Argentina y la metamorfosis
Una mirada diferente sobre el país.
Kafka es un estratega. Se lo puede leer como se lee El príncipe de Maquiavelo. Su punto de partida es la adversidad: la desesperación del héroe por carecer de las fuerzas necesarias, no solo para transformar la situación –para lo cual debería ser capaz de despertar las fuerzas populares dispersas–, sino también para emprender una resistencia individual lúcida.
La potencia no le viene dada. Surge, más bien, de una triple impotencia: de su incapacidad para transformar la situación, de la incapacidad de vivir en la situación sin transformarla y, a la vez, de la imposibilidad de no transformarla. El héroe –insistimos una vez más– está forzado a crear una salida donde no la hay. O, como escribe Serge en sus Memorias, a asumir que “el único remedio era luchar por una evasión imposible”. Este tipo de heroísmo constituye un lector suspicaz.
Un decodificador de signos de valor político y un receptor de mutaciones microfísicas del poder.
En el plano de las formas del conocimiento –dimensión estratégica fundamental– de Kafka aparece como un jurista, que articula derecho y redención, y un abogado de los modos finitos ante la trascendencia de la ley. En el de la retórica, es el escritor de una inapropiable poética de la no llegada, propia de sujetos sin comunidad de arraigo, irreductibles a purezas étnicas, nacionales o lingüísticas. En Kafka, se afirman los derechos de lo insólito ante lo categorial y de la ironía ante una maquinaria cuyo funcionamiento crea una realidad normalizada. No deja de introducir desvíos, sin los cuales resulta imposible conocer y desmontar sus engranajes.
Su política es una práctica experimental y crítica, que recuerda los señalamientos de Marx sobre los procesos de fetichización. Kafka reacciona con palabras ante el poder mítico –totalizador– de las imágenes, y busca en el poder de los cuerpos –humanos y no humanos– los contenidos literarios de una salvación atea. Es, por eso, un pensador sobre las tareas del futuro. Las cosas podrían ser de otro modo, pero solo para quienes no saben vivir en esta vida. El porvenir es de quienes se rehúsan a adaptarse a los imperativos del presente: los necios y quienes sienten vergüenza por el mundo. Kafka es, finalmente, el explorador de las modalidades de comparecencia ante la compleja figura de la ley (del padre, del Estado, de Dios y del valor). Lo que sigue es a la vez un rodeo kafkiano y una propuesta política.
Una salida donde no la hay
“El mundo exterior es demasiado pequeño, demasiado inequívoco, demasiado veraz, para lo que cabe en una sola persona”. Estas palabras, que acompañaban las flores enviadas desde Praga por Franz a Felice Bauer, pertenecen a la temporada en que el escritor tenía en mente la más poderosa narración de su siglo, en la que el héroe –al decir de Borges– resulta sometido a una “maldición” cuya magnitud es muy superior a la de su profunda mediocridad. La desproporción entre el mal que lo coloniza y las escasas fuerzas resistentes del viajante de comercio, Gregorio Samsa, no se deja captar sin más por el par analítico mundo exterior interior subjetivo individual. La transformación que padece Samsa exige considerar también el eje temporal –“antes” y “después”– pero sobre todo la polaridad Kafka/Samsa –o narrador/protagonista–, que expresa la imposible conciencia total inmanente al acontecimiento en curso.
Si hay algo así como un realismo en Kafka, es uno que incluye estas tensiones como dimensiones oníricas e inconscientes de los sujetos de los que se desprende un humor, un criticismo, un dramatismo y un fuerte sentido de lo insólito.
La conversión del hijo varón y sostén económico de la familia burguesa en insecto ocurre durante “unos sueños agitados”, y es advertida por el propio Samsa por la mañana, recostado en su cama. El héroe no solo no comprende lo que le ocurre, sino que, además –y esta es, según Reiner Stach, su modernidad–, tampoco cree en lo que le ocurre. Su desgracia es demasiado grande para el estrecho horizonte intelectual y emocional en el que está encerrada su vida.
