Los enviados de Dios
Principales rasgos de la nueva derecha.
Cómo será el mundo si el odio se normaliza por completo? ¿Cómo será Argentina si varones inseguros siguen jugando con tanques? ¿Cómo sería el mundo después de la “batalla cultural” (cruzada moral) que promete la nueva derecha de Trump, Milei o Bukele?
Nos encontramos ante el poder político-religioso de un modelo encarnado por esta nueva derecha, que se presenta como la cumbre de la “masculinidad fuerte” (aunque resulta bastante frágil), y que es abrazado por los incels (acrónimo en inglés de involuntary celibates): varones que se autodenominan célibes involuntarios, que culpan a las mujeres por no poder establecer vínculos afectivos y/o sexuales. Se agrupan en foros anónimos y redes sociales –un entorno conocido como la “manosfera”– y adoptan actitudes abiertamente misóginas. Estos varones están obsesionados con opinar sobre el cuerpo de las mujeres, cosificarlo, atacarlo y juzgarlo, mientras muchos ni siquiera se miran al espejo y fantasean con que les crezca la barba para jugar a ser “machos alfa” o “leones”; otros recurren a intervenciones estéticas como la definición mandibular o los implantes capilares. Detrás de estos hombres enojados que exhiben armas hay inseguridad, rabia, soledad y carencia afectiva. Las armas no son solo herramientas: funcionan como símbolos fálicos de poder frente al temor de perder privilegios ante el avance de derechos, el feminismo, el laicismo, el antirracismo o la migración.
Pero el asunto es el siguiente: ven a las mujeres como objetos, no como sujetos. Para la nueva derecha, cualquier signo o destello de feminización de la sociedad es señal de debilidad, de todo lo que repudian, de algo que está mal (porque así ven a la mujer) y de una amenaza a los valores tradicionales del culto al macho. Pensemos simplemente en un ejemplo muy utilizado: el concepto de “virginidad”. Un término creado por hombres que creían que sus propios genitales eran tan importantes que podían definir la identidad de una mujer.
Los de la nueva derecha ven a la mujer como algo impuro, que contamina, que tienta, que es pecaminoso, que es frágil, y por eso insisten en relegarla al “hogar”, que sería su “templo” (como dice el futbolista Chicharito), o bien en exhibirla como un trofeo. Por eso insisten en ser alfas, en jugar a ser malos, en hacerse los “machos” de “Dios, patria y familia”, pero ninguno tiene familia, ninguno tiene hijos: repiten ese eslogan desde las casas de sus padres, porque hablan de propiedad privada pero prácticamente ninguno vive solo. Los partidarios de esta nueva derecha proyectan en cada uno de sus insultos su propia frustración y soledad: mientras la mayoría ni siquiera tiene experiencias sexuales reales, se ocultan detrás de avatares o fotos de personajes de dibujos animados, y construyen su identidad desde el resentimiento.
Vivimos en un contexto social marcado por un pánico moral que representa la intersección de ansiedades sociales y políticas generalmente vinculadas al sexo (algo que curiosamente obsesiona a la nueva derecha, como les pasa con su patológica obsesión por las personas trans). Muchas leyes han cambiado, pero el argumento de “igualdad ante la ley” no alcanza mientras gran parte de la sociedad siga con la mentalidad de los años 50 (y no solo los hombres). Todavía se habla de las mujeres como mercancía: deben ser esposas, madres, devotas, amas de casa, vírgenes. Parafraseando a Marilyn Frye: la mayoría de los hombres heterosexuales (o que al menos así se presentan) reservan para otros hombres el amor, la admiración y el respeto profundos, mientras que con las mujeres suelen mostrar solo cortesía o paternalismo (en el mejor de los casos); buscan en ellas devoción, servidumbre y sexo. Muchos hombres dicen temer el fin de la masculinidad. Las mujeres temen ser violadas en manada, asesinadas, sufrir violencia de género o acoso. El miedo de ellos es parecer “femeninos” o no ser lo bastante “machos”. Basta preguntarle a cualquier mujer qué mensaje se mandan entre ellas al volver de una salida: “¿Llegaste bien?”.
Vivimos una época en la que los violentos se presentan como profetas de la “religión del amor al prójimo”, la misma que proclama “amar al prójimo como a uno mismo”, o de un falso liberalismo que predica el “respeto irrestricto por el proyecto de vida del prójimo”… siempre que ese prójimo sea como ellos quieren. Si no, hay que destruirlo, deshumanizarlo, humillarlo y eliminarlo de la sociedad por ser un “parásito”. Así, las “fuerzas del cielo” y el movimiento de Trump han creado un nuevo mandamiento: “Tira piedras y ofende al prójimo”. Nada de “poner la otra mejilla”; ahora se trata de golpear ambas, maltratar y “poner al otro en su lugar”.
