora ampliadas al colectivo del VAR, cómo y cuándo, en qué punto y por qué razón, podemos llegar a pasar los argentinos en general del resignado encogimiento de hombros al plantarse y decir basta?
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