Esta desproporción adversa es la condición constitutiva del héroe, que Carlos Correas atribuye al propio Kafka. Es en él que se realiza la “síntesis mortificante de la incapacidad y la necesidad”. En sus Diarios, Kafka ejercita su “esquema de creación literaria”, el advenimiento de la bella unión que surge de la incapacidad y de la necesidad de escribir. Recién cuando la “belleza autónoma” de la forma se impone “graciosa y libre”, desaparece la incapacidad y el yo de Kafka emerge “más allá de los juicios reprobatorios”. Y entonces “prevalece el amor”.
Sean sus personajes, sea el propio Kafka desentrañando el mundo a través de ellos, es esta particular reconstitución de lo heroico –la posición paradojal frente a la potencia– lo que conmueve en su escritura y adquiere su actualidad.
Es esta reconstitución, más que el tema de la burocracia, lo que está en juego en lo kafkiano. Así lo capta también el título de un libro de Rodolfo Modern: Franz Kafka. Una búsqueda sin salida. Modern considera que en La metamorfosis el checo alcanza la fisionomía propia de sus héroes como sujetos despojados de descripciones psicológicas e inmersos en un cotidiano atravesado por lo “fantástico y lo inverosímil”. Se trata de personajes grises, oscuros, que son héroes “en cuanto a que de ninguna manera rehuirán la lucha emprendida con el mundo”.
En Kafka no hay rendición. “Solo la muerte pone punto final al combate”. No hay triunfo final, sino un “progresivo debilitamiento de las fuerzas”. El mundo se presenta ante los personajes de Kafka como algo “demasiado difícil de entender”. Pero ellos no renunciarán en su tentativa de esclarecimiento, que solo progresará si recibe el auxilio de poderes “que Kafka jamás nombra”.
En carta al editor Kurt Wolf, Kafka solicitaba en 1913 reunir tres de sus textos –El fogonero, La metamorfosis y La condena– en un único libro. Dada la “unidad interna y externa” de los mismos –tanto la “evidente” como la “secreta”–, el pedido era tan justificado como el título elegido para esta obra jamás publicada en esta forma unificada: Los hijos.
En su posterior Carta al padre (1919), erigirá un alegato contra el endeudamiento filial por medio del amor y la práctica de la crianza como una combinación de afecto y dinero.
Kafka toma allí la palabra para cuestionar el modo en que el poder amoroso instruye en la sumisión por la doble vía de la ley exterior que limita y de la interiorización de la autoridad que constriñe. Luego de la carta –dice Marcelo Percia– “ser padre es ya otra cosa”. Después de Kafka, la paternidad se libera del despotismo, aunque el hijo siga abrumado por otras formas del entretejido formativo de amor, dinero y poder. Kafka escribe su célebre carta a los 36 años (Percia aclara: ya en “tiempos de Freud”), a una edad en la que se aspira no a enmendar a los padres, sino a sí mismo.
El padre de Kafka se presentaba como superhéroe del ascenso social. Del pueblo campesino al comercio burgués y la familia numerosa. Pero el heroísmo de los hijos no pasa por imitar el de sus padres. En Kafka hay invención del heroísmo.
Lo kafkiano no es la convencional rebelión ante el padre, sino lo original de la solución imaginada. A esta solución antiedípica le han dedicado su libro Gilles Deleuze y Félix Guattari: Kafka por una literatura menor. En él se repasa la estrategia del escritor: “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación con él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró”.
