La vida está llena de altos y bajos. Algunos previsibles, otros más complejos de sobrellevar. Ser desvinculado de una posición laboral es algo muy duro y complejo de llevar adelante, más aún si no lo vimos venir. Implica enfrentar complicaciones económicas, desafíos familiares, manejar contextos de incertidumbre, entablar conversaciones difíciles con nuestras parejas. Además, nos hace cuestionar nuestras capacidades, porque hemos recibido una clara señal de rechazo.
En mis años de trabajo en procesos de outplacement y coaching, vi a muchas personas transitar este momento con dolor, enojo, miedo o vergüenza. Lo entiendo: el trabajo no es solo una fuente de ingresos, también lo es de identidad, propósito y pertenencia. Cuando perdemos el trabajo, no solo perdemos un salario, perdemos una parte del relato que nos sostenía.
A lo largo de mi carrera, acompañé a muchos ejecutivos que creyeron que su valor personal estaba atado a la empresa que los empleaba. Y cuando esa relación terminaba, sentían que perdían todo. La primera reacción suele ser intentar explicar lo sucedido, buscar culpables o justificarse ante los demás. Pero lo esencial es entender que un despido no define quiénes somos. Define un momento, no una identidad.
He visto demasiados ejecutivos que entregaron su vida a hacer crecer las organizaciones para las que trabajaron sin pensar en ellos, sin pensar en sus pasos posteriores a la relación de dependencia. No tomaron conciencia de cómo avanzaba el reloj y, un día, se despertaron jubilados. Estos perfiles también necesitan hacer un trabajo interno. Siempre recomiendo que sea tres años antes, para posicionarse y tener en claro hacia dónde van a ir.
También recordemos que no existe la suerte como suerte en sí. Depende de cada uno de nosotros. Hay una frase de Séneca que sostiene que la suerte es donde confluyen la preparación y la oportunidad. Hay que prepararse, hay que tener foco, hay que ser conscientes y hay que tener estrategia de carrera. Pero también es importante tener la madurez de evaluar diferentes posibilidades que aparecen a lo largo de nuestro recorrido.
Cuántas veces he llamado a ejecutivos que me han dicho que no están “escuchando el mercado” y, a los pocos meses, me llaman ellos para avisar que fueron desvinculados. Si solo hubieran escuchado la propuesta que tenía...
La desvinculación laboral puede ser un punto de inflexión. Un antes y un después. Puede doler, pero también puede abrir una nueva puerta. A veces el cambio llega de manera abrupta, y otras, con una señal que elegimos no ver. El desafío está en no quedarnos atrapados en la pérdida, sino en usar esa experiencia como impulso para diseñar el próximo capítulo.
Reinventarse no es empezar de cero, es empezar desde otro lugar. Con más conciencia, más madurez, más información. Es entender que el trabajo no es un refugio, sino una elección. Que nuestro valor no depende del logo que aparece en nuestra tarjeta personal, sino de las habilidades, la trayectoria y la huella que dejamos.
Aceptar el cambio laboral con entereza no es resignación, es evolución. Y toda evolución empieza por una decisión: la de volver a elegirnos. Porque cada transformación, incluso la que no elegimos, nos enfrenta con la necesidad de entender qué hacemos con lo que nos pasa.
Así, una de las situaciones que más estrés causa en la vida es la pérdida laboral. Por eso, entender cómo vamos a reaccionar a ese golpe es fundamental para estar alertas a las etapas de este duelo y lograr transitarlas con conciencia. Son cuatro.
La primera es la negación. Nuestro cerebro necesita mitigar los impactos negativos ante el shock inicial. Además, como somos seres sociables y el despido puede darnos vergüenza frente a los demás, naturalmente podríamos intentar echarle la culpa de la desvinculación a otras personas o situaciones. Algunas frases que escucho seguido son: “No la vi venir”, “no entiendo qué pasó”, “fue por culpa de otra persona”, “mi jefe no me daba feedback y pretendía que le leyera la mente”, “hubo un gran cambio en la organización” y “se están equivocando”.
La segunda etapa es el enojo. Nos enojamos por la sensación de impotencia, nos desvincularon y no hay nada que podamos hacer al respecto.
La tercera etapa es la depresión. A mis ojos, es el momento más peligroso, por lo que es importante salir rápido del bajón. Para esto, recomiendo conectar con aquellas cosas que nos hacen sentir bien, mirar el vaso medio lleno, buscar apoyo y activar nuestras redes para empezar a buscar un nuevo trabajo.
La etapa final es la aceptación. Entender que la situación es la que es, y que depende de nosotros cómo transitarla, es un aprendizaje en sí mismo. Aceptar las diferentes etapas de la vida nos da la fortaleza para habitar los momentos malos y verlos como espacios de aprendizaje.
*Autora de No es suerte, es estrategia. Ediciones Lea (fragmento).