Cuando era adolescente, una de mis películas preferidas era Los educadores. La historia es la de un grupo de jóvenes anarquistas que entran a las casas de gente de clase alta acomodada a desordenarles las cosas y dejarles carteles con consignas como “tienen demasiado”. Pero en una de esas visitas, algo sale mal y terminan entrando en una casa ¡con el dueño adentro! En una serie de malas decisiones, lo secuestran y la película se centra en las conversaciones que tienen esas dos generaciones.
Los jóvenes, los rebeldes, ¿los progresistas?, versus los adultos, los viejos, ¿los reaccionarios? Y en algún momento, ese señor (ahora, que me acerco a su edad, ya no me parece un señor) les dice: “Si sos neoliberal antes de los treinta años, no tenés corazón. Si no sos neoliberal después de los treinta, no tenés cerebro”.
Ahora soy yo la que fantaseo con una casa grande y una airfryer. ¿Eso me vuelve una persona sin corazón? Si alguna vez pensaba que iba a tener una vida distinta, esa idea empezó a contaminarse. No soy tan distinta a los personajes adultos de esa película. El conflicto es conmigo misma. O con la repetición de mi historia.
Estoy casada, tengo hijas, soy trabajadora. Me pregunto qué se jugó en la reproducción de esos mandatos y cómo serán otros modos de vida por fuera de los que yo estoy eligiendo.
Algo de la adultez me hace ruido. Adultos son las personas autosuficientes: con las cosas resueltas. Objetivamente lo soy, tengo 35 años. Hijas a cargo. Responsabilidades. Pago alquiler, colegio, obra social, expensas, servicios. Me pregunto qué otras cosas hacen a que alguien se perciba como adulto. Porque lo paradójico es que, por más tareas de grande” que ejecute, nunca me termino de sentir adulta del todo. No importa que en mi día a día me encargue de cumplir con ese rol, todavía no siento que la adulta sea yo. Tampoco quiero ser chica o volver a tener quince años (ni siquiera tengo tan buenos recuerdos de esa etapa). No soy nostálgica. No pienso que todo tiempo pasado fue mejor, ni que la vida de antes era una panacea. Detesto los discursos que envuelven al presente en una falsa dicotomía: ni la vida antes estaba resuelta, ni el futuro que viene solo es catastrófico.
Venimos de una tradición en la que la adultez se nos mostró de forma seria, prolija y ordenada. Es poco adulto el que pierde tiempo, el que cambia de trabajo, el que tiene distintas parejas, el que no sabe qué quiere hacer de su vida. Esta idea es heredada de esa generación de hierro (la de los abuelos o bisabuelos de quienes rondan mi edad), una generación conformada en la era moderna, en la que el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio fueron pilares centrales. En contraposición, la llamada generación de cristal, adultos y adultas que nos enfrentamos en estos tiempos al cuestionamiento de muchos de esos valores y a quienes los mandatos sobre lo que se supone que tenemos que hacer nos pesan. Si nos ponemos estrictos, la generación de cristal suele abarcar a las personas nacidas después de 2000. Sin embargo, en este libro decidí jugar un poco con el término y ampliarlo a millennials y centennials, a quienes hoy tenemos entre treinta y cuarenta años. Aunque seamos generaciones distintas, compartimos muchos de los desafíos de estos tiempos.
En esta misma habitación en la que estoy ahora, frente al mismo escritorio de madera, hace quince años, soñaba con el futuro que tenía por delante. Fantaseaba con vivir sola muchos años, recorrer el mundo, tener suficiente plata para comprarme ropa e ir a comer afuera las veces que quisiera. Ahora estoy casada con el mismo hombre hace una década, tengo una hija de cinco años y otra de dos, salgo todos los días a trabajar y me aburre tener que resolver cada noche qué vamos a cenar. Elegí pertenecer y formar parte del dispositivo de control que más estatus sigue teniendo hoy en día: la familia. Confieso que me gusta y aterra a la vez.
La forma en que vivimos atenta contra tener una vida adulta con pocas preocupaciones, al menos en las grandes ciudades y en países latinoamericanos. Coyuntura política inestable, economía precarizada, sistema de cuidados que depende de los privilegios que cada uno tenga hacen que la mayoría de las personas lidiemos con un problema nuevo cada día que pasa.
Pero como todo, mientras transcurre la vida también transcurren nuestras vidas. Como escribe Borges en El jardín de los senderos que se bifurcan, siglos y siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí. Importa lo que pasa en el mundo y también importa lo que nos pasa, por más chiquito o insignificante que sea.
En Un trabajo para toda la vida, Rachel Cusk escribe que “las madres son los países de los que todos venimos. Abro un cajón de mi escritorio y me encuentro con fotos viejas, de cuando era chica. Me pregunto quién soy ahora. Si hubiese una máquina del tiempo, ¿qué diría la Florencia niña? ¿Estaría orgullosa de en quién me convertí? Miro las fotos.
Estoy con mis papás. Trato de imaginar dónde estaban parados ellos en ese momento.
*Autora de Todas las exigencias del mundo, Editorial Planeta (Fragmento).