El hijo no se vuelve héroe haciendo del padre su problema, sino encontrando un problema propio. El problema, para padre e hijo, son las fuerzas del mundo y lo que ellas hacen con las paternidades y con las personas. El padre es el término de una senda recorrida hasta cierto punto. Un camino que parece haberse bloqueado (en el éxito de la vida burguesa). La ficción del padre sacrificado, frustrado por amor –amor que culpabiliza–, impide situar el problema en los términos del hijo. En los términos de la ficción culpabilizante, el hijo debe retribuir al padre con sometimiento “solo porque él mismo se sometió a un orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida”. En Kafka, el hijo es quien debe advertir la trampa que se le presenta bajo la forma de la ley. Al no conformarse con los ideales pequeñoburgueses de sus padres, Kafka se privaba –según Stach, su biógrafo– de una fuente de “reconocimiento y libertad de movimientos”. El escritor habría pagado así un alto precio por el proyecto de “estilización de su existencia”. ¿Registra Stach la importancia decisiva de esta estilización? Su deseo ascético de “una vida pura”, de un tiempo absolutamente liberado (emancipado de las horas de oficina, de sus padres, ¿también de su compromiso con Felice Bauer?), fue descrito por Piglia como el sueño del escritor: un aislamiento subterráneo para escribir sin interrupciones. En su libro Ricardo Piglia a la intemperie (2024), Mauro Libertella se refiere al encierro y al aislamiento como condición práctica del escritor, y al dinero como interferencia y obstáculo. En Kafka, la literatura sueña –como en Piglia– con un modo de vida no propietario.
En el relato que hace Gustav Janouch de su primer paseo praguense con Kafka (Conversaciones con Kafka, 1968), se cuenta que al pasar por el tradicional Palacio Kinsky, el escritor le señaló la tienda de sus padres. Janouch exclamó: “Pero entonces usted es rico”, afirmación que dio pie a Kafka para reflexionar sobre la riqueza (en este caso, la de sus padres), calificándola como una forma de dependencia de unos bienes que piden ser defendidos y renovados. La riqueza acumulada es para el escritor un obstáculo, una “inseguridad materializada”.
La escritura –los diarios, las cartas, los miles de borradores echados al fuego– es lo contrario de la acumulación.
¿Fue Kafka un izquierdista? Michael Löwy ha observado el asunto con detenimiento. Incluso tomando en cuenta al detalle sus vínculos con los anarquistas de Praga, a Löwy le resulta evidente que “Kafka vivía solo para la literatura: era su obsesión, su razón de ser, su única tabla de salvación; constituye su respuesta a un mundo sin esperanzas”. Su libro Franz Kafka, soñador insumiso (2007) repara en esta actitud en la cual lo que está en juego “es la relación entre la literatura y el mundo”, cuyo “hilo conductor” es el antiautoritarismo que zurce “la rebelión contra el padre, la religión de la libertad (de inspiración judíoheterodoxa) y la protesta (de inspiración libertaria) en contra del poder homicida de los aparatos burocráticos”. Ese hilo kafkiano, que llevó a contactarlo con los activistas anarquistas de la ciudad, es un “deseo de libertad” no transcrito como coherencia doctrinaria, sino como sensibilidad. En Kafka la “utopía libertaria”, compartida con los libertarios de izquierda –mucho antes de que la palabra “libertario” fuera secuestrada por el neofascismo–, no se da sino de modo negativo, como “estado de ánimo” y como ironía.
La formulación de un deseo puramente negativo de “libertad”, como señala Löwy, sirve para entender la aparente falta de entusiasmo que mantuvo a Kafka –contemporáneo de la Revolución Rusa– tan distante de la política como del conformismo. Como funcionario, empleado del Instituto de Accidentes de Trabajo, Kafka conocía de cerca el papel de la escritura como encadenamiento de la humanidad: si de día organizaba los “papeles de oficina” –que codifican la trampa–: formularios oficiales, fichas policiales, documentos de identificación, resoluciones judiciales; como escritor nocturno practica una escritura subversiva contra las celadas por medio de las cuales las élites dirigentes “ejercen su poder”. Busca en la escritura, en la inversión de los procedimientos, una vía salvífica en un mundo sin esperanzas.