Estos son los que defienden un supuesto “derecho a ofender” que tramposamente disfrazan de “libertad de expresión, y se victimizan cuando no los dejan ser racistas, misóginos, transfóbicos o xenofóbicos. Se enorgullecen de su crueldad, sin comprender que las palabras tienen consecuencias y las acciones implican responsabilidades. No somos solo carne y hueso; reducir el respeto por los derechos al plano físico habilita agresiones que, aunque no sean corporales, pueden ser graves y abrir la puerta a consecuencias mayores, especialmente cuando la venganza se vuelve colectiva. Si esto no fuera así, actos como el robo o el fraude –que tampoco son físicos– no tendrían consecuencias legales. El “derecho a ofender” es, en realidad, la libertad de odiar y destruir al otro. Deberían leer más a Karl Popper y menos a Jordan Peterson o a los autores de universidades fantasma. El odio es la máscara de sus inseguridades, y estos jóvenes incels las exponen con cada insulto.
Al mismo tiempo, crece el drama y la victimización entre grupos que históricamente ocuparon posiciones de poder: hombres que se dicen oprimidos por leyes contra la violencia de género, religiosos que ven amenazada su fe por el laicismo o por quienes no comparten su color de piel. La nueva derecha se queja de que “ahora el humor tiene límites”, es decir, que ya no pueden hacer chistes racistas, xenófobos, homofóbicos, transfóbicos o misóginos. Ven esta restricción como un ataque a sus derechos. Lo mismo ocurrió cuando ya no se podía quemar mujeres en la hoguera o dar latigazos a los homosexuales en plazas públicas.
Estas nuevas derechas, que tanto invocan a Jesús (a quien hoy llamarían “zurdo de mierda”), suelen ser las que más odio destilan (algo que debería incomodar a los creyentes). Vivimos en una sociedad donde muchos creen que el odio debe permitirse sin restricciones, pero no el amor. El odio se volvió aceptable; el nazismo empezó a naturalizarse: se hacen saludos nazis en Parlamentos, en convenciones del Partido Republicano y marchas con banderas nazis en ciudades de Estados Unidos y otros países. Ya no lo ocultan ni lo disimulan: hoy los nazis, los racistas y quienes reivindican dictaduras del pasado se sienten cómodos y legitimados desde el poder. Y sí, a veces se cree que los nazis se extinguieron con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazismo, pero no, todavía existen. Del discurso de odio al crimen de odio hay solo un paso. Como recordó el Museo de Auschwitz en el 80° aniversario de la liberación del campo (2025): “Auschwitz fue el final de un largo proceso. Auschwitz tomó tiempo”.
Las nuevas derechas utilizan símbolos religiosos de forma constante: todos se presentan como enviados de Dios, como mesías que vienen a salvarnos. No creo en ninguna religión, pero siempre dejo una advertencia que, según la Biblia, habría hecho Jesús, a quien la nueva derecha blasfema todo el tiempo con sus discursos, actitudes y políticas antiinmigrantes (si Jesús regresara, mejor que no lo intente en Estados Unidos, porque lo deportan): “Cuídense de los falsos profetas” (Mateo 7:15). El resto queda a interpretación del lector.
Estos políticos en el poder tienen todos los rasgos del narcisista típico: ansían ser admirados, compiten, buscan atención y creen que quienes no los apoyan son “resentidos” o “envidiosos”, ya que ellos viven la vida desde esa postura. Ven a los demás como enemigos a destruir, son soberbios y menosprecian a quienes consideran “inferiores” o no “ciudadanos de bien”. Carecen de empatía y habilidad para manejar emociones propias y ajenas, ocultan vergüenza y miedo, y sobre todo les falta amor. No muestran compasión, no piden disculpas ni asumen errores, se rodean de aduladores y los desechan cuando ya no les sirven. Buscan reconocimiento, fantasean con tener cualidades únicas y místicas, y reaccionan agresivamente y como chicos caprichosos ante las críticas.
Estas nuevas derechas buscan reconstituir la pareja más tóxica y sangrienta de la historia: política y religión. Algunas, retorcidamente, lo hacen en nombre del liberalismo, aunque este nació promoviendo la separación entre religión y poder, enfrentando al conservadurismo, no al marxismo, como falsamente difunden influencers que aprendieron “liberalismo” en YouTube con “profesores” que usan la Biblia para explicar la “libertad”. Así, usan el poder político para convertir la Biblia en un manual de políticas públicas, como si el hecho de que su religión les prohíba ciertas cosas les diera derecho a prohibírselas también a los demás.
