Asuntos internos

Virtuosismo y literatura

. Foto: Cedoc Perfil

Hay un breve video en que puede verse a Jack White que necesita escuchar solamente el primer segundo de cualquier tema de Los Beatles para identificarlo. Hay otro en que la tenista eslovaca Dominika Cibulkova huele pelotas de tenis procedentes de distintos Grand Slam para saber de dónde proceden, sin equivocarse nunca. Cibulkova se caracteriza por el curioso tic de oler las pelotas antes del saque, y en el video tiene los ojos vendados. Hay otro en que al motociclista español Marc Márquez le ponen unos auriculares y le hacen escuchar las aceleraciones, los rebajes y los cambios de marcha de motos en distintos circuitos de Moto GP y al cabo de pocos segundos los reconoce a todos: Philip Island, Mugello, Sachsenrig, Laguna Seca... El caso de Márquez es sorprendente por diversos motivos: en primer lugar porque amo las carreras de motos; en segundo lugar porque Márquez, mientras escucha, mira el vacío, y hay un momento en que acompaña la música decreciente del motor de la moto con la mano, como un director de orquesta; en tercer lugar porque Márquez me cae antipático y es hermoso encontrar una excusa para admirarlo.

Lo que aúna a todos estos casos es la acumulación de experiencias: escuchar, oler, conducir, no importa, lo que hay allí es el resultado de una adición que carece de fin: ni Jack White, ni Cibulkova, ni Marc Márquez hacen lo que hacen “para” ser capaces de resolver esas pequeñas pruebas. Todos ellos son virtuosos en un saber adicional, que se alcanza a fuerza de insistencia.

Hace muchos años George Steiner lamentaba la ausencia en literatura de los prodigios infantiles que abundan en la música y en la matemática. Dejando de lado a Daisy Ashford, los niños, si escriben, no lo hacen bien (la propia Daisy tampoco era un prodigio, su novela Los jóvenes vistantes es simpática, pero allí no se descubre ningún virtuosismo); en literatura los prodigios escasean, y los virtuosos del tipo que acabo de mencionar más arriba también. 

Puestos a jugar podríamos, si nuestro contrincante no es un sádico y nos ayuda un poco, acertar en algunos comienzos de novela, incluso en algunos finales. Algunos resultan fáciles también a fuerza de insistencia, no porque necesariamente se trate de libros que leímos muchas veces, sino porque son momentos que recordamos, por ser intrigantes o simplemente inolvidables. Pero el niño prodigio que anhelaba Steiner y el virtuoso capaz de reconocer pasajes de novelas, o versos célebres de poemas perfectos, escasean.

Hice la prueba con algunos amigos, y muchos salieron airosos gracias al ejercicio de la piedad: bastada ser impiadoso para que el otro se rindiera. En Jack White, Cibulkova y Marc Márquez la piedad está ausente por completo. Si las pruebas son interesantes es porque lo que se espera de ellos es que se rindan o se equivoquen. Pero ellos aciertan. Aciertan siempre.

Hace falta haber leído mucho, mucho de verdad, para que alguien pueda reconocer la procedencia de una frase, o el título de un poema con solo escuchar el primer verso. Se dirá que como virtuosismo carece de utilidad, y es cierto; en todo caso tiene la misma utilidad que poder reconocer la procedencia de pelotas de tenis con solo olerlas. No digo que sería útil, digo que sería demostrativo de algo: de una cotidianeidad, de una recurrencia, de un ejercicio, de una frecuentación con la gran literatura, entendiendo por “gran” aquella que puede ser frecuentada repetidamente, cualquiera sea. Recordar de memoria no para demostrar virtuosismo, sino volverse virtuoso en recordar pasajes de memoria a fuerza de haberlos leído tantas veces.