Theodor Adorno ha escrito sobre los textos de Kafka que “el tono de su obra es el de la extrema izquierda”. Viniendo de él, la expresión “tono” podría ser una indicación musical. ¿Qué quiere decir que su tono es “ultraizquierdista”? La respuesta adorniana es que el punto de vista de su escritura no es metafísico sino histórico, y que el carácter crítico de sus escritos se refiere a la sociedad moderna en la que habita. En Kafka, se recorre una trayectoria en la que lo que está en juego es la “huida” hacia lo “no humano”, a través del hombre. Adorno aprecia, en el tono de Kafka, el “esfuerzo sin esperanza”, o más bien esa módica e inusual relación con la esperanza que le ayuda a resistir el poder enloquecedor de las imágenes que claman adhesión al mundo por medio de un uso meditado de las palabras.
¿Se puede ser izquierdista sin ser “político”? Deleuze y Guattari corrigen la formulación: es en cuanto escritor que Kafka es un hombre político. Y su política es el rizoma, término que los autores emplean por primera vez, a propósito de la obra del checo, para dar cuenta de la multiplicación de las entradas en su obra. Múltiples ingresos al castillo o a la madriguera del relato La construcción; la proliferación de accesos constituye una estrategia política.
Y es que el escritor es, necesariamente, un estratega en cuanto pone en marcha una práctica experimental. Como en Carta al padre, allí donde el hijo parecía condenado a la trampa de la culpa común, que lo incluye en la frustración del padre, Kafka realiza una precisa maniobra de multiplicación: al calcar el nombre de su padre sobre los nombres de la historia, “judíos, checos, alemanes, Praga, ciudad campo”, el padre resulta redimensionado.
Ya no estamos ante la figura de la ley, sino ante un término sometido a “una agitación molecular donde se lleva a cabo una batalla totalmente diferente”. El padre narra su epopeya: ha superado por su cuenta la pobreza de su pueblo natal, se ha establecido en Praga, se ha casado, ha tenido hijos y ha puesto un negocio próspero. Al proyectar la imagen paterna sobre el mapa del mundo, dicen Deleuze y Guattari, Kafka desbloquea el modelo paterno como un “callejón sin salida”.
Desbloquea, inventa una salida, una nueva entrada a la madriguera. El problema en Kafka “no es la libertad, sino el de una salida”. Su padre ha hecho un desplazamiento similar al de toda una generación de judíos checos, una migración desde el gueto rural –donde la religión jugaba un rol central– hacia las grandes ciudades, en donde la máxima aspiración era pertenecer a la burguesía comercial. Esa aspiración fue la transacción de aquella generación. La maniobra política kafkiana desplaza los términos del planteo edípico según el cual se trata de conquistar una libertad frente al padre por la producción de las entradas y las salidas: “Encontrar un camino ahí donde él no lo encontró”.
La política de Kafka es en un punto guevarista: crear una, dos mil puertas de entrada y de salida, perforar el supuestamente hermético triángulo edípico. La importancia de las puertas en sus textos es ostensible. No solo ellas se abren y se cierran. A las puertas golpean las fuerzas diabólicas (máquinas burocráticas o fascistas) de la historia. Los golpes en la puerta de la habitación de Samsa (sus padres, los funcionarios de la oficina) hacen juego con la puerta abierta de Ante la ley.
La política literaria de Kafka desarrolla estrategias útiles para la crítica social. En una carta a Brod, explica la situación de la literatura menor, checa y judía, en un medio dominado por la lengua alemana (mayor): “Imposibilidad de no escribir, imposibilidad de escribir en alemán, imposibilidad de escribir de cualquier otra manera”. La triple imposibilidad que define al escritor de la literatura menor. Kafka pertenece a una población reducida de judíos que no hablan ídish sino alemán, aunque un alemán de minorías. Habla checo, pero escribe en alemán, idioma en el que fue educado. Escribe en la lengua nacional opresora, no en la de las masas checas. Como judío, escribe en la lengua de quienes lo excluyen. Su alemán es un alemán artificial, “de papel”. En estos cruces idiomáticos se macera una política de “usos menores” de la lengua mayor.