La estrategia de la nueva derecha se basa en sembrar miedo ante supuestas amenazas que, según ellos, ponen en riesgo la masculinidad o la “pureza” de una nación “estéticamente superior”. Culpan de un supuesto “desmoronamiento moral” (así llaman a todo lo que es avance en términos de derechos y libertades) al feminismo, los derechos humanos, las personas negras, trans, Lgbtiq+, los estudios de género o los inmigrantes. Cuando hablan de combatir la “corrupción”, no se refieren a delitos públicos, sino a la supuesta corrupción de la “pureza cultural” o “étnica” que amenaza el “orden tradicional”. Así legitiman su “batalla cultural” y preparan a los bullies para convertirse en los Tomás de Torquemada del siglo XXI. Por cierto, cabe recordar que el régimen dictatorial de Nicolás Maduro podría ser para ellos la meca de la “batalla cultural”: no hay derecho al aborto, no hay matrimonio igualitario, las personas trans se consideran “aberraciones humanas” y Maduro dice que el rol de la mujer es procrear.
La toma del Capitolio en Washington D.C. el 6 de enero de 2021, alimentada por Trump, reflejó décadas de construcción del “nacionalismo cristiano”: una ideología político-religiosa que busca fusionar identidad nacional y religión cristiana. Promueve que Estados Unidos se rija por valores cristianos, sea dirigido por cristianos en todos los ámbitos, y que su destino está ligado a una misión divina en la historia. En esencia, intenta instaurar un modelo teocrático que ve a Estados Unidos como instrumento especial en los “planes de Dios”.
Es una historia larga. Desde el juicio Scopes en los años 20 –cuando un profesor fue procesado por enseñar evolución en una escuela de Tennessee– hasta la proliferación de grupos político-religiosos nacidos como reacción a los derechos civiles y a los movimientos que exigían el fin del segregacionismo. Aunque las raíces simbólicas del nacionalismo cristiano se remontan a los puritanos del siglo XVII –que creían estar fundando una “nueva Jerusalén” en América– y al “destino manifiesto” del siglo XIX, fue en el siglo XX cuando esta ideología se consolidó como fuerza política organizada.
Además de ser una narrativa profundamente arraigada, esta ideología no surge de la nada ni en un par de años. Desde la década de 1960, en Estados Unidos se gestó una red de think tanks (fundaciones), iglesias evangélicas, grupos religiosos y cultos cristianos que han moldeado tanto la política pública como los centros de poder. Este ecosistema fue laboratorio del supremacismo, articulando dominionismo, moralismo sexual, nacionalismo, racismo y misoginia. Son los arquitectos del ataque a la separación Iglesia-Estado. Hoy, ese proyecto gobierna con Trump, quien no es la causa, sino el síntoma vulgar y peligroso de un plan antiguo y deliberado.
Esta agenda se expandió por América, con Brasil donde el bolsonarismo la adoptó plenamente, países de América Central y ahora Argentina. En la última década, la iglesia evangélica creció un 70% en nuestro país, junto a megatemplos y “milagros” que, por arte divina, convierten pesos en dólares. No es solo religioso: implica influencia política, alianzas con sectores conservadores, campañas contra derechos y una maquinaria mediática propia.
Desde hace décadas, el cristianismo impregna la política de Estados Unidos: está en discursos presidenciales, días nacionales de oración, fallos de la Corte Suprema con jueces religiosos y debates legislativos. Sus símbolos aparecen en el dólar, y en prácticas como jurar cargos con la Biblia o abrir sesiones del Congreso con oraciones. Presidentes como Truman, Wilson, Reagan o Bush declararon a Estados Unidos una “nación cristiana”, contradiciendo la Primera Enmienda y la separación entre religión y poder. Esto muestra cómo el cristianismo moldeó el discurso oficial y la arquitectura institucional y cultural.
Esa defensa del cristianismo “a toda costa” resurgió con fuerza en el siglo XX, especialmente desde los años 50, con el auge de telepredicadores evangélicos y think tanks conservadores como la Heritage Foundation. Estos espacios compartían enemigos comunes (para ellos todo lo que no es cristiano es marxista) y fueron claves en el ascenso del conservadurismo estadounidense que desemboca en la nueva derecha actual.