Deleuze y Guattari definen como una característica de la “literatura menor” la inexistencia de esferas separadas entre las historias de pareja, de familia o laborales: todo se torna inmediatamente político entre las minorías oprimidas. No existe en ellas la separación, figura de fondo sobre la cual construir el “problema individual”. El cruce inmediato de los problemas de la vida lo politiza todo. No hay asuntos presuntamente individuales que no se vuelquen sobre lo colectivo. La enunciación individual arrastra de entrada su fondo colectivo y a todo el campo político desde, en y por la escritura. Si Kafka en cuanto escritor es político, es solo porque revela, por medios literarios, un saber profundo sobre las máquinas de poder (y quizá también, sobre “una futura máquina revolucionaria”).
El fondo colectivo de la literatura kafkiana no surge de una vida fusionada con el pueblo. Por el contrario, Kafka se aísla. Pero en ese aislamiento realiza una evocación de lo popular.
No solamente en el sentido de convocar una “comunidad potencial”, sino también, y sobre todo, porque sitúa al pueblo frente a un espacio dominado por “potencias diabólicas del futuro”, tanto como ante “fuerzas revolucionarias” en gestación. La soledad del escritor se politiza en la reducción de su nombre a una inicial. La letra K ya no designa a un narrador, ni a un personaje, sino a un “agente colectivo”, un individuo que se encuentra “conectado” a las fuerzas de su tiempo. Una literatura menor es una política en la medida en que crea condiciones de acción para una fuerza en constitución dentro de una estructura mayor (en el sentido de plenamente constituida). Problema común a todos aquellos que habitan una lengua que no es la suya, “problema de los inmigrantes, sobre todo de sus hijos”. Problema de las minorías. Problema de las mujeres en la sintaxis “universal”. (…)
El rodeo K
En la Argentina, las izquierdas –peronistas o no– hablan de Gramsci como si el italiano fuera, sin más, la lengua de la lucidez política. El léxico politizado está hecho de bloques, hegemonías e intelectuales orgánicos. En cierto sentido se es gramsciano con la misma naturalidad con la que se es freudiano: uno se entera hasta qué punto lo es cuando se topa con los discursos negacionistas que actúan ignorando la formación del inconsciente.
Louis Althusser se reía de sí mismo y quizá de las modas de una época cuando escribía: “No fuimos estructuralistas, sino spinozistas”. Podemos imaginar una risa semejante acompañada por las palabras “nunca fuimos gramscianos, sino tal vez kafkistas”. Solo que el rodeo spinoziano de Althusser y su grupo dentro del Partido Comunista Francés formaba parte de una maniobra política “en la teoría” –como a él le gustaba decir–, cuyo objetivo consistía en sustituir al idealista Hegel por el materialista Spinoza, para llegar de otro modo a Marx. ¿Qué clase de objetivo podría tener un rodeo kafkiano? Al no ser Kafka filósofo, ni activista de partido: ¿a título de qué “rodeo” materialista o política del lenguaje podría citárselo? ¿Hay en esa inicial, K, una incitación para escapar de una actitud demasiado pedagógica, demasiado categorial, demasiado alejada de la desesperación que caracteriza?
☛ Título: El temblor de las ideas
☛ Autor: Diego Sztulwark
☛ Editorial: Ariel
☛ Edición: Julio de 2025
☛ Páginas: 368
Datos del autor
Diego Sztulwark (Villa Crespo, 1971) estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de trabajo sobre filosofía y política.
Entre 2000 y 2009 integró el colectivo Situaciones, con el que realizó una intensa tarea de investigación militante complementada con publicaciones, y Tinta Limón Ediciones.
Escribe regularmente en el blog Lobo Suelto! y participa en Siempre es hoy, en Radio de las Madres de Plaza de Mayo.