Uno de los primeros referentes evangélicos fue The Fellowship (o The Family), organización fundada en 1935 por el pastor Abraham Vereide. Promovía a los “líderes elegidos por Dios” y funcionaba como un “Opus Dei evangélico”. Con recursos millonarios, sigue formando líderes religiosos y políticos para “cristianizar” la sociedad. Otro hito del nacionalismo cristiano fue Billy Graham, cuya figura mediática surgió en 1949. Combinó espectáculo, religión y anticomunismo en la Guerra Fría, haciendo del evangelicalismo un actor político clave durante casi sesenta años, fusionando fe, moral y nacionalismo.
El auge de los think tanks conservadores tuvo su punto máximo con la Heritage Foundation. En 1968, Joseph Coors, empresario cervecero y partidario de Reagan, entendió que el poder necesitaba ideas. En 1973, junto a Paul Weyrich y Edwin Feulner, fundó Heritage, el think tank más influyente de la derecha. Al asumir la presidencia del país en 1981, Reagan usó el Mandate for Leadership, un manual de 1.100 páginas elaborado por Heritage. Décadas después, hicieron lo mismo con Trump y el Project 2025, que propone restaurar la “familia tradicional”, endurecer la migración, reforzar la visión binaria de género, atacar a las personas trans y defender “derechos otorgados por Dios”.
En 1979, en medio del auge de pastores que lucraban con la angustia de los creyentes (como sigue ocurriendo), surgió la Mayoría Moral, clave para el ascenso político del evangelicalismo. Fundado por conservadores de diversas comunidades religiosas, promovía los “valores de la familia”. Jerry Falwell lo creó y se alió con Paul Weyrich (cofundador de Heritage), quien vio el potencial político evangélico. Falwell impulsó la masiva entrada de evangélicos al Partido Republicano y se convirtió en vocero contra el feminismo, el aborto, los derechos Lgbtiq+ y la secularización, sosteniendo que el país debía ser una nación gobernada por cristianos.
Desde finales de la década de 1970, los think tanks conservadores y los movimientos evangélicos comenzaron a operar como un bloque. Las fundaciones crearon redes jurídicas, formaron académicos, publicaron libros y diseñaron políticas públicas, mientras el nacionalismo cristiano dominaba los medios con telepredicadores que moldearon la moral pública, orientaron el voto y forjaron alianzas con la Corte Suprema.
La derecha religiosa fue clave para la elección de Reagan en 1980, con el apoyo de la Mayoría Moral. Reagan nombró como director de comunicaciones a Pat Buchanan, católico y nacionalista, que alertaba sobre una “invasión ilegal” y propuso la “valla Buchanan” (el muro). Promovía el cristianismo como base de la cultura superior y rescató el lema pronazi “America first” (hoy retomado por Trump). MAGA no nació de la nada: es el fruto de décadas de lobby religioso, think tanks y medios que prepararon el clima político, legal y cultural para su ascenso.
Uno de los mayores detonantes del nacionalismo cristiano fue el fallo “Brown v. Board of Education” (1954), que ordenó la desegregación escolar. En respuesta, familias blancas del sur crearon escuelas cristianas privadas para evitar compartir aulas con personas negras. Estas segregation academies camuflaban racismo bajo religiosidad. Cuando en los 70 el Estado les retiró beneficios fiscales, líderes como Jerry Falwell y Paul Weyrich se movilizaron políticamente para defenderlos. Primero fue la defensa de la segregación lo que activó a la derecha religiosa, bajo el disfraz de la “libertad religiosa”, luego fue el ataque al derecho al aborto, haciendo de todo para, finalmente, revertir el fallo “Roe v. Wade”.
En los años 70 surgió el término “dominionismo” para describir la meta evangélica de imponer un gobierno basado en principios bíblicos, interpretando Génesis 1:28 como un mandato para dominar las instituciones. Uno de sus principales impulsores fue Pat Robertson, predicador y fundador de la Christian Broadcasting Network, quien fusionó religión, política y negocios, y difundió la “teología de la prosperidad”, según la cual fe, oración y donaciones garantizan riqueza como señal de bendición divina.
El dominionismo creció como reacción al avance del secularismo y los derechos civiles, y ganó fuerza en los años 90 con la poderosa Nueva Reforma Apostólica (NAR), liderada por Peter Wagner. Este pastor promovía la idea de que Dios restauró los roles de “apóstoles” y “profetas” con autoridad espiritual y política. La NAR sigue activa en la nueva derecha, con figuras como Cindy Jacobs y Lance Wallnau, que predican un mandato divino para moldear la sociedad. Desde 2010, Wallnau –fan de Trump y autor de El candidato del caos de Dios, obra clave para movilizar a cinco millones de evangélicos a votar por Trump– reactivó el Mandato de las Siete Montañas, que propone que los cristianos controlen siete esferas claves (gobierno, medios, religión, negocios, educación, familia y entretenimiento) para instaurar una teocracia.
La llegada de Obama fue para ellos otro detonante que intensificó su racismo. Pero todo estalló el 6 de enero de 2021, cuando miles de seguidores, instigados por Trump, asaltaron el Capitolio para intentar impedir la certificación de Biden: era la expresión violenta de un movimiento político-religioso gestado desde el siglo pasado. Ese día se mezclaron banderas estadounidenses, de la Confederación, de Trump, libertarias y religiosas como “An Appeal to Heaven” (“Una apelación al cielo”). Se vieron carteles con “Jesús es mi salvador, Trump es mi presidente”, una horca y rezos de exorcismo contra el comunismo.
Cada vez que la humanidad avanza hacia más libertad, duda y pensamiento crítico, aparece un sector que se resiste. Ocurrió con el sufragio femenino o el fin de la segregación. Procesar las emociones de forma consciente ayuda a desmontar la masculinidad tóxica, promoviendo una expresión emocional saludable. Por eso es clave fomentar la educación socioemocional: identificar lo que se siente, ubicarlo en el cuerpo, nombrarlo y saber qué se necesita (llorar, pedir un abrazo). Liberar esas emociones –hablando, escribiendo o en terapia– abre la puerta a vínculos más sanos con uno mismo, con la democracia y con los demás. Por otro lado, acompañar y defender en público a quienes sufren maltrato, incluso con un gesto mínimo, puede dejar una marca profunda. No es solo empatía: es un deber ético.
A lo largo de la historia, muchas atrocidades se cometieron en nombre de Dios, por personas convencidas de estar cumpliendo su voluntad. Aún hoy, se sigue matando por textos antiguos, de autoría incierta, que repiten relatos que ya eran anteriores al cristianismo. Creer en el infierno transforma la forma en que se concibe la justicia. Si el castigo eterno parece razonable, también lo parecerá el abuso. La doctrina cristiana enseña que alguien puede ser condenado al tormento eterno no por cometer asesinatos, sino simplemente por no creer: no se premia la moral, sino la sumisión. Ese es el punto de partida: una vez que se internaliza esa lógica, ningún castigo terrenal vuelve a parecer excesivo.
El odio, aunque se disfrace de versículos, sigue siendo odio. Cuando la disidencia se ve como maldad y el sufrimiento como justicia, se vuelve fácil justificar la persecución, el maltrato o cárceles como la “Alcatraz de los cocodrilos” que Trump inauguró en Florida. Como advirtió Catherine Faringer, la humanidad estaría 1.500 años más avanzada si la Iglesia no hubiese quemado a algunas de sus mentes más brillantes –como Hipatia o Giordano Bruno– ni creado el Index Librorum Prohibitorum, que entre 1559 y 1966 censuró más de 4 mil obras consideradas heréticas o inmorales, incluidas las de Galileo, Descartes, Voltaire, Hugo y Hume, entre otros.
La religión nunca dejó la política, solo cambió de forma: quien controla la fe controla el poder. Mientras existan dioses, habrá falsos profetas que cosechen votos, estafen y llenen sus bolsillos. Identificarlos es clave: usan narrativas teocráticas sobre “fuerzas celestiales” para imponer un “pasado ideal” que solo fue ideal para los que dominaban. Conocer sus mecanismos –la dicotomía entre buenos y malos, el uso político de Dios y la demonización del otro– es el primer paso para desactivar su poder.
☛ Título: La nueva derecha
☛ Autora: Antonella Marty
☛ Editorial: Ariel
☛ Edición: 376
☛ Páginas: Junio de 2025
Datos de la autora
Antonella Marty es escritora rosarina, analista política, conferencista y productora argentina.
A lo largo de su carrera ha colaborado con diversos medios de comunicación en América Latina, Europa y Estados Unidos, entre ellos CNN, RTVE, El País, El Mundo y otros, abordando temas vinculados a la importancia de defender la libertad migratoria y los derechos sociales, y alertando sobre los peligros del nacionalismo actual.
Es autora de varios libros que exploran el pensamiento político y filosófico, entre ellos El manual liberal (2021), Todo lo que necesitas saber (2022), Nacionalismo: el culto común del colectivismo (2023) e Ideologías